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lunes, 9 de enero de 2012

La soledad constitucional de socilalismo cubano

La Revolución Cubana, que llegó al poder en 1959 e inició la construcción del primer y único sistema marxista-leninista que registra la historia latinoamericana, tuvo un formidable impacto ideológico y simbólico en la vida política regional, en las relaciones de América Latina y Estados Unidos y en la propia evolución de la izquierda occidental entre los años 60 y 80 de la pasada centuria. Desde el punto de vista de la historia contemporánea de América Latina, la poderosa influencia de la Revolución Cubana en la región sólo sería equiparable a la que ejerció la Revolución Mexicana en la primera mitad del siglo XX.

Ernesto Che Guevara
Buena parte de los movimientos guerrilleros de los años 60 y 70 y del desplazamiento hacia el marxismo-leninísmo de la izquierda nacionalista latinoamericana tuvo que ver con la impronta revolucionaria cubana y, específicamente, con la obra política, militar e intelectual de Ernesto Che Guevara. La alianza de La Habana con la Unión Soviética y el campo socialista, desde 1961 trasladó el eje de tensión de la Guerra Fría hacia el Caribe y, con el mismo, América Latina adquirió una nueva dimensión para la política exterior de Washington. Cuba se convirtió en un aliado político y militar o, cuando menos, en un referente ideológico clave de las izquierdas latinoamericanas, por lo que la isla acabó involucrada en buena parte de los conflictos domésticos e internacionales que marcaron la región en aquellas décadas.

Un elemento curioso del caso cubano, y que diferencia su impacto regional del que llegó a tener la Revolución Mexicana en la primera mitad del siglo XX, es que esa referencialidad ideológica no se dio acompañada de una considerable influencia constitucional ¿Por qué una Revolución que logró tanta ascendencia en la cultura política latinoamericana de los años 60 y 70, por lo menos, dejó un legado constitucional tan escaso en las izquierdas de la región? En este artículo  intentaremos ofrecer algunas hipótesis que, si bien no explican totalmente esa ausencia de legado constitucional, podrían contribuir al estudio de la paradójica influencia de la Revolución Cubana en Latinoamérica.

Seguidores divergentes La Revolución Cubana, como es sabido, experimentó un tránsito prolongado hacia el nuevo orden constitucional del socialismo. Entre 1959 y 1976, la isla estuvo regida por una Ley Fundamental de la República, decretada en febrero de 1959 por el gobierno revolucionario y no refrendada por poder legislativo alguno. Dicha Ley Fundamental implicó, entre 1959 y 1960, un restablecimiento de las garantías fundamentales establecidas por la Constitución de 1940, que había sido desconocida por la dictadura de Fulgencio Batista (1952-58), pero, también, el punto de partida jurídico para una reorganización del Estado cubano que desde 1961 introdujo importantes restricciones a los derechos civiles y políticos.

La Constitución de 1940 había sido negociada y redactada por un eminente y heterogéneo grupo de políticos e intelectuales que, en su mayoría, participó en la Revolución de 1933 contra la dictadura de Gerardo Machado (1928-33). Inspirados, en buena medida, por la Revolución Mexicana y por su Constitución de 1917, aquellos legisladores dotaron a la ciudadanía de la isla de un amplio registro de derechos sociales, familiares, culturales y laborales, además de proscribir el latifundio, asegurar la educación pública gratuita universal y reconocer como garantías constitucionales los derechos civiles y políticos básicos: libertad de asociación y expresión, de culto y de palabra, de empresa y de oficio.

Interesados en evitar una nueva dictadura o en impedir la concentración personal del poder, los constituyentes del 40 hicieron algunos ajustes semiparlamentarios en la democracia presidencialista, adoptada en la isla desde la Constitución liberal de 1901. Además de introducir la no reelección presidencial consecutiva -los expresidentes debían esperar ocho años para volver a postularse-, la Constitución creó las figuras de Vicepresidente y Primer Ministro e implemento mecanismos de control y supervisión del Consejo de Ministros por parte de las dos cámaras del poder legislativo. En el título XIII, sección única, "De las relaciones entre el Congreso y el Gobierno", los constituyentes idearon la remoción total o parcial del gabinete por medio de "crisis de confianza", avaladas por el voto de una tercera parte de la Cámara o del Senado.

Fulgencio Batista
A partir de marzo de 1952, la dictadura de Batista anuló estos mecanismos semiparlamentarios por medio de una concentración de los poderes del Estado en el presidente de facto, el Consejo de Ministros y un Consejo Consultivo, nombrado por el gabinete, que, junto al Tribunal Supremo de justicia, tendrían la potestad de formar, sancionar, promulgar, cumplir y hacer cumplir las leyes de la República. Como si se tratase de un Senado ad hoc, al Consejo Consultivo se le otorgaba autoridad en materia de comercio exterior, relaciones internacionales y presupuestos fiscales y gasto público. De acuerdo con la Ley Constitucional para la República de Cuba o Estatutos Constitucionales del Viernes de Dolores, promulgados en abril de 1952 por Batista y los militares y políticos que respaldaron su golpe de Estado, el poder legislativo se subordinaba al ejecutivo.

La Ley Fundamental de febrero de 1959, aunque restablecía las libertades públicas de la Constitución del 40, no careció continuidades con los estatutos constitucionales de la dictadura. La más notable continuidad fue la transferencia de las atribuciones del poder legislativo al poder ejecutivo, específicamente al Consejo de Ministros. El principal documento constitucional de los revolucionarios cubanos contemplaba, además, el carácter "no delegable" de esas atribuciones, que hacían del Consejo de Ministros un "órgano legislativo", con facultades para legislar y ejecutar, por decreto, las principales medidas del gobierno revolucionario. De acuerdo con esta nueva subordinación del poder legislativo al ejecutivo, se puso en marcha el intenso programa de ampliación de derechos sociales que, entre 1959, incluyó las reformas agraria y urbana, la alfabetización, la movilización de las milicias nacionales y la confiscación de bienes malversados durante la dictadura, que singularizaron las primeras medidas del gobierno revolucionario.

