Los nombres y las biografías de Clara Campoamor, Victoria
Kent y Margarita Nelken son, sin duda, los que la memoria histórica de la
España contemporánea asocia a la presencia femenina en el Parlamento de la
Segunda República española y, por consiguiente, a la del reconocimiento de la
ciudadanía política de las mujeres. Gracias a un decreto de mayo de 1931 en el
que se les reconocía a las mujeres el estatus de "elegibles", las
tres validaron su condición de diputadas en las elecciones a constituyentes de
julio de 1931 resultando elegidas: Clara Campoamor por el Partido Radical de
Alejandro Lerroux, Victoria Kent por el Partido Radical Socialista y,
finalmente, por el Partido Socialista Obrero Español, Margarita Nelken. Y, por
más que esta última no pudiera acceder a su escaño hasta que se solventaron los
problemas administrativos surgidos por no tener la ciudadanía española
(Margarita Nelken era hija de alemán y francesa), una de las principales
transformaciones políticas que vivía la sociedad española era la de la
presencia de mujeres entre los parlamentarios reunidos en el palacio de la Carrera
de San Jerónimo.
Margarita Nelken
El largo
camino de las sufragistas españolas No se vieron satisfechas así las
aspiraciones de amplios sectores del electorado femenino ni las de las
organizaciones y plataformas sufragistas, que compartían el activismo reivindicativo
a favor del voto de las mujeres. A pesar del retraso con el que las sufragistas
se organizaron en España en relación a otros países occidentales desarrollados,
es innegable que determinados sectores de las mujeres españolas manifestaron enraizadas
preocupaciones acerca de la ciudadanía política femenina mucho antes de la
Primera Guerra Mundial y de que en 1918 se creara en Madrid la Asociación
Nacional de Mujeres Españolas —la ANME— considerada como su buque insignia
aunque no fuera su única plataforma reivindicativa. Antes, sectores de mujeres
activistas habían manifestado ya sus preocupaciones y reivindicaciones
políticas: en Cataluña lo habían hecho las llamadas solidarias —principalmente
catalanistas de la Uiga— y las anti-solidarias —damas rojas republicanas,
radicales y librepensadoras y masonas— coincidiendo con las elecciones de la
Solidarität Catalana de 1907 y en Madrid, por ejemplo, socialistas madrileñas
elevaron sus voces en la misma dirección con ocasión de la conjunción republicano-socialista
de 1910, tras la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Y, de hecho, la amplitud
de este activismo fue tal que contagió a organizaciones y plataformas del
catolicismo social con el efecto lateral de que el Estatuto Municipal del
general Primo de Rivera incluyera la posibilidad de que fueran elegidas
regidoras municipales aquellas mujeres que tuvieran la condición de cabeza de
familia y de que, al constituirse en 1927 la Asamblea Nacional —un remedo de
parlamento que no fue ni democrático ni deliberativo— nombrara asambleístas a
varias representantes del catolicismo social, como María de Maeztu, María de
Echarri o Carmen Cuesta. Así, las asambleístas primorriveristas se
transformaron en las primeras mujeres que accedían a la más alta institución política
del Estado —las socialistas que recibieron la propuesta del dictador la
rechazaron— y, de esta forma, también se transformó el reconocimiento de la
ciudadanía democrática femenina en una aspiración activamente identificada con
la transformación política del Estado. A la Segunda República española le
correspondería, pues, recuperar la constitucionalidad y darle a la democracia
política un verdadero contenido de género.
Clara Campoamor
En el verano de 1931 las constituyentes
tenían ante sí la tarea de elaborar una nueva constitución e incluir a las
mujeres en el electorado español. La discusión del sufragio femenino fue, sin
embargo, un tema difícil, pues por doquier se levantaba el fantasma de la
hipotética influencia que la Iglesia podría tener en el voto de las mujeres,
inclinando las urnas hacia la derecha e, incluso, hacia posiciones políticas no
democráticas. En el Parlamento sólo Clara Campoamor habló decidida y entusiasta
a favor del voto. Con voz vibrante y retórica decidida manifestó una y otra vez
que si las mujeres formaban parte del conjunto social justo era que la política
también las reconociera como ciudadanas de pleno derecho, como elegibles y
electoras a un tiempo. Como diputada desarrolló una intensa actividad, pero fue
su activa defensa del sufragio femenino en los debates iniciados en septiembre
de 1931 la que proporcionó mayor visibilidad a esta mujer que se había hecho a
sí misma. Cursó bachillerato siendo ya mayor, presentándose con esfuerzo
denodado a varias oposiciones y estudiando a continuación Derecho, carrera en
la que se licenció en 1924, a los 36 años de edad. Sus argumentos insistían en
que la República no sería democrática si les negaba el voto a las mujeres y
convencieron a parlamentarios cuyas posiciones no eran en principio abiertamente
favorables. Sin ir más lejos, Manuel Azaña lo dejó escrito en sus diarios:
"Yo creo que tiene razón la Campoamor y que es una atrocidad negar el voto
a las mujeres por la sospecha de que no votarían en favor de la
República".
