La oportunidad perdida de la Segunda República
española
“Las elecciones celebradas el domingo me
revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo", dejó escrito el
rey Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles, antes de
abandonar el Palacio Real la noche del martes 14 de abril de 1931. Cuando llegó
a París, comienzo de su exilio, Alfonso XIII declaró que la República era
"una tormenta que pasará rápidamente". Tardó en pasar más de lo que
él pensaba, o deseaba. Más de cinco años duró esa República en paz, antes de
que una sublevación militar y una guerra la destruyeran por las armas.
La República llegó con celebraciones
populares en la calle, mucha retórica y un ambiente festivo donde se combinaban
esperanzas revolucionarias con deseos de reforma. La multitud se echó a la
calle cantando el Himno de Riego y La Marsellesa. Allí había obreros,
estudiantes, profesionales. La clase media "se lanzaba hacia la
República" ante la "desorientación de los elementos
conservadores", escribió unos años después José María Gil Robles. Y la
escena se repitió en todas las grandes y pequeñas ciudades, como puede
comprobarse en la prensa, en las fotografías de la época, en los numerosos
testimonios de contemporáneos que quisieron dejar constancia de aquel gran cambio
que parecía tener algo de magia, llegando de forma pacífica, sin sangre.
A la República la recibieron unos con fiesta
y otros de luto. La Iglesia católica, por ejemplo, vivió su llegada como una
auténtica desgracia. Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente,
la mayoría de los católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada
por el pueblo en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era
también que mostraran su desconcierto y estupor todos esos terratenientes ennoblecidos
y muchos industriales y financieros con título nobiliario, que perdieron de
golpe al rey, su fiel protector, al que muchos de ellos abandonaron en las
últimas semanas de su reinado.
Los
primeros pasos El Gobierno provisional lo presidía Niceto
Alcalá Zamora, ex monárquico, católico y hombre de orden, una pieza clave para
mantener el posible y necesario apoyo al nuevo régimen de los republicanos más
moderados. Sus ministros, republicanos de todos colores y tres socialistas,
representaban a las clases medias profesionales, a la pequeña burguesía y a la
clase obrera militante o simpatizante de las ideas socialistas. Ninguno de
ellos, salvo Alcalá Zamora, había desempeñado un alto cargo político con la
Monarquía, aunque no eran jóvenes inexpertos, la mayoría rondaba los cincuenta
años, y llevaban mucho tiempo en la lucha política, al frente de partidos
republicanos y organizaciones socialistas. Tampoco era, frente lo que se ha
dicho a menudo, un gobierno de intelectuales. Salvo Manuel Azaña, presente en el
gobierno como dirigente de un partido republicano, no estaban allí esos
intelectuales que tanto habían contribuido con sus discursos y escritos a darle
la estocada a la Monarquía durante 1930. Ni Unamuno, ni Ortega, ni Pérez de
Ayala o Marañón. Estos últimos desaparecieron muy pronto además de la vida
pública o acabaron incluso distanciados del régimen republicano.
Lo que hizo ese Gobierno en las primeras
semanas, todavía con la resaca de la fiesta popular, fue legislar a golpe de
decreto. Difícil es imaginar, efectivamente, un gobierno con más planes de
reformas políticas y sociales. Antes de la inauguración de las cortes
constituyentes, el Gobierno provisional de la República puso en práctica una
Ley de Reforma Militar, obra de Manuel Azaña, y una serie de decretos básicos
de Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, que tenían como objetivo
modificar radicalmente las relaciones laborales. Tal proyecto reformista
encarnaba, en conjunto, la fe en el progreso y en una transformación política y
social que barrería la estructura caciquil y el poder de las instituciones
militar y eclesiástica.
La
Constitución de 1931 El camino marcado por el Gobierno provisional
pasaba por convocar elecciones a Cortes y dotar a la República de una
Constitución. "Una República democrática de trabajadores de toda clase,
que se organiza en régimen de libertad y justicia", proclamaba el artículo
primero de su Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan sólo siete
meses después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII.
Esa Constitución, que decía que la República
era "un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y
de las Regiones", declaraba también la no confesionalidad del Estado,
eliminaba la financiación estatal del clero e introducía el matrimonio civil y
el divorcio. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las
mujeres, algo que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos
democráticos de las naciones más avanzadas.
Constitución, elecciones libres, sufragio
universal masculino y femenino, gobiernos responsables ante los parlamentos. En
eso consistía la democracia entonces. No era fácil conseguirla y menos
consolidarla, porque todas las repúblicas europeas que nacieron en aquellos
turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, desde Alemania a
Grecia, pasando por Portugal, España o Austria, acabaron acosadas por fuerzas
reaccionarias y derribadas por regímenes fascistas o autoritarios.