Entre las catorce "facultades no delegables" del Consejo de Ministros, en tanto "órgano legislativo", estaba la de "determinar el régimen de las elecciones", función que fue abandonada desde 1959. A pesar de que la Ley Fundamental preservaba el articulado fundamental de derechos individuales y la normatividad del sufragio, otorgados por la Constitución del 40, el abandono de las prácticas electorales, unido a la concentración de la gestión legislativa en el Consejo de Ministros, hicieron del nuevo régimen una prolongación -ideológicamente contraria- del estado de excepción batistiano. De acuerdo con la Ley Fundamental, la iniciativa de las leyes competía, además de al Consejo de Ministros y al Presidente, al Tribunal Supremo, al Tribunal Electoral, al Tribunal de Cuentas y a más de 10.000 ciudadanos electores. Sin embargo, la mayoría de las mismas provino del primero y el segundo gobiernos revolucionarios.

La continuidad de la excepción jurídica, entre los Estatutos del Viernes de Dolores (1952) y la Ley Fundamental (1959) podría explorarse también a través de la concepción del estado de emergencia. En la Constitución del 40 el perfil semi-parlamentario establecía que la suspensión de garantías constitucionales "sólo podía dictarse mediante una ley especial acordada por el Congreso" y que en caso que la misma se originara en un decreto del poder ejecutivo debía ser ratificada o no por ambas cámaras. Los Estatutos del 52, aunque preservaban esta fórmula otorgaban al Consejo de Ministros poderes legislativos durante del estado de emergencia; de ahí que la dictadura, al disolver ambas cámaras, no tuviera que pasar por el trámite legislativo de confirmar la excepción. La Ley Fundamental de 1959 ya descartaba al poder legislativo como fuente de legitimidad del estado de emergencia:

La suspensión de garantías fundamentales sólo podrá dictarse, mediante una ley-especial, acordada por el Consejo de Ministros, o mediance Decreto del Poder Ejecutivo; pero en este último caso, en el mismo decreto de suspensión, se dispondrá dar cuenta al Consejo de Ministros, para que en un término no mayor de 48 horas ratifique o no la suspensión, en votación nominal y por mayoría de votos.

Che Guevara y Fidel Castro.
La factura ejecutivista del estado de excepción formaba parte de un abandono de los mecanismos representativos y electorales de la democracia, que se aceleró, en Cuba, entre 1960 y 1962. En septiembre de 1960, la Primera Declaración de La Habana, de fuerte contenido nacionalista, fue votada a mano alzada por una Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba, reunida en la Plaza de la Revolución. Esa misma Asamblea volvió a reunirse en febrero de 1962, para votar la Segunda Declaración de La Habana, ya más inscrita el horizonte doctrinal del marxismo-leninismo, aunque ya para entonces había sido declarado el carácter socialista de la Revolución, se había producido la ruptura de relaciones con Estados Unidos, la invasión de Bahía de Cochinos y la creación del partido único, primero llamado organizaciones Revolucionarias Integradas (ORT) y luego Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC).

El tránsito acelerado de una breve experiencia de democracia directa a una primera institucionalización de tipo comunista, en la isla se dio acompañado de la creación de un conjunto de organizaciones de masas -comités vecinales, asociaciones campesinas, juveniles y femeninas, sindicatos...-, que vertebró estatalmente la sociedad civil cubana. Dicha institucionalidad fue todavía precaria durante los años 60 y se vio constantemente emplazada por los giros de la cambiante política económica del gobierno revolucionario en aquella década. Aún así, desde 1965 el sistema político de la isla ya proyectaba a las izquierdas latinoamericanas una estructura institucional -partido comunista único, ideología marxista-leninista, economía de Estado, alianza con la URSS y el campo socialista—sumamente definida.

Como bien han señalado Alan Angelí y Jorge Castañeda, la Revolución Cubana tuvo una recepción mayoritariamente entusiasta en América Latina, aunque más como portadora de un método para llegar al poder que como modelo institucional. A diferencia de este último, que se veía demasiado encapsulado en el paradigma soviético, el socialismo insular dio un gran impulso a las izquierdas nacionalistas y populistas y a las corrientes comunistas más heterodoxas de la región por medio de la defensa de la lucha armada, de la oposición radical a la injerencia de Estados Unidos en América Latina, de la asunción de un proyecto anticolonial y antimperialista y de la actualización de programas sociales como los relacionados con la alfabetización, las campañas de vacunación y sanidad rurales o la reforma agraria.

La Revolución Cubana tuvo, sin duda, un efecto revitalizador sobre los partidos comunistas y sobre las organizaciones y movimientos nacionalistas y populistas latinoamericanos. Sin embargo, sus más fieles seguidores se ubicaron en una nueva generación que, al adoptar la metodología revolucionaria del "foco" guerrillero, se apartaron, a la vez, del comunismo y el populismo tradicionales de la región. A excepción de la "República de Marquetalia" colombiana, guerrilla anterior a la cubana, y de los comunistas venezolanos, Douglas Bravo y Pompeyo Márquez, que lograron el apoyo de su partido, la mayoría de los movimientos armados de la región —el de Jorge Ricardo Masetti en Salta, el de Yon Soza y Turcios Lima en Guatemala, el del Che Guevara en Bolivia, el del MIR peruano de Luis de la Puente y Guillermo Lobatón y el ELN peruano de Héctor Béjar, el ELN colombiano y Camilo Torres, el Frente Sandinista de Carlos Fonseca Amador en Nicaragua, el de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en Guerrero, México...-aunque provinieran de organizaciones populistas o comunistas, no contaron con pleno respaldo de estas últimas.

Manuel Piñeiro Losada
El gobierno revolucionario cubano, por medio del Departamento de América del Comité Central, dirigido por el comandante Manuel Piñeiro, asumió el adiestramiento militar y buena parte del respaldo logístico y financiero de aquellas guerrillas rurales en los 60, así como de las guerrillas urbanas de los tupamaros uruguayos, los montoneros argentinos y las nuevas organizaciones político-militares centroamericanas, sobre todo en Nicaragua y El Salvador, en los 70. Esa labor, que generó no pocas tensiones con la Unión Soviética y la estrategia de Moscú en América Latina, no impidió que la Habana mantuviera una interlocución permanente con los comunistas y populistas latinoamericanos, fueran estos partidarios o críticos de las guerrillas.

