Franz Krieger fue un fotógrafo oficial del nazismo. Sus imágenes
inéditas de Hitler descubiertas hace unas semanas, que ahora pueden ver
en estas páginas, muestran hasta qué punto sigue despertando
'fascinación' esta encarnación del mal.
Por qué nos fascina tanto la imagen de Hitler? La vieja pregunta vuelve a
plantearse tras el revuelo por la aparición de las fotos del líder nazi
que tomó el reportero austriaco Franz Krieger durante la II Guerra
Mundial y que han salido ahora a la luz pública. Krieger era un
fotógrafo oficial del régimen y durante un viaje al Este como miembro de
la unidad de propaganda -Propagandakompanie- de las Fuerzas
Armadas alemanas realizó la cobertura del encuentro en 1941 en tierra
polaca entre Hitler y su aliado el regente de Hungría, el almirante
Miklós Horthy. Entonces estaban a partir un piñón, aunque en 1944 Hitler
se mostraría menos cortés, enviaría al coronel de las SS Otto Skorzeny a
secuestrar al hijo del mandatario magiar y acabaría haciendo abdicar a
este y encerrándolo en un castillo en Baviera. Las fotos en las que
aparece Hitler son nueve y están incluidas en un álbum con 214
instantáneas de Krieger que se encuentra en manos de un coleccionista
privado. El resto de las imágenes muestran diferentes aspectos de la
realidad en el frente y en los territorios ocupados. Soldados alemanes
en faenas de retaguardia o en momentos de descanso, humillados
prisioneros de guerra soviéticos, civiles que muestran la huella de la
guerra en sus rostros, autorretratos del propio Krieger en uniforme.
Pero lo más extraordinario del conjunto son ese puñado de fotos del
Führer que vienen a enriquecer -uno duda en usar tal palabra- el corpus
retratístico de Hitler.
Son imágenes canónicas, por supuesto, muy canónicas, nicht natürlich, nada
naturales: Hitler brazo en alto, rodeado de mandatarios -le acompaña el
siniestro Bormann- y guardaespaldas en una contundente apoteosis de
gorras, botas de caña alta lustradas, sensación de inminencia -a ver qué
invadimos hoy-, despliegue de peligro y actitudes marciales. Una
estampa de autoridad y dominio. Junto a Hitler, Horthy, que no era
precisamente un santo, parece venir de patronear el Bribón. Que
nadie espere una revelación de aspectos desconocidos del líder nazi. Un
rasgo de humanidad, un despiste, un guiño, ¡quia! Hitler no se dejaba
fotografiar de cualquier manera ni por cualquiera. Jamás.
De hecho, solo se conoce una foto robada de Hitler. La tomó en 1929 un reportero del Munich Ilustrated News, Tim Gidal, judío, que luego, tras escapar a Palestina, sería un pionero del fotorreportaje para Life (aparte
de fotógrafo del 8º Ejército, las heroicas ratas del desierto). Se lo
encontró, a Hitler, desprevenido -¡Hitler desprevenido!, ¡qué ocasión!-
en el café Heck de la capital bávara. La imagen muestra a Hitler
hablando con tres hombres fornidos que están de espaldas -uno de ellos
acaso el jefe de la SA, Ernst Röhm- en torno a una mesa con mantelito en
el jardín del establecimiento, bajo un árbol. Hitler tiene el mentón en
la mano y está pensativo cuando descubre a Gidal y la cámara y alza la
vista con sensación de haber sido atrapado por el clic. Muestra Hitler
sorpresa, curiosidad y un inicio de irritación que incita, incluso
tantos años después, a poner pies en polvorosa (afortunadamente, Röhm no
debía de correr mucho). Cuando ves lo difícil que era conseguir una
foto de Hitler entiendes que nunca consiguieran matarlo. Philipp von
Boeselager, que lo intentó cuando era oficial de Estado Mayor de la
Wehrmacht, durante una visita del líder nazi al frente ruso, me dijo en
una ocasión que estaba todo el tiempo rodeado de guardias de las SS
"desesperantemente altos".
