De haber triunfado el bando musulmán en el choque de las Navas de Tolosa, el curso de la Reconquista habría experimentado un giro considerable.
■LA BATALLA ESTRELLA
El año 1031 fue trágico para los
musulmanes españoles. El poderoso califato de Córdoba dejaba de existir. Su
territorio, casi las tres cuartas partes de la península, se fragmentaba en
decenas de reinos de taifas que, más débiles, no podían frenar el expansionismo
de los reinos cristianos. Solo medio siglo después Toledo cayó en manos
cristianas, y los almorávides (que en árabe equivale aproximadamente a
ermitaños) fueron llamados al Magreb para socorrer a los soberanos islámicos. Los
recién llegados provenían de tribus nómadas bereberes del Sahara occidental.
Eran intransigentes en la interpretación y aplicación de las reglas coránicas
y, por tanto, críticos con la relajación de costumbres en que, según ellos,
habían incurrido los reinos de taifas. Su llegada en 1086 detuvo a los
cristianos y unificó de nuevo Al-Ándalus. Éste quedó bajo su dominio, englobado
en un imperio que lo unía al actual Marruecos y al norte de Mauritania, con
capital en Marrakech.
El Imperio almohade
Sin embargo, en la primera mitad
del siglo XII el poder volvió a fragmentarse en la España musulmana, lo que aprovecharon
los monarcas cristianos para reemprender el avance hacia el sur. De nuevo, la
salvación para el islam vino de África, esta vez de manos de los almohades (los
que reconocen la unidad de Dios, los unitarios). Éstos, que eran aún más
radicales y puristas en sus planteamientos, habían desplazado del poder a los
almorávides, a los que acusaban de haberse corrompido. Eran también tribus
bereberes originarias del Atlas y el Magreb, y formaron un imperio más extenso
que el de sus predecesores. Hacia 1146, llegados a la península, forzaron una
progresiva unificación política bajo su cetro, lo que obligó a los cristianos a
retroceder hacia el Tajo. El nuevo imperio extendía sus dominios hasta la
actual Libia, y si bien mantuvo su capital en Marrakech, en Al-Ándalus fue
Sevilla el principal centro administrativo, embellecida con los Alcázares y la
Torre del Oro. Al frente del nuevo entramado político figuraba un califa que se
autoproclamó Mahdid, o guía. Adoptó
el título de Príncipe de los creyentes, Amir
ul-Muslimin, lo que los castellanos rebautizaron como Miramamolín. De todos
los reinos cristianos, fue Castilla la que más amenazada se vio, pues por
aquellos años León se había separado y ambos reinos estaban sumidos en luchas
fratricidas. Para frenar el nuevo impulso musulmán, Castilla alentó las
acciones militares de las órdenes de Calatrava, Santiago y Alcántara,
encargadas de repoblar y defender la meseta sur. También instó a los reinos de
taifas almorávides a resistir. Todo en vano. Las retiradas cristianas
alcanzaron su apogeo en 1195 en la derrota de Alarcos, cerca de Ciudad Real,
donde el rey castellano Alfonso VIII vio a su ejército casi aniquilado. El
vencedor, el califa Yusuf II, adoptó el nombre de al-Mansur, el Victorioso, y de vuelta a Sevilla dio definitivo
impulso al levantamiento de la Giralda como conmemoración del triunfo. Tras la
batalla, el camino hacia Toledo quedó de nuevo abierto, y aunque no se llegó a
tomar, los almohades se enseñorearon en los años siguientes del valle del Tajo
y de toda la meseta sur, ocupando Calatrava, Uclés, Plasencia y Huete. Solo las
tensiones internas de su vasto imperio y la agitación fronteriza sostenida en
el Magreb les impidió avanzar más, y una oportuna tregua de diez años,
concertada en 1197, alivió la situación de Castilla.
Llamando a la
cruzada
Cuando finalizó la tregua, las incursiones y
escaramuzas volvieron a producirse. Se anunciaba una batalla de gran magnitud.
Pero si Alfonso VIII quería contraatacar, debía, en primer lugar, establecer sólidos
pactos con el resto de reinos cristianos. No podía lanzarse hacia el sur sin
tener antes las espaldas cubiertas y saber que, aprovechando su ofensiva, no
sería atacado por navarros, aragoneses o leoneses. A finales de la primera
década del siglo XIII había firmado pactos con Navarra y Aragón, pero ello no
era una plena garantía. La solución llegó a través de la Iglesia: si el papa
Inocencio III proclamaba una cruzada, no solo ningún otro reino le atacaría
(quedaría automáticamente excomulgado), sino que estimularía a cristianos de
toda Europa y de la península a sumarse a la campaña. De las gestiones con Roma
debía encargarse el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada. Las culminó
positivamente a principios de 1212. Por otra parte, los reyes de Navarra y
Aragón, que también temían un fortalecimiento de los almohades, se
comprometieron a acudir con sus ejércitos.