No obstante que esa interlocución es perfectamente documentable entre los años 60 y 70, resulta difícil localizar el influjo del modelo constitucional cubano en aquellas experiencias de la izquierda que se acercaron al poder o lo alcanzaron. Cuando, entre 1961 y 1964, el presidente Joao Goulart emprendió un proyecto de izquierda en Brasil, aliado a Luis Carlos Prestes y el Partido Comunista, introdujo elementos de agrarismo, alfabetización, buenas relaciones con la Unión Soviética y Cuba y límites a la injerencia de Estados Unidos en la economía brasileña. Aún así, el sistema político brasileño sólo se desplazó del parlamentarismo al presidencialismo, manteniendo la tradición populista del varguismo dentro de los límites de la Constitución democrática y liberal de 1946.15

Chile

Fidel Castro y Salvado Allende
Lo mismo podría decirse del segundo gran experimento de gobierno de la izquierda latinoamericana en aquellas décadas, el de Unidad Popular y Salvador Allende en Chile (1970-73), derrocado, como el de Goulart, por un golpe militar de derecha. Allende ganó la presidencia de Chile como "marxista-leninista", que defendía la "vía chilena al socialismo", y emprendió desde el poder un programa radical, que aspiraba a la nacionalización de la minería, de los monopolios industriales, del comercio exterior, la banca, los seguros y otras empresas de energía y transportes, además de profundizar la reforma agraria emprendida por el gobierno demócrata-cristiano de Eduardo Frei, unificar el poder legislativo en una Asamblea Popular y reorientar las relaciones exteriores de Chile a favor del campo socialista.


Radomiro Tomic

Lo curioso y, a la vez, característico, de la alta conflictividad del proceso chileno es que ese programa era defendido por un socialista que había llegado al poder por la vía electoral y pacífica, que formaba parte de una coalición donde intervenían izquierdas no comunistas, y que no tenía previsto la derogación de la Constitución liberal y democrática chilena, de 1925, en el marco de la cual planteaba su proyecto de gobierno. Desde un punto de vista institucional, las reformas planteadas por Allende estaban dirigidas a poner fin al poder legislativo bicameral y a incorporar elementos más claramente parlamentarios en el sistema político. De hecho, Allende, que sólo ganó con el 36.3% de los votos, firmó un pacto con su rival Radomiro Tomic, de la Democracia Cristiana, en el que se comprometía respetar los Estatutos de Garantías Constitucionales (1970) de la democracia chilena que, entre otras cosas, establecían:

Garantía de existencia de partidos políticos, resguardo de la libertad de prensa, derecho de reunión, libertad de enseñanza, inviolabilidad de la correspondencia, libertad de trabajo, libertad de movimiento, derecho a la participación social en grupos de la comunidad y profesionalización de las fuerzas armadas y los carabineros.

En su primer discurso ante el Congreso, en mayo de 1971, Allende dijo: "Chile es hoy la primera nación de la tierra que da cuerpo al segundo modelo de transición a la sociedad socialista". Y agregaba: "una transición democrática, libertaria y pluralista", inspirada en el "humanismo marxista". Aunque Allende y Unidad Popular intentaron siempre enfatizar la inscripción del socialismo chileno en la izquierda comunista internacional, lo cierto es que el presidente, en más de una ocasión, se refirió a las diferencias de método entre esa "transición" y la Revolución Cubana y las guerrillas guevaristas. Allende acostumbraba a recordar que el Che Guevara le regaló un ejemplar de La guerra de guerrillas, con la siguiente dedicatoria: "a Salvador, que por otros medios trata de obtener lo mismo". En su conversación con Debray, el presidente chileno hablaba de "diferencias tácticas" con Fidel y el Che, mientras que el marxista francés presentaba las mismas como "posiciones políticamente distintas".

Augusto Pinochet
El debate que introdujo la transición chilena en la izquierda latinoamericana fue profundo y los esfuerzos que hicieron los comunistas chilenos y cubanos por sobrellevar aquellas diferencias fueron sofisticados. Tomás Moulian ha descrito aquel dilema como la dificultad de conciliar los imaginarios de la "revolución" y la "transición", del socialismo y la democracia. El brutal golpe de Estado de Augusto Pinochet contra el gobierno legítimo de Salvador Allende y Unidad Popular, respaldado por Estados Unidos en septiembre de 1973, reforzó las opciones violentas de la izquierda regional, como pudo confirmarse en las guerrillas urbanas de tupamaros en Uruguay y montoneros en Argentina y, sobre todo, en las organizaciones político-militares en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, que trasladaron el eje de la tensión de la Guerra Fría hacia Centroamérica. La indudable rearticulación de la izquierda revolucionaria en América Latina, bajo las dictaduras militares del Cono Sur, los Andes y Centroamérica y el importante rol de La Habana en la misma no implicó, sin embargo, una mayor reproducción del modelo institucional del socialismo cubano en la región. La Constitución socialista cubana, adoptada finalmente en 1976, tuvo un impacto reducido en los proyectos constitucionales y políticos de aquella izquierda revolucionaria, incluida la nicaragüense, que llegaría al poder, pero que, desde el mismo, implementaría una concepción del Estado notablemente distinta. Este desencuentro entre una aproximación diplomática, incluso, un respaldo simbólico a la Revolución Cubana y una institucionalización política diferente a la que se impulsaba desde la isla podría ejemplificarse con la última etapa del sexenio de Luis Echeverría y la primera del de José López Portillo, en México, cuando el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, promovió una importante reforma constitucional democratizados.

Velasco Alvarado
Otros giros hacia la izquierda que se produjeron en América Latina, a mediados de los 70, como el del general Juan Francisco Velasco Alvarado (1968-1975), en Perú, quien nacionalizó el petróleo y la industria alimenticia, impulsó la reforma agraria, adoptó medidas en favor de la población indígena como la oficialización del quechua y se aproximó a la Unión Soviética, a Cuba y al Movimiento de los No Alineados, tampoco abandonaron la matriz constitucional del liberalismo autoritario.25 Bajo el régimen de Velasco Alvarado rigió en Perú la Constitución de 1933, promulgada por Luis Miguel Sánchez Cerro, el militar que dio el golpe de Estado al presidente Augusto Leguía y que sería ejecutado por el APRA. Casos como los de los gobiernos de Velasco Alvarado o de Luis Echeverría y José López Portillo en México serían ilustrativos de la falta de correspondencia entre las simpatías ideológicas y el impacto constitucional que tuvo la Revolución Cubana en América Latina.

La Constitución de 1976

Cuando la Revolución Cubana culminaba su largo proceso de institucionalización, en 1976 —diecisiete años después de su triunfo—la izquierda latinoamericana se internaba en una revisión crítica de sus métodos de lucha y de sus presupuestos ideológicos. Ese año se promulgó una Constitución socialista que formalizaba, finalmente, el Estado cubano bajo la estructura jurídica de los países pertenecientes al bloque comunista de la Guerra Fría. De manera que en el momento en que el socialismo cubano se hacía más soviético, las izquierdas regionales comenzaban su distanciamiento constitucional de Moscú, ya fuera desde otras formulaciones de la tradición comunista o desde aproximaciones a la socialdemocracia y el socialismo democrático.