Nunca en la historia de España se había
asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances
democráticos y conquistas sociales. En los dos primeros años de la República se
acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia y del Estado
y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la
propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección
laboral y la educación pública.
Pero
esa legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones
germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el
crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre
varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y
anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y
revolución. La Segunda República pasó dos años de relativa estabilidad, un
segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y
derribo.
Los
desafíos de la República Como consecuencia de esos
antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y
tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos. En primer lugar, del antirrepublicanismo
y de las posiciones antidemocráticas de los sectores más influyentes de la
sociedad: hombres de negocios, industriales, terratenientes, la Iglesia y el
ejército. Tras unos meses de desorganización inicial de las fuerzas de la derecha,
el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano.
Ese estrecho vínculo entre religión y propiedad se manifestó en la movilización
de cientos de miles de labradores católicos, de propietarios pobres y "muy
pobres", y en el control casi absoluto por parte de los terratenientes de
organizaciones que se suponían creadas para mejorar los intereses de esos
labradores. En esa tarea, el dinero y el púlpito obraron milagros: el primero
sirvió para financiar, entre otras cosas, una influyente red de prensa local y
provincial; desde el segundo, el clero se encargó de unir, más que nunca, la
defensa de la religión con la del orden y la propiedad. Y en eso coincidieron
obispos, abogados y sectores profesionales del catolicismo en las ciudades,
integristas y poderosos terratenientes como Lamamié de Clairac o Francisco
Estévanez, que con tanto afán defendieron en las Cortes constituyentes los
intereses cerealistas de Castilla; y todos esos cientos de miles de católicos
con pocas propiedades pero amantes del orden y la religión.
Dominada por grandes terratenientes y
sectores profesionales urbanos, la Confederación Española de Derechas Autónomas
(CEDA), el primer partido de masas de la historia de la derecha española,
creado a comienzos de 1933, se propuso defender la "civilización
cristiana", combatir la legislación "sectaria" de la República y
"revisar" la Constitución. Cuando esa "revisión" de la
República sobre bases corporativas no fue posible efectuarla a través de la
conquista del poder por medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y
votantes comenzaron a pensar en métodos más expeditivos. Sus juventudes y los
partidos monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización bastante
antes. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el
mensaje, sumaron sus esfuerzos por conseguir la desestabilización de la
República y se apresuraron a adherirse al golpe militar.
Autoritarismo
frente a revolución Si, frente a la democracia, la
derecha creía en el autoritarismo, una parte de la izquierda prefería la
revolución como alternativa al gobierno parlamentario. La insurrección como
método de coacción frente a la autoridad establecida fue utilizada primero por
los anarquistas y detrás de sus sucesivos intentos insurreccionales —en enero de
1932 y en enero y diciembre de 1933— había, esencialmente, un repudio del
sistema institucional representativo y la creencia de que la fuerza era el
único camino para liquidar los privilegios de clase y los abusos
consustanciales al poder. Sin embargo, como la historia de la República muestra,
desde el principio hasta el final, el recurso a la fuerza frente al régimen
parlamentario no fue patrimonio exclusivo de los anarquistas ni tampoco parece
que el ideal democrático estuviera muy arraigado entre algunos sectores
políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la vía
insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los anarquistas más
radicales la habían abandonado ya por agotamiento.
Esas graves alteraciones del orden, como lo había
sido ya la fracasada rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron
mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario,
demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos
sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden
tradicional, pero no causaron el final de la República ni mucho menos el inicio
de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas armadas y de seguridad de
la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos
insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque fuera con un coste alto de
sangre. En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda,
tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también
en otros países, y las organizaciones sindicales estaban más lejos de poder
promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, libres
y sin falseamiento gubernamental, en las que la CEDA, como los demás partidos,
puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un Gobierno,
presidido de nuevo por Manuel Azaña, que emprendía otra vez el camino de las
reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más
deteriorada que la de 1931. El sistema político, por supuesto, no estaba
consolidado y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la
excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del
autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.
Golpe de
muerte Nada de eso, sin embargo, conducía
necesariamente al final de la República ni a una guerra civil. Ésta empezó
porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del
Gobierno republicanos para mantener el orden. El golpe de muerte a la República
se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa,
los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en
julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el
triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente
con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para
mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia abierta, sin
precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese
momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la Guerra
Civil. Atrás quedaban cinco años de cambio, conflicto, esperanzas rotas y
proyectos frustrados. Nada sería ya igual después del golpe de Estado de julio
de 1936.
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