Se proclamaron con rapidez las indulgencias
plenarias por toda Europa, que, aparte de en los reinos hispánicos, causaron
especial efecto en Francia. Se agregaron a la empresa los obispos de Narbona,
Burdeos y Nantes, así como numerosos caballeros francos, que serían conocidos
como ultramontanos y a los que el rey castellano se comprometió a mantener. En
la primavera de aquel año las tropas francesas se fueron congregando en Toledo,
junto a las castellanas de Alfonso VIII y las aragonesas de Pedro II. Pronto se
vio que tal concentración abigarrada de efectivos (unos 70.000 hombres, de los
que alrededor de 15.000 eran galos), cargados de fanatismo, suponía un grave
problema. Los franceses, por ejemplo, se dedicaron a matar judíos, lo que
obligó al rey castellano a acelerar la partida hacia el sur, que tuvo lugar el
20 de junio. Junto a ellos, como era habitual en las marchas de grandes
ejércitos, viajaban miles de carruajes y mulas con provisiones, criados,
taberneros, mercaderes, prostitutas y demás personal que vivía de las tropas.
Por supuesto, en el ejército estaban también incluidos un buen número de
obispos y altos dignatarios de la Iglesia, junto a los caballeros, los miembros
de órdenes militares y las fuerzas de soldados rasos reclutadas al efecto por
los municipios. Los almohades no permanecieron inactivos. Sabiendo lo que se
les venía encima, el califa Al-Nasir, hijo del vencedor de Alarcos, había
reunido un numeroso ejército en Marrakech. Árabes, turcos, senegaleses y
bereberes, movidos por el principio de la guerra santa, cruzaron el estrecho en
enero, sumándose a las tropas de Al-Ándalus.
Sabiamente, Al-Nasir decidió que era mejor
esperar tras los pasos de Sierra Morena a unas tropas cristianas que habrían de
llegar desgastadas y con graves problemas de abastecimientos, dado su elevado
número y el calor del verano, y eligió el campo de batalla en que se habría de
producir el choque. Por de pronto, sus hombres sembraron de abrojos los cauces
del Guadiana para herir a los caballos de los cristianos en su avance.
Tensiones entre
combatientes
Entre los cristianos pronto surgieron
desavenencias. Los cruzados franceses querían botín y no estaban interesados en
aplicar medidas de indulgencia que facilitasen la posterior ocupación, que era
lo que pretendía el rey castellano. Así, los habitantes de Malagón fueron
pasados a cuchillo a pesar de las promesas del Soberano. Lo acontecido en
Calatrava llevó a la ruptura. Era necesario tomar la plaza, dada la envergadura
de sus defensas. Tras un primer asalto, el jefe de la guarnición de la ciudad,
un famoso militar andalusí llamado Aben Cadís, logró pactar una rendición por
la que sus hombres salvaban la vida y parte de los bienes. Al rey castellano no
le interesaba desgastar sus fuerzas en el camino y aceptó el trato. Indignados,
los cruzados franceses, que esperaban saquear y matar como habían hecho en
Malagón, abandonaron el ejército y volvieron grupas en dirección a Francia,
aunque, eso sí, no perdieron la oportunidad de asaltar las juderías que
encontraron por el camino. Solo el obispo de Narbona y unos pocos cientos de
caballeros franceses permanecieron en la expedición. Fue una merma muy
considerable, sobre todo por la experiencia que atesoraban -algunos habían
combatido en Tierra Santa-. Sin embargo, también en las filas musulmanas la
rendición de Calatrava tuvo efectos negativos. Cuando el califa almohade se
enteró de la decisión de su capitán, lo ordenó degollar por cobarde. Ello indignó
a muchos soldados andalusíes, que vieron en el gesto de Al-Nasir una acción
cruel, intolerante y prepotente. Resultó decisivo para que perdiese su
prestigio entre gran parte de sus hombres y creciese la desafección hacia su
persona y forma de gobernar. Por suerte para las tropas cristianas, el ejército
navarro comandado por su rey suplió parcialmente la marcha de los
ultramontanos. Había decidido participar en la cruzada tras algunas
vacilaciones.
Le incitó a ello no solo el miedo a los
almohades, sino también la creencia de que, en caso de victoria y de que
Castilla pudiese extender sus fronteras hacia el sur, estaría en mejor
situación para obtener de Alfonso VIII la devolución de ciertas tierras en
disputa. Sin embargo, ni el rey de Portugal ni el de León aportaron fuerzas.