Foto de Tim Gidal
Hitler siempre mostró, desde el
principio de su carrera política, una enorme reticencia a ser
fotografiado. Quería poseer el control total de su imagen, en la que
asentaba, recordémoslo, gran parte de su carisma. Era consciente de que
cualquier desviación podía ser peligrosa: de lo sublime al ridículo hay
un paso muy pequeño, como atestiguan en sus parodias del Führer Chaplin,
Lubitsch, los Monty Python o más recientemente Tarantino (al que le
basta con ponerle capa). En sus charlas de sobremesa (véase Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica,
2004), Hitler elogia muy significativamente a Rommel por conservar la
dignidad y, al revés de los italianos, no dejarse fotografiar nunca a
lomos de un camello (el zorro del desierto, sostenía, quedaba mejor
subido en un Panzer).
Sabía además Hitler que su propio aspecto no
respondía precisamente al ideal ario que propugnaba -ya se sabe la
broma berlinesa: "esbelto como Goering, alto como Goebbels y rubio como
Hitler"-, y muy inteligentemente convirtió esos rasgos hoy universales
que son su flequillo y su bigotito (peor hubiera sido la pilosidad tipo
káiser que lucía en la I Guerra Mundial) en atributos de unicidad, de
genio y de misterio. Pero había que cuidar el detalle. Solo en contadas
ocasiones perdió Hitler la compostura ante una cámara, como cuando en
aquel exceso de entusiasmo tras recibir la noticia de la caída de
Francia en su cuartel general del cubil del lobo, Wolfsschlucht, se puso a bailar una giga. Aunque, claro, no todos los días te cae Francia en el saco.
En realidad, la única persona autorizada a fotografiarlo era su
fotógrafo personal, camarada y confidente Heinrich Hoffmann (1885-1957)
-un nazi de la primera hornada que le presentó a Eva Braun a Hitler y
casó a su propia hija con Baldur von Schirach, que ya es emparentar-.
Excepcionalmente, y bajo estricto control, se permitió puntualmente a
otros fotógrafos del régimen, como Walter Frentz, recoger la imagen del
líder. "Hitler tenía a Hoffmann como Franco a Campúa", explica el
estudioso de la imagen Romà Gubern. "Ambos dictadores eran de baja
estatura y se los solía tener que retratar en contrapicado. Como todos
los líderes totalitarios, trataban de dar una imagen de poder,
omnisciencia, rigor y seriedad, algo muy alejado de la familiaridad de
los líderes demócratas como Churchill, Truman u, hoy, Obama. McLuhan
sostenía que Hitler triunfó porque no vivió en la era de la televisión,
en la que es mucho más difícil controlar y manipular la imagen. No era
glamuroso, pero era enérgico, con un toque de misticismo y una retórica
corporal muy elaborada, y, claro, lo que nos atrae de él es en última
instancia la fascinación del mal, atisbar qué hay detrás de la máscara".
Hoffmann retrataba siempre
a Hitler en pose, en su restringido repertorio de gestos favoritos,
marciales o cuidadosamente arrebatados -su característico histerismo
narcisista y egomaniaco-, efectuados con esa afable naturalidad digna de
un fotograma de El triunfo de la voluntad. Todo cuidadosamente
ensayado y preparado. Solo en una ocasión cambió el criterio y Hoffmann
fue autorizado a realizar una colección de retratos supuestamente
cotidianos y amables del líder, que aparecieron reunidos en su libro
Hitler wie ihn keiner kennt (El Hitler que nadie conoce). El
libro, una maniobra oficial, salía al paso de una imagen excesivamente
hierática o arrebatada del Führer que podía enajenarlo de las masas -no
puedes estar todo el día echando espuma por la boca o como si llevaras
introducida una escoba- y consagraba una especie de espontaneidad
autorizada que es a lo más que se podía llegar en términos de humanizar
al jefe. Eran en realidad fotos cuidadosamente estudiadas. En todo caso,
además, a eso solo se llegó cuando la imagen de Hitler estaba tan
consolidada en Alemania y era tan potente que ya no significaba ninguna
pérdida de decoro que se le viera acariciando a su perro. El libro de
Hoffmann incluía una foto de Hitler bebé que da mucho que pensar:
¿podemos proyectar la maldad posterior en esa imagen?