Colocados bajo la bendición doctrinal de Marx, Engels, Lenin y José Martí, los revolucionarios cubanos establecieron, en el artículo 5° de la Constitución, que el Partido Comunista era la "vanguardia organizada marxista-leninista de la clase obrera y la fuerza dirigente de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista". Luego la Constitución exponía un conjunto de "organizaciones de masas" -Central de Trabajadores de Cuba, Comités de Defensa de la Revolución, Federación de Mujeres Cubanas, Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, Federación Estudiantil Universitaria...—que "representaban", ante el Estado, los "intereses específicos de los distintos sectores de la población", involucrados en la construcción del socialismo.

Los artículos 14°, 15° y 16" de aquella Constitución de 1976 fijaron la "propiedad estatal socialista" como estructura básica del orden económico insular. La tenencia de tierras por parte de los pequeños agricultores y la de las cooperativas, que eran las únicas propiamente paraestatales, quedaban incluidas dentro del control gubernamental por medio de la regulación de precios y la planificación nacional de la economía, ejecutada por el Consejo de Estados y de Ministros. A esta subordinación de la sociedad y la economía al Estado correspondía una organización del sistema político en el que un poder legislativo con muy escasas funciones, la Asamblea Nacional del Poder Popular, más que como órgano parlamentario o deliberativo, era concebido como caja de resonancia del aparato ejecutivo del Estado.

Entre sus artículos 34° y 65°, la Constitución socialista cubana expandió aún más el de por sí amplio registro de derechos sociales que había concedido la Constitución del 40. Además de los derechos fundamentales de los trabajadores y sus familias a la educación, la salud y la cultura, el orden jurídico cubano normó las múltiples garantías que ofrecía el Estado por medio de la concentración y distribución de la renta nacional. La capacidad de garantizar esos derechos sociales era directamente proporcional al control por parte del Estado de los recursos naturales y humanos del país. La idea de establecer, junto a los derechos sociales, un inventario de deberes ya no remitía a la tradición republicana sino a la comunista, en la que el trabajo y la defensa son entendidos como obligaciones del ciudadano en la sociedad socialista.

A pesar de que los conceptos de "justicia" e "igualdad" eran centrales en aquella Constitución, la dilatación de los derechos sociales fue compensada por una notable contracción de los derechos civiles y políticos, sin precedentes en la tradición liberal, republicana o populista de las constituciones latinoamericanas. En sintonía con un Estado que ejerce control directo de la actividad económica y de la sociedad civil, las libertades públicas vinculadas a los derechos de asociación y expresión se vieron fuertemente restringidas por el principio de que los mismos, además de subordinarse a los "intereses de la sociedad socialista", sólo podían manifestarse dentro de las "organizaciones de masas" o los medios de comunicación del Estado. La forzosa intermediación de las instituciones del Estado, en el contacto entre esas libertades y la ciudadanía, hacía virtualmente imposible el ejercicio soberano de los derechos políticos. El artículo 52°, por ejemplo, decía textualmente:

Se reconoce a los ciudadanos la libertad de palabra y prensa conforme a los fines de la sociedad socialista. Las condiciones materiales para su ejercicio están dadas por el hecho de que la prensa, la radio, la televisión, el cine y otros medios de difusión masiva son de propiedad estatal o social y no pueden ser objeto, en ningún caso, de propiedad privada, lo que asegura su uso al servicio exclusivo del pueblo trabajador y el interés de la sociedad.

El 53°, por su parte, establecía:

Los derechos de reunión, manifestación y asociación son ejercidos por los trabajadores manuales c intelectuales, los campesinos, las mujeres, los estudiantes y demás sectores del pueblo trabajador, para lo cual disponen de los medios necesarios a tales fines. Las organizaciones sociales y de masas disponen de todas las facilidades para el desenvolvimiento de dichas actividades en las que sus miembros gozan de la más amplia libertad de palabra y opinión, basadas en el derecho irrestricto a la iniciativa y a la crítica.

Parlamento cubano
Esta concepción restrictiva de las libertades públicas -que se evidenció, de manera tautológica, en el artículo 61°, que agregaba que esos derechos "no podían ser ejercidos contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo", y advertía: "la infracción de este principio es punible"- fue preservada en los mismos términos en la reforma constitucional de 1992, que adaptó el socialismo cubano a las condiciones del periodo postsoviético. La nueva Constitución de ese año avanzó considerablemente en aligerar retóricamente el aspecto doctrinario de la de 1976, en flexibilizar el concepto de propiedad estatal, por medio de la admisión de la propiedad mixta, y en conceder la "libertad de conciencia y de religión" por medio del artículo 55º. Sin embargo, la reducción del ejercicio de los derechos políticos al espacio de las instituciones estatales se mantuvo y, de hecho, se desarrolló aún más, en el sentido de su penalización por medio de la Ley de Reforma Constitucional de 2002, que decretó el carácter "irrevocable" del socialismo.

El desplazamiento del referente liberal y republicano por el marxista-leninista en las constituciones socialistas cubanas particularizó políticamente a la isla. Instituciones de la Constitución socialista cubana como las asociaciones vecinales de los Comités de Defensa de la Revoución (CDR) o como las organizaciones municipales y provinciales del Poder Popular, que llegaron a tener importancia en la distribución social de los recursos del Estado, fueron admiradas y, en ocasiones, imitadas por las izquierdas latinoamericanas. Sin embargo, más allá de algunas breves y heterodoxas versiones de las mismas en la Revolución Sandinista o en la Revolución Bolivariana, dichas estructuras no han conocido otra codificación jurídica y otro funcionamiento administrativo que el que experimentaron en la experiencia cubana.

La Revolución sandinista 

Fidel Castro y Daniel Ortega
Un caso donde explorar esta coexistencia entre Cuba, como paradigma ideológico y, a la vez, excepción constitucional, sería la Revolución Sandinista, que triunfó tres años después de aprobada la Constitución socialista cubana de 1976. Los líderes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (Daniel y Humberto Ortega, Tomás Borge, Sergio Ramírez, Moisés Hassan...), eran admiradores de la Revolución Cubana y habían recibido apoyo militar, financiero y político de La Habana desde los años 60. Esos líderes, en diálogo permanente con Fidel Castro y Manuel Piñeiro, introdujeron cambios importantes en la estrategia de lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza, sustituyendo la vieja concepción del "foco guerrillero" -defendida por el Che Guevara y Regis Debray- con estructuras político-militares con gran capacidad de interlocución con las clases medias y empresariales nicaragüenses, políticos liberales y socialdemócratas opuestos a la dictadura e instituciones de la sociedad civil como la iglesia católica. Uno de los elementos distintivos de la Revolución Sandinista fue la presencia, en el repertorio ideológico de la misma, del movimiento intelectual de la "Teología de la Liberación".