Ambos eran yernos del soberano castellano, pero el primero estaba ocupado
sofocando disensiones internas, y el segundo mantenía una abierta rivalidad con
su suegro, al tiempo que trataba de conquistar Portugal. El resultado es que el
monarca luso solo envió a unos cuantos caballeros templarios, y el de León, ni
siquiera eso. A principios de julio los cristianos llegaron a las estribaciones
de Sierra Morena, cuyos desfiladeros estaban vigilados por los almohades.
Tenían necesidad de entablar pronto batalla, pues los abastecimientos llegados
desde Toledo eran escasos. El problema era cruzar el desfiladero de la Losa,
controlado por el enemigo y que se interponía en la marcha hacia la batalla.
Avanzar parecía suicida, y muchos propusieron descender a las llanuras y buscar
otra vía de acceso hacia el sur. Pero el tiempo apremiaba a causa del hambre y
la sed, por lo que al final se decidió forzar el paso. Por suerte, un pastor
les indicó un camino no vigilado por el que cruzar la cordillera. Tras
comprobar que no era una trampa, el ejército cristiano lo franqueó con toda
celeridad, y el 14 de julio acampó en una planicie hoy conocida como la Mesa
del Rey, cerca del paso de Despeñaperros, en el término de La Carolina. Cuando
los musulmanes se dieron cuenta ya era tarde, y apenas pudieron hostigar a sus
enemigos. Al día siguiente, los almohades provocaron a los cristianos para que
les atacasen, pues ellos contaban con posiciones más ventajosas. Pero éstos
prefirieron esperar un día más para recobrar fuerzas. La batalla se daría al
alba del día 16.
La batalla se
desata
Los efectivos que participaron en el choque
no se conocen en realidad, y ambos bandos los han exagerado mucho en sus
crónicas. Posiblemente los cristianos rondarían los 60.000 hombres y los
musulmanes no más de 100.000. En todo caso, eran cifras enormes para la época.
Emulaban las batallas que se estaban dando por entonces en Tierra Santa, en el
marco de las cruzadas. Aprendiendo de los errores del pasado, el rey castellano
decidió mezclar sus bisoñas milicias ciudadanas con los caballeros y soldados
profesionales. Las alas las confió a los monarcas aliados, la derecha al rey de
Navarra y la izquierda al de Aragón, que marcharon con la caballería al frente,
seguidos de sus infantes. Eran fuerzas menores que las castellanas, pero más
escogidas y capaces de frenar los intentos envolventes de los almohades, que
era lo que seguro iban a acometer. El centro del ejército, escalonado en cuatro
líneas, quedó al mando de Alfonso VIII. La última de ellas -importantísima,
pues debía acudir como reserva adonde fuese preciso su auxilio- la comandaban
él mismo y el arzobispo de Toledo. Los musulmanes eran más y confiaban en que,
como en Alarcos, volverían a vencer a los agotados cristianos. Habían dispuesto
su ágil caballería en las alas, y en el centro, escalonadas, las fuerzas de infantería:
primero las bereberes, luego las andaluzas y las voluntarias procedentes de
otros lugares del islam, las almohades después y, al final, varios miles de
imesebelen, o desposados, fanáticos que componían la guardia negra. Éstos,
atados entre sí y junto a una red de estacas y cadenas, rodeaban la tienda
verde del Califa, que portaba el Corán en una mano y una cimitarra en la otra.
La táctica almohade era similar a la que habían practicado en Tierra Santa y en
Alarcos: dejarse acometer, abrirse, dispersarse y volver grupas una y otra vez,
hostigando con flechas y venablos a los cristianos, armados más pesadamente, hasta
rodearles, agotarles y rematarles. Era una manera más hábil y ligera de hacer
la guerra que la cristiana, basada en el choque frontal de la caballería
pesada.
Alrededor de las nueve de la mañana, y tras
oír misa, Alfonso VIII ordenó la carga. Fieles a sus planes, los almohades no
ofrecieron demasiada resistencia. Dejaron penetrar la cuña cristiana hasta que
ésta quedó detenida, cansada por el galope, ante la tercera línea musulmana,
que estaba en lo alto de unas lomas. Su contraataque hizo retroceder a los
castellanos, y pronto las formaciones quedaron rotas, lo que derivó en una
tumultuosa lucha cuerpo a cuerpo. Poco a poco comenzaron a verse rodeadas las
fuerzas cristianas, y el Rey, tras manifestarle al obispo de Toledo que era
buen día para morir, se lanzó al combare con la reserva que componía la cuarta
línea. Fuese por esta irrupción o porque ya lo tuviesen planeado, los soldados
andaluces abandonaron entonces el campo de batalla, parece que en parte como
venganza ante la injusta muerte dada a su capitán Aben Cadís. Esa deserción
sembró de confusión al ejército almohade, que comenzó a retirarse mientras los
cristianos arreciaban en su ataque. Finalmente solo permaneció en pie la última
barrera de la guardia negra en torno a la rienda del Miramamolín, hasta que
varios caballeros, incluido el rey de Navarra, la asaltaron, acabando con la
última resistencia.