Victoria Kent
La
conquista del derecho al voto El derecho al voto fue finalmente aprobado en
octubre de 1931 con 161 votos a favor y 121 en contra, siendo derrotada dos
meses más tarde, en diciembre de 1931, una enmienda que proponía excluir a las
mujeres del voto en las generales, pero no en las municipales. El entusiasmo se
dejó sentir en la calle y, según constaba en el artículo 36 del Título III de
la Constitución republicana, las españolas mayores de 23 años tenían abierto el
camino a las urnas y con él el reconocimiento de una ciudadanía igualitaria:
"Los ciudadanos de uno y otro sexo tendrán los mismos derechos electorales
según determinen las leyes". Sin embargo, todavía tardarían en votar
porque el reconocimiento político del voto no implicaba el inmediato acceso de
las mujeres a las urnas. En cualquier elección, los mecanismos jurídicos
exigían, y exigen todavía hoy, la previa elaboración del censo electoral. Y
éste fue el condicionante legal que mantuvo alejadas de las urnas a las mujeres
catalanas en el referéndum del Estatut de abril de 1932 habiendo ocurrido lo
mismo en noviembre del mismo año 1932 en las elecciones al Parlamento catalán.
Una vez confeccionados los respectivos censos, las mujeres de toda España
pudieron finalmente votar en las generales de noviembre de 1933.
En España habían votado por primera vez más
de seis millones de electoras y hasta períodos muy recientes la historia ha
continuado preguntándose si esta participación había favorecido a las derechas,
como siempre han querido aventurar determinadas corrientes historiográficas o
si, por el contrario, habían sido éstos unos resultados independientes de la
concurrencia del voto femenino a las urnas. Trabajos muy recientes continúan
abordando el tema y aportando frases que, repetidas una y otra vez, suenan a
cancioncilla propagandística: "El mundo se perdió por una mujer, gimoteaba
la izquierda, mientras subrayaba el error de no haberle concedido un sufragio
restringido". Sin embargo, el análisis de los niveles de la participación
por parte de hombres y mujeres indica que la orientación del voto de las
mujeres fue similar a la de los hombres y no hizo por tanto más que redoblar la
inclinación general. Se plantea así una hipótesis avanzada también hace años y
que en el fondo no hacía más que insistir en la independencia de criterio
electoral y político con que las mujeres habían manifestado una mayoría de edad
política por la que se habían movilizado ampliamente y lo habían hecho con las
mismas características con que podían haberlo hecho, antes y después, los
votantes masculinos.
Federica Montseny
Las
nueve pioneras Como es lógico suponer, los años
republicanos constituyen una etapa en la que la presencia de las mujeres en
espacios de la vida pública española resultó estimulada por el mismo activismo
político, social y cultural con que habían conseguido el reconocimiento del
voto. En concreto, a los escaños del Parlamento se incorporaron nueve diputadas
entre 1931 y 1936. Clara Campoamor Rodríguez, Victoria Kent Siano y Margarita
Nelken Mansberger fueron elegidas como ya hemos visto en las elecciones a
constituyentes. Margarita Nelken lo fue de nuevo en noviembre de 1933 y en
febrero de 1936 siendo la única mujer que consiguió las tres actas del período
republicano, siempre como candidata socialista por el distrito de Badajoz. En
noviembre de 1933 consiguieron, además, el acta de diputadas Francisca Bohigas
Gavilanes, de la Minoría Popular Agraria y de la CEDA y las socialistas Veneranda
García-Blanco Manzano, María Lejárraga García y Matilde de la Torre
Gutiérrez. En febrero de 1936 ganaron sus escaños las socialistas Julia Álvarez
Resano y la ya mencionada Matilde de la Torre Gutiérrez, la comunista Dolores
Ibárruri Gómez y las también mencionadas ya Victoria Kent Siano o Margarita
Nelken.