A pesar de la fuerte ascendencia de los revolucionarios cubanos sobre los sandinistas, estos últimos se apartaron claramente del modelo constitucional de la isla. Desde el Estatuto de Derechos y Garantías de 1979 los líderes nicaragüenses se inclinaron por un sistema político pluralista y de economía mixta, en la que el rol distributivo del Estado no eliminara todos los enclaves de mercado interno y externo. A cinco años de su triunfo, el sandinismo creó un Consejo Supremo Electoral, realizó elecciones presidenciales y legislativas, que ganó cómodamente, e instaló una Asamblea Constituyente que legislaría la Constitución de 1987. Como bien ha descrito Joan Vintró Castells, aquel texto constitucional resolvió con virtuosismo las tensiones entre las dos ramas de la izquierda regional -la de la tradición nacionalista y antimperialista del populismo latinoamericano y la del socialismo marxista-leninista soviético o cubano-, sin abandonar del todo la matriz liberal y republicana del constitucionalismo atlántico.

Además de incluir una dotación amplísima de derechos individuales básicos entre sus artículos 23° y 46°, la Constitución nicaragüense de 1987 definía explícitamente, en el artículo 7º, su sistema político como "pluralista", "democrático", representativo y participativo .


A una clara inscripción en la tradición liberal-democrática, por medio del reconocimiento de todos los derechos civiles y políticos propios de la misma, la Constitución nicaragüense sumaba el elemento nacionalista, alternando conceptos como "independencia", "soberanía" y "autodeterminación" y estableciendo que "toda injerencia extranjera atenta contra la vida del pueblo", formulación poco común el constitucionalismo latinoamericano. Así como el nacionalismo nicaragüense suscribía un aspecto fundamental del legado simbólico de la Revolución Cubana, el pluralismo político de la Constitución de 1987 daba la espalda al paradigma socialista insular.

Conclusión

Hugo Chavez, Rafael Correa y Evo Morales
Esta desconexión entre legado simbólico e influencia constitucional se ha acentuado aún más en experiencias de gobierno de la izquierda latinoamericana, en las dos últimas décadas, como las que podrían asociarse al proyecto bolivariano de Hugo Chávez en Venezuela o a las administraciones de Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador. Las constituciones venezolana de 1999, ecuatoriana de 2008 y boliviana de 2009 poseen concepciones de la propiedad, del rol del Estado dentro de la economía, de los derechos civiles y políticos y de la diversidad cultural diferentes a las de la Constitución socialista cubana. Desde un punto de vista constitucional los "socialismos del siglo XXI" se diferencian notablemente del sistema político insular, toda vez que aquellos no rompen con la tradición liberal democrática desde la plataforma doctrinal del marxismo-leninismo.

Puede concluirse, por tanto, que medio siglo después de la radicalización socialista del proyecto revolucionario cubano, la Constitución insular actúa en solitario, sin diálogos normativos e institucionales con la izquierda latinoamericana contemporánea. Los gobiernos de esta izquierda se oponen al embargo comercial de Estados Unidos contra la isla y defienden la integración de la misma a la comunidad regional, pero se apartan del modelo cubano. En términos del dilema planteado por el Che Guevara en los 60 -"¿Cuba, vanguardia o excepción?"-, cinco décadas después parece haber predominado la segunda alternativa. Hoy Cuba no es la vanguardia o el modelo a seguir de las izquierdas regionales sino una excepción constitucional en medio de una América Latina que experimenta la consolidación de la democracia.

sábado, 7 de enero de 2012

Veinte años sin la URSS

La desaparicion de la Unión Soviética es una de las tres cuestiones clave que explican nuestra realidad en el siglo XXI. Las otras dos son el fortalecimiento chino y el inicio de la decadencia norteamericana.


Gorbachov
La disolución de la URSS se precipitó en el clima de crisis y enfrentamientos que se apoderaron de la vida soviética en los últimos años del gobierno de Gorbachov, quien aunque encabezó un inaplazable proceso de renovación (en su inicio, reclamando el retorno al leninismo), impulsó una desastrosa gestión de gobierno y una torpe acción política que agravó la crisis y facilitó la acción de los opositores al sistema socialista. Las disputas entre Yeltsin y Gorbachov, el premeditado y precipitado desmantelamiento de las estructuras soviéticas y de la organización del Partido Comunista fueron acompañadas de reivindicaciones nacionalistas, que se iniciaron en Armenia y se extendieron como una mancha de aceite por otras repúblicas de la Unión, mientras la crisis económica se agravaba, los abastecimientos escaseaban y los lazos económicos entre las diferentes partes de la Unión empezaban a resentirse. Los problemas a los que se enfrentaba Gorbachov eran muchos, y su gestión los empeoró: la aspiración a una mayor libertad, frente al autoritarismo soviético, y un explosivo cóctel de malas cosechas, inflación desbocada, caída de la producción industrial, desabastecimiento de alimentos y medicinas, escasez de materias primas, una reforma monetaria impulsada por el incompetente Valentín Pávlov en enero de 1991, junto con las ambiciones personales de muchos dirigentes políticos, además de los desajustes de la economía socialista y del encaje de la nueva economía privada, aumentaron el malestar de la población.


En mayo de 1990, Yeltsin se había convertido en presidente del parlamento (Soviet supremo) de la Federación Rusa anunciando el propósito de declarar la soberanía de la república rusa, contribuyendo así al aumento de la tensión y de las presiones rupturistas que ya enarbolaban los dirigentes de las repúblicas bálticas. Poco después, en junio de 1990, el congreso de diputados ruso aprobó una "declaración de soberanía" que proclamaba la supremacía de las leyes rusas sobre las soviéticas. Era un torpedo en la línea de flotación del gran buque soviético. Sorprendentemente, la declaración fue aprobada por 907 diputados a favor y sólo 13 votaron en contra. El 16 de junio, el parlamento ruso, a propuesta de Yeltsin, anuló la función dirigente del Partido Comunista. Egor Ligachov, uno de los dirigentes contrarios a Yeltsin y a la deriva de Gorbachov, declaraba que el proceso que se estaba siguiendo era muy peligroso y llevaba al "desmoronamiento de la URSS". Eran palabras proféticas. Yeltsin, ya liquidada la Unión, convirtió en 1992 esa fecha en fiesta nacional rusa, mientras que, con justicia, los comunistas la consideran hoy un "día negro" para el país.