Unas decisivas
consecuencias
La matanza que siguió fue terrible. En
aquellas horas no se hicieron prisioneros. Salvo los que desertaron o huyeron,
con el Califa al frente, no hubo supervivientes. Luego, serenados los ánimos,
muchos fueron perdonados, pero se convirtieron en esclavos. Los muertos
alcanzaron posiblemente los 50.000 hombres entre ambos bandos. El botín fue
inmenso. Los estandartes de los vencidos se trasladaron a la catedral de Toledo
y al monasterio de Las Huelgas de Burgos, y las cadenas se llevaron a Navarra y
pasaron a formar parte de su escudo. La tienda del Califa se envió al papa
Inocencio III. Los excesos que cometieron luego los cruzados entre la población
civil serían aún más terribles. Baeza, Úbeda y Jaén fueron masacradas, con
niños, mujeres y ancianos incluidos, no sin antes violar en masa a las
segundas. En estas matanzas tuvo mucha responsabilidad la Iglesia, que, contra
los intereses del rey de Castilla, no aceptaba tratos con los infieles, bajo
pena de excomunión. Por suerte para la población andaluza, a las pocas semanas,
tras consolidar sus conquistas y cargar con un enorme botín, los cruzados
volvieron al norte. Las epidemias habían hecho mella en sus filas. El Califa,
de regreso a Sevilla, ordenó decapitar a los príncipes andalusíes, a los que
consideraba responsables de la traición de sus hombres y de la derrota. Tras
dejar el gobierno en manos de su hijo, se recluyó en Marrakech. Murió al año
siguiente, posiblemente envenenado. En los anales de la historia islámica la
batalla es conocida como "el desastre". No es exagerado, porque al
poco tiempo el poder almohade comenzó a disolverse. La cohesión política que
éste había aportado iba a desaparecer, en gran parte por las malas relaciones
con los andalusíes. A partir de ese momento se generaron graves problemas
dinásticos que fragmentaron el Imperio, y nunca más se unieron los musulmanes
de la península en torno a un único poder. Se entraba en un nuevo período de
reinos de taifas, el tercero y último, que debilitaría Al-Ándalus
progresivamente. Es cierto que el islam aún permaneció casi trescientos años en
la península, pero los musulmanes nunca recobraron la iniciativa y quedaron
siempre a la defensiva, pagando cuantiosos tributos a los reinos cristianos.
Solo las rencillas internas que iban a atenazar a Castilla en el futuro impidieron
una pronta conquista de lo que quedaba de Al-Ándalus.
Cómo dar
trascendencia divina a la suerte de un combate
■DESTINADOS A TRIUNFAR
La victoria
se vio en el bando cristiano como un acto de predestinación divina. No podía
haber éxito cristiano sin que algún enviado celestial, sobre todo Santiago
Matamoros, apareciese bendiciendo a los vencedores y, de paso, enfervorizando a
los guerreros en su misión. Para escenificar dicha intervención fue perfecto el
episodio del pastor que guió a los cruzados al otro lado de la sierra. Al
parecer, lo hizo ante el noble catalán Dalmau de Creixell, al que dio su
nombre, Martín Halaja. Cuando la victoria se consumó al cabo de dos días, el
bueno del pastor se había convertido en la mismísima encarnación de San Isidro
Labrador o de un arcángel enviado por Dios.
La noticia
del triunfo corrió por toda Europa. Los monarcas del continente enviaron
entusiastas felicitaciones al rey de Castilla, Alfonso VIII (en la imagen). No era para
menos. No solo se estaba reconquistando Tierra Santa, sino que también en el
sur de la península ibérica se ponía freno al islam. Desde luego, la batalla
había sido decisiva, y si otros choques ya habían sido mitificados, éste lo
sería con más motivo. Las dimensiones del enfrentamiento y el número de los
combatientes se exageraron. Se convirtió en la confrontación más célebre de
toda la Reconquista, por encima de Covadonga e incluso de la misma toma de
Granada. Su eco se ha mantenido hasta la actualidad. En el monasterio de Las
Huelgas de Burgos, cada año se saca en procesión el estandarte del Miramamolín.
Y en julio de 2009 se inauguró en Santa Elena, Jaén, un museo que recrea la
batalla.
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