Aunque es
discutible que siempre consiguiera su objetivo de quedar sublime -las
fotos de Hitler en traje tradicional bávaro con pantalón corto de piel
nos resultan ridículas, aunque él lo juzgara tan apropiado que hasta
quiso crear una unidad de las SS con ese atuendo-, el Führer logró una
uniformidad (y valga la palabra) en su imagen como ningún otro líder
mundial.
Sabía lo que hacía. Había tenido muchos problemas de
imagen. Antes de su ascenso al poder, sus caricaturas estaban al orden
del día en los medios opositores a los nazis. Algunas lo mostraban por
los suelos recordando su nada heroico comportamiento durante el fallido putsch de
1923, cuando se echó a tierra ante los disparos de la policía y se
protegió de las balas entre los cadáveres de sus camaradas. Fue notable,
por su audacia, el grotesco fotomontaje que le dedicó el periodista
Fritz Gerlich en el que Hitler aparecía del brazo de una novia negra,
casándose con ella, y cuyo titular apuntaba burlonamente la posibilidad
de que el líder nazi tuviera sangre mongola Hat Hitler mongolenblut?, a cinco columnas, con un par, en el Der Gerade Weg-. Había
que tener valor. La imagen se publicó en julio de 1932, cinco meses
antes de que Hitler llegara al poder. Pero Hitler no era de los que
echaban pelillos a la mar. Gerlich fue a parar a Dachau, donde una
escuadra de SS lo asesinó aprovechando esa gran ocasión que fue la Noche
de los Cuchillos Largos. A su mujer le enviaron las gafas rotas y
ensangrentadas.
Conocemos lo que buscaba Hitler en sus
fotos. Imponer, impresionar, inspirar fervor y temor, la conquista del
individuo y de las masas. También seducir -¿era Hitler sexi?: no es
broma; sin duda, lo fue para muchas alemanas-. ¿Qué tratamos de atisbar
nosotros en las imágenes? Algo que nos explique a Hitler, que nos dé
pistas sobre lo que fue y lo que hizo. El tipo que dejó a su paso por la
historia 40 millones de muertos y trató de borrar a un pueblo de la faz
de la tierra. Se ha convertido en el gran icono de la maldad y nos
fascina mirarlo. Quizá lo de fuera nos dé pistas sobre lo de dentro.
Sobre el mal como capacidad de la naturaleza humana.
"Hay dos
cosas que todo el mundo puede reconocer, una esvástica y un retrato de
Adolf Hitler", señala el historiador catalán Ferran Gallego, uno de
nuestros grandes especialistas en el nazismo. "Hitler es para la mayoría
la encarnación del mal, su rostro, como Auschwitz es la concreción de
la maldad en un lugar". Gallego considera que la característica esencial
de la imagen de Hitler y lo que le diferencia de otros dictadores y
tiranos es su aire de impenetrabilidad. "Es más personaje que persona.
Ian Kershaw, su más reciente biógrafo (Península), decía que no
encontraba la persona en Hitler. Hay un misterio irreductible en Hitler
que no hay, en cambio, en Stalin, una malignidad esencial asociada a la
irracionalidad del nazismo". El historiador reflexiona: "Y a la vez,
paradójicamente, resulta tan familiar... es tan fácil caricaturizarlo". O
caracterizarte de él, como atestiguara cualquiera que lo haya probado.