Las tensiones nacionalistas jugaron un importante papel en la destrucción de la URSS; a veces, con oscuras operaciones que la historiografía aún no ha abordado con rigor. Un ejemplo puede bastar: el 13 de enero de 1991 hubo una matanza ante la torre de la televisión en Vilna, la capital lituana. Trece civiles y un militar del KGB resultaron muertos, y la prensa internacional tildó lo ocurrido de "brutal represión soviética", como titularon muchos periódicos. El presidente norteamericano, George Bush, criticó la actuación de Moscú, y Francia y Alemania, así como la OTAN, pronunciaron duras palabras de condena: el mundo quedó horrorizado por la violencia extrema del gobierno soviético, enfrentado al gobierno nacionalista lituano que controlaba en ese momento el Sajudis, dirigido por Vytautas Landsbergis. Siete días después, el 20 de enero, una masiva manifestación en Moscú exigía la dimisión de Gorbachov, mientras Yeltsin le acusaba de incitar los odios nacionalistas, acusación a todas luces falsa. Una oleada de protestas contra Gorbachov y el PCUS, y en solidaridad con los gobiernos nacionalistas del Báltico, sacudió muchas ciudades de la Unión Soviética.


Audrius Butkevičius
Sin embargo, ahora sabemos que, por ejemplo, Audrius Butkevičius, miembro del Sajudis y responsable de seguridad en el gobierno nacionalista lituano, y después ministro de Defensa, se ha pavoneado ante la prensa de su papel en la preparación de esos acontecimientos, forzados con el objetivo de desprestigiar al Ejército soviético y al KGB: ha llegado a reconocer que sabía que se producirían víctimas ese día ante la torre de la televisión, y sabemos también ahora que los muertos fueron alcanzados por francotiradores apostados en los tejados de los edificios y que no recibieron disparos desde una trayectoria horizontal, como correspondería si hubieran sido atacados por las tropas soviéticas que estaban ante la entrada de la torre de televisión.  Butkevičius  reconoció años después de los hechos que miembros del DPT (Departamento de Protección del Territorio, el embrión del ejército creado por el gobierno nacionalista) apostados en la torre de la televisión, dispararon a la calle. No se trata de desarrollar una teoría conspiratoria de la caída de la URSS, pero las provocaciones y los planes desestabilizadores existieron. También las tensiones nacionalistas, por lo que esas provocaciones actuaron sobre un terreno abonado, excitando la pasión y los enfrentamientos.

En marzo de 1991 tuvo lugar el referéndum sobre la conservación de la URSS, en ese clima de pasiones nacionalistas. Los gobiernos de seis repúblicas se negaron a organizar la consulta (las tres bálticas, que ya habían declarado su independencia, aunque no era efectiva; y Armenia, Georgia y Moldavia), pese a lo cual el ochenta por ciento de los votantes soviéticos participaron, y los resultados dieron unos porcentajes del 76,4 de partidarios de la conservación y del 21,4 que votaron negativamente, cifras que incluyen las repúblicas donde el referéndum no se convocó. El aplastante resultado favorable al mantenimiento de la URSS fue ignorado por las fuerzas que trabajaban por la ruptura: por los nacionalistas y por los "reformadores", que ya controlaban buena parte de las estructuras de poder, como las instituciones rusas. Yeltsin, como presidente del parlamento ruso, desarrollaba un doble juego: no se oponía públicamente al mantenimiento de la Unión, pero conspiraba activamente con otras repúblicas para destruirla. De hecho, una de las razones, si no la más importante, de la convocatoria del referéndum de marzo de 1991 fue el intento del gobierno central de Gorbachov de limitar la voracidad de los círculos de poder de algunas repúblicas y, sobre todo, de frenar la alocada carrera de Yeltsin hacia el fortalecimiento de su propio poder, para lo que necesitaba la destrucción del poder central representado por Gorbachov y el gobierno soviético. Sin olvidar que, en el clima de confusión y descontento, la demagogia de Yeltsin consiguió muchos seguidores.

Así, antes del intento de golpe de Estado del verano de 1991, Yeltsin reconoció en julio la independencia de Lituania, en una clara provocación al gobierno soviético que Gorbachov fue incapaz de responder. Los dirigentes de las repúblicas querían consolidar su poder sin tener que dar cuentas al centro federal, y para eso necesitaban la ruptura de la Unión Soviética. Un sector de los partidarios del mantenimiento de la URSS facilitó con su torpeza el avance de las posiciones de la tácita coalición entre nacionalistas y "reformadores" liberales, que recibían, además, el apoyo de los partidarios del sector de economía privada que prosperó bajo Gorbachov, e incluso del mundo de la delincuencia, que olfateaba la posibilidad de conseguir magníficos negocios, por no hablar de los dirigentes del PCUS, corno Alexander Yakovlev, que trabajaban activamente para destruir el partido. La víspera del día fijado para la firma del nuevo tratado de la Unión, los golpistas irrumpieron con un denominado Comité estatal para la situación de emergencia en la URSS. El comité contaba con el vicepresidente Guennadi Yanáev, el primer ministro Pávlov; el ministro de Defensa, Yázov; el presidente del KGB, Kriuchkov, el ministro del Interior, Boris Pugo, y otros dirigentes, como Baklánov, y Tiziakov. El fracaso del golpe de agosto de 1991, impulsado por sectores del PCUS contrarios a la política de Gorbachov, sivió de detonante para la contrarrevolución y alentó a las fuerzas que propugnaban, sin formularlo todavía, la disolución de la URSS.

Borís Yeltsin
La improvisación de los golpistas, pese a contar con el responsable del KGB y del ministro de Defensa, llegó al extremo de anunciar el golpe ¡antes de poner en movimiento las tropas que supuestamente les apoyaban!; ni siquiera cerraron los aeropuertos ni tomaron los medios de comunicación, ni detuvieron a Yeltsin y otros dirigentes reformistas, y la prensa internacional pudo moverse a su antojo. Los senados secretos norteamericanos confirmaron la increíble improvisación del golpe, y la ausencia de importantes movimientos de tropas que pudiesen apoyarlo. De hecho, la desaforada torpeza de los golpistas se convirtió en la principal baza de los sectores anticomunistas que acabaron con la URSS: aunque pretendiesen lo contrario, su acción, como la de Gorbachov, facilitó el camino a los partidarios de la restauración capitalista.

Tras el fracaso del golpe, Yeltsin volvió a adelantarse: el 24 de agosto reconocía la independencia de Estonia y Letonia. Y no fue sólo Yeltsin quien inició los pasos para la prohibición del comunismo: también Gorbachov, incapaz de hacer frente a las presiones de la derecha. El 24 de agosto de 1991, Gorbachov anunciaba su dimisión como secretario general del PCUS, la disolución del comité central del partido, y la prohibición de la actividad de las células comunistas en el ejército, en el KGB, en el ministerio del interior, así como la confiscación de todas sus propiedades. El PCUS quedaba sin organización ni recursos. No había frenos para la revancha anticomunista. Yeltsin ya había prohibido todos los periódicos y publicaciones comunistas. La debilidad de Gorbachov era ya evidente, hasta el punto de que Yeltsin, presidente de la república rusa, era capaz de imponer ministros de su confianza al propio presidente soviético en los ministerios de Defensa e Interior, claves en la crítica situación del momento. Yeltsin ya había prohibido al PCUS en Rusia e incautado sus archivos (de hecho, esos archivos eran los centrales del partido comunista), y otras repúblicas lo imitaron (Moldavia, Estonia, Letonia y Lituania se apresuraron a prohibir el partido comunista y pedir a Estados Unidos apoyo para su independencia), mientras el "reformista" alcalde de Moscú incautaba y sellaba los edificios comunistas en la capital. Por su parte, Kravchuk anunciaba el 24 de agosto el abandono de sus cargos en el PCUS y en el Partido Comunista de Ucrania. Yeltsin, que contaba con un importante apoyo social, se abstenía cuidadosamente de revelar su propósito de restaurar el capitalismo.

Leonid Kravchuk
La desenfrenada carrera hacia el desastre siguió durante los meses finales de 1991. El referéndum celebrado en Ucrania el 1 de diciembre de 1991 contaba con el control del aparato de Kravchuk, el hasta hacía unos meses secretario comunista de la república, reconvertido en nacionalista, adalid de la independencia ucraniana. Tras el resultado, al día siguiente, Kravchuk anunció su negativa a firmar el Tratado de la Unión con el resto de repúblicas soviéticas. Kravchuk era el prototipo del perfecto oportunista, presto a adoptar cualquier ideología para conservar su papel: en agosto de 1991, con el intento de golpe contra Gorbachov, no dejó clara su posición, ni apoyó a Yeltsin ni a Gorbachov, pero tras el fracaso adoptó una posición nacionalista, abandonó el partido comunista, y se lanzó a reclamar la independencia de Ucrania. Era un profesional del poder, que intuyó los acontecimientos, y, si había sido elegido presidente del parlamento ucraniano en 1990 por los diputados comunistas, tras el fracaso del golpe abandonó las filas comunistas. Así, todo se precipitaba. Si unos meses antes, el 17 de marzo de 1991, la población ucraniana había respaldado mayoritariamente la conservación de la URSS (un 83 % votó a favor, y apenas un 16 % en contra) la masiva campaña del poder controlado por Kravchuk consiguió el milagro de que, ocho meses después, la población ucraniana respaldase la declaración de independencia del parlamento por un 90 %, con una participación del 84 %.

Stanislav Shushkévich
Yeltsin anunció, como pretexto, que si Ucrania no firmaba el nuevo tratado de la Unión, tampoco lo haría Rusia: era la voladura descontrolada de la URSS. Detrás, había un activo trabajo occidental: dos días después del referéndum ucraniano del día 1 de diciembre, Kravchuk hablaba con Bush sobre el reconocimiento norteamericano de la independencia: aunque Washington mantenía la cautela oficial para no enturbiar las relaciones con Moscú, su diplomacia y sus servicios secretos trabajaban esforzadamente apoyando a las fuerzas rupturistas. También Hungría y Polonia, convertidos ya en países satélites de Washington, reconocieron a Ucrania. Yeltsin hizo lo propio, lanzado ya a la destrucción de la URSS. De inmediato, se puso en marcha el plan para disolver la Unión Soviética, en una operación protagonizada por Yeltsin, Kravchuk y el bielorruso Shushkévich el 8 de diciembre de 1991, que se reunieron en la residencia de Viskulí, en la reserva natural de Belovézhskaya Puscha, de Bielorrusia, donde proclamaron la disolución de la URSS y se apresuraron a informar a George Bush para obtener su aprobación. Faltan muchos aspectos por investigar de esa operación, aunque los protagonistas que viven, como Shushkévich, insisten en que no estaba preparada de antemano la disolución de la URSS y que fue decidida sobre la marcha. El presidente bielorruso fue el encargado de informar del acuerdo a un Gorbachov impotente y superado por los acontecimientos, que sabía que iba a celebrarse la reunión de Viskulí, y le hizo partícipe, además, de que a George Bush le había gustado la decisión. La rápida sucesión de acontecimientos, con la firma en Alma-Ata, el 21 de diciembre, por parte de once repúblicas soviéticas del acta de creación de la CEI y la dimisión de Gorbachov cuatro días después, con la simbólica retirada de la bandera roja soviética del Kremlin, marcaron el final de la Unión Soviética.

Con todo el poder en sus manos, y con el partido comunista desarticulado y prohibido, Yeltsin y los dirigentes de las repúblicas se lanzaron al cobro del botín, a la privatización salvaje, al robo de la propiedad pública. No hubo freno. Después, para aplastar la resistencia por la deriva capitalista, llegaría el golpe de Estado de Yeltsin en 1993, inaugurando la vía militar al capitalismo, la sangrienta matanza en las calles de Moscú, el bombardeo del Parlamento (algo inaudito en la Europa posterior a 1945, que horrorizó al mundo pero que fue apoyado por los gobiernos de Washington, París, Berlín y Londres), y, finalmente, la manipulación y el robo de las elecciones de 1996 en Rusia, que fueron ganadas por el candidato del Partido Comunista, Guennadi Ziuganov.