Clara Campoamor, Victoria Kent y Julia
Álvarez Resano eran abogadas; Margarita Nelken era pintora, crítica de arte y
periodista; Francisca Bohigas Gavilanes, Matilde de la Torre y Veneranda
García-Blanco maestras; María Lejárraga, aunque maestra de profesión, fue una
escritora prolífica que destacó en diversos géneros; y, por último, la
comunista Dolores Ibarrúri estudió el curso preparatorio de Magisterio y, tras
abandonarlo, se ganó la vida como trabajadora manual en oficios tan típicamente
femeninos como los de costurera o criada. El conjunto constituía un puñado de
mujeres profesionales cuya memoria se ha perdido hoy en buena parte de los
casos. Su dedicación a las actividades públicas les dio visibilidad y si hoy es
posible recorrer su biografía es porque todas ellas dieron a la imprenta
relatos biográficos o libros autobiográficos y memorias políticas que, según
los casos, vieron la luz en el exilio, independientemente de que sus autoras se
hubieran exilado al acabar la Guerra Civil o al iniciarse ésta. Clara
Campoamor, por ejemplo, marchó al exilio en septiembre de 1936 y escribió a
vuela pluma casi unos meses después La
révolution spagnole vue par une républicaine, sus memorias políticas en
París durante el año 1937. Sin embargo, fue en Madrid y en el mismo verano de
1936 cuando Margarita Nelken escribió Porqué
hicimos la revolución, un texto encaminado a justificar la radicalización
del sector socialista colindante con la III Internacional que la votaba y
también su propia evolución política que desde octubre de 1934 la había ido
convirtiendo en firme candidata a la militancía en el Partido Comunista de
España, un proceso que culminaría en los últimos meses del mismo año 1936.
Pero, por lo general, las memorias de las diputadas republicanas vieron la luz
en el exilio posterior a 1939, cuando en relación a la política española ya
sólo "les quedaba la palabra", una situación descrita aquí con las
poéticas palabras de Blas de Otero.
Silenciadas
y desconocidas "Les quedaba la palabra" y a ésta
acabaría por llevársela el viento con la obstinación de los elementos que
acostumbran a arrasar con los vestigios humanos. ¿Quién recuerda hoy a María
Lejárraga, la diputada ríojana que consiguió el acta parlamentaria por la
provincia de Granada en 1933, si no fuera por la peculiar relación de
"negro" literario que mantuvo con Gregorio Martínez Sierra, su esposo
y firmante de al menos una parte de sus obras? ¿Quién sabe fuerra de su
Cantabria natal quién fue la socialista Matilde de la Torre? Sorprendentemente,
antes incluso de que la Transición democrática española acometiera la
reconstrucción de la memoria democrática de estas mujeres guardaba la población
española los nombres y las figuras de Dolores Ibárruri y de Federica Montseny,
comunista una y anarquista la otra, diputada frentepopulista como hemos visto una y la otra ministra de Sanidad
y Asistencia Social del segundo gobierno que Largo Caballero formó durante la
Guerra Civil y, por tanto, la primera mujer que en España accedía a tal
responsabilidad política. Paradójicamente, el nombre de ambas era repetido con
verdaderas "lindezas" retóricas desde los medios de comunicación
franquista según la misma voluntad represora con que se trataba de silenciar
los nombres y el papel de las diputadas "rojas" o de las mujeres
políticas. La lógica de esta simplificación mantuvo sus nombres y borró otros,
incluso en casos en que, como en el de Francisca Bohigas Gavilanes, pudieran
haber pertenecido a partidos de derechas y haber puesto su pluma tras finalizar
la Guerra al servicio de los "vencedores". Justo es, pues, rendirles
a todas estas mujeres el homenaje de recuperar su memoria con el deseo de que
los lectores hagan lo propio con al menos una parte de su obra y, especialmente,
con sus memorias, caso de que las hubieran escrito.
Susanna Tavera es doctora en Historia Contemporánea
y profesora de la Universidad de Barcelona. Es autora, entre otras obras, de Federica Montseny la indomable. 1905-1994.
Temas de Hoy, 2005.
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