En su extraordinario libro Explicar a Hitler (Siglo XXI, 1999), Ron Rosenbaun considera a Hitler una terra incognita, una
auténtica caja negra, lo que hace tan apasionante observarlo en fotos.
Su grado de sinceridad -¿era un oportunista o creía en lo que hacía?-,
su inevitabilidad o no (¿de no haber habido Hitler, habría ocupado otro
su lugar y acometido igualmente la Solución Final?), la influencia de su
voluntad -¿hasta qué punto dirigía el proceso de la eliminación de los
judíos?-, la existencia en su biografía de un momento fundacional de sus
obsesiones -la supuesta visión en el hospital tras ser gaseado-, su
propia sexualidad y la influencia que esta habría tenido en su acción
política no están, opina el autor, dilucidados. De alguna manera, dice,
Hitler sí se escapó del búnker, de la explicación última.
Rosenbaun
analiza, en una búsqueda sensacional que le lleva a entrevistarse con
las grandes figuras como Alan Bullock o H. R. Trevor-Roper, las
diferentes opiniones de los historiadores sobre Hitler. Es un paseo
abismal que lleva de la opinión de Lanzmann de que Hitler es
irreductible -porque entenderlo lo haría, Dios no lo quiera, susceptible
de ser perdonado- a la relativa relativización del personaje por
historiadores contemporáneos, como Kershaw, que consideran mucho más
importantes las razones históricas profundas que produjeron a Hitler que
el propio Hitler, al cabo solo un individuo, un peón (¿no es
insoportable pensar que todo el horror del nazismo haya ocurrido porque
lo quiso un solo hombre?, anota Rosenbaun).
Una pregunta es estremecedora:
¿sabía Hitler que hacía el mal o creía que realizaba una labor justa y
necesaria? Y otra: ¿había explicaciones psicológicas o médicas (la
sífilis, por ejemplo) que explicaran sus acciones?, ¿podría ser entonces
que Hitler fuera un loco, un enfermo, irresponsable de sus actos, una
víctima de su historial? "Pero si Hitler no es malo, ¿quién lo es?", se
pregunta ante Rosenbaun el gran Bullock.
Todo eso es lo que nos
hace observar estupefactos su imagen, sus fotos. Nos invita a meditar
sobre lo demoniaco y lo trivial (el arribista hipocondriaco). Sobre el
propio mal en nosotros. Tratamos de escudriñar su magia -si la hubo-, lo
que arrebató a tipos inteligentes como Speer o Goebbels ("Ahora sé lo
que significa Hitler para mí: ¡todo!") e impresionó a Klemperer. El
aspecto Caligari o Svengali, hipnotizador. El célebre apretón de manos y
los famosos ojos de acero que miraban sin pestañear, parte de su
representación, de sus trucos. ¿Eran los ojos de Hitler lo que seducía, o
era el poder de sus ejércitos? También, no lo neguemos, nos intriga de
Hitler lo morboso: ¿es cierto que era un voyeur que hacía
desnudarse ante él y tocarse a su sobrina-amante Geli Raubal? ¿Ella se
suicidó o la mató o la hizo matar él? ¿Tenía alguna malformación
anatómica el Führer -la tan expresivamente denominada "cuestión de la
bola única"-? ¿Le arrancó, como indican las memorias de un condiscípulo,
una cabra un trozo de pene al joven Adolf cuando este trataba de probar
que era capaz de orinar en la boca del animal? ¿Habrían cambiado las
cosas si los ancestros de Hitler hubieran conservado el apellido
original Schicklgruber? -a ver quién habría saludado "¡Heil
Schicklgruber!" sin que se le escapara la risa en plan el legionario de
Biggus Dickus en La vida de Brian...-.
Miramos las fotos
del tirano Hitler, entre el payaso y el exterminador. Y nunca nos es
posible hacerlo sin un profundo escalofrío.
Prisionero en Minsk
Probable autorretrato de Krieger
El País Semanal
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