La destrucción de la URSS convirtió a millones de personas en pobres, destruyó la industria soviética, desarticuló por completo la compleja red científica del país, arrasó la sanidad y la educación públicas, y llevó al estallido de guerras civiles en distintas repúblicas, muchas de las cuales cayeron en manos de sátrapas y dictadores. Es cierto que existía una evidente insatisfacción entre una parte importante de la población soviética, que hundía sus raíces en los años de la represión stalinista y que se agudizó por el obsesivo control de la población, y, aún más, por la desorganización progresiva y la falta de alimentos y suministros que caracterizó los últimos años bajo Gorbachov, pero la disolución empeoró todos los males. Esa parte de la población estaba predispuesta a creer incluso las mentiras que recorrían la URSS, recogidas a veces de los medios de comunicación occidentales.

En los análisis y en la historiografía que se ha ido construyendo en estos veinte años, ha sido un lugar común interrogarse sobre las razones de la falta de respuesta del pueblo soviético ante la disolución de la URSS. Veinte años después, la visión de conjunto es más clara: la agudización de la crisis paralizó buena parte de las energías del país, las disputas nacionalistas situaron el debate en las supuestas ventajas de la disolución de la Unión (¡todas las repúblicas, incluso la rusa, o, al menos sus dirigentes, proclamaban que el resto se aprovechaba de sus recursos, fuesen los que fuesen, agrícolas o mineros, industriales o de servicios, y que la separación supondría la superación de la crisis y el inicio de una nueva prosperidad!), y la ambición política de muchos dirigentes (nuevos o viejos) pasaba por la creación de nuevos centros de poder, nuevas repúblicas. Además, nadie podía organizar la resistencia porque los principales dirigentes del Estado encabezaban la operación de desmantelamiento, por activa, como Yeltsin, o por pasiva, como Gorbachov, y el partido comunista había sido prohibido y sus organizaciones desmanteladas. El PCUS se había confundido durante años con la estructura del Estado, y esa condición le daba fuerza, pero también debilidad: cuando fue prohibido, sus millones de militantes quedaron huérfanos, sin iniciativa, muchos de ellos expectantes e impotentes ante los rápidos cambios que se sucedían.

La herencia de Lenin fue destrudida por aquellos
que se hacían llamar sus herederos. 
En el pasado, esos dirigentes oportunistas (como Yeltsin, Aliev, Nazarbáyev, presidente de Kazajastán desde la desaparición de la URSS, cuya dictadura acaba de prohibir la actividad del nuevo Partido Comunista Kazajo) tenían que actuar en un marco de partido único en la URSS y bajo unas leyes y una constitución que les forzaban a desarrollar una política favorable a los intereses populares. El colapso de la Unión mostró su verdadero carácter, convirtiéndose en los protagonistas del saqueo de la propiedad pública, y configurando regímenes represivos, dictatoriales y populistas... que recibieron la inmediata comprensión de los países capitalistas occidentales. En una siniestra ironía, los dirigentes que protagonizaron el mayor robo de la historia eran presentados por la prensa rusa y occidental como "progresistas" y "renovadores", mientras que quienes pretendían salvar la URSS y mantener las conquistas sociales de la población eran presentados como "conservadores" e "inmovilistas". Esos progresistas se lanzarían después a una desenfrenada rapiña de la propiedad pública, robando a manos llenas, porque los "libertadores" y "progresistas" iban a pilotar la mayor estafa de la historia y una matanza de dimensiones aterradoras, no sólo por el bombardeo del Parlamento, sino porque esa operación de ingeniería social, la privatización salvaje, ha causado la muerte de millones de personas.

Un aspecto secundario para el asunto que nos ocupa, pero relevante por sus implicaciones para el futuro, es la cuestión de quién ganó con la desaparición de la URSS. Desde luego, no lo hizo la población soviética, que, veinte años después, sigue por debajo de los niveles de vida que había alcanzado con la URSS. Tres ejemplos bastarán: Rusia tenía ciento cincuenta millones de habitantes, y ahora apenas tiene ciento cuarenta y dos; Lituania, que contaba en 1991 con tres millones setecientos mil habitantes, apenas alcanza ahora los dos millones y medio. Ucrania, que alcanzaba los cincuenta millones, hoy apenas tiene cuarenta y cinco. Además de los millones de muertos, la esperanza de vida ha retrocedido en todas las repúblicas. La desaparición de la URSS fue una catástrofe para la población, que cayó en manos de delincuentes, de sátrapas, de ladrones, muchos de ellos reconvertidos ahora en "respetables empresarios y políticos". Estados Unidos se apresuró a cantar victoria, y todo parecía indicar que había sido así: su principal oponente ideológico y estratégico había dejado de existir. Pero, si Washington ganó entonces, su desastrosa gestión de un mundo unipolar dio inicio a su propia crisis: su decadencia, aunque relativa, es un hecho, y su repliegue militar en el mundo se acentuará, pese a los deseos de sus gobernantes.

Veinte años después, la Unión Soviética sigue presente en la memoria de los ciudadanos, tanto entre los veteranos como entre las nuevas generaciones. Olga Onóiko, una joven escritora de veintiséis años que ha ganado el prestigioso premio Debut, afirmaba (con una ingenuidad que también revela la conciencia de una gran pérdida) hace unos meses: "la Unión Soviética se aparece en mi mente como un país grande y hermoso, un país soleado y festivo, el país de ensueño de mi infancia, con un claro cielo azul y banderas rojas ondeando". Por su parte, Irina Antónova, una excepcional mujer de ochenta y nueve años, directora en ejercicio del célebre Museo Pushkin de Moscú, añadía: "La época de Stalin fue un momento duro para la cultura y para el país. Pero también he visto cómo mucho después se perdió un gran país de una manera involuntaria e innecesaria. [...] Aveces me digo que sólo quiero irme al otro mundo después de haber vuelto a ver el brote verde de algo nuevo, algo realmente nuevo. Un Picasso que transforme esta realidad desde el arte, desde la belleza y la emoción humana. Pero la cultura de masas ha devorado todo. Ha bajado nuestro nivel. Aunque pasará. Es sólo una mala época. Y sobreviviremos a ella". 

viernes, 18 de marzo de 2011

Engels, el capitalista


Según Tristram Hunt autor de una reciente biografía de Friedrich Engels inédita en español, ha llegado la hora de volver a examinar la vida del padre fundador del comunismo, ya que ya han pasado más de veinte años de la caída del muro de Berlín

Hace algunos  años, el diario británico The Guardian realizó una entrevista a Geoff Looynes, un imitador profesional de Karl Marx y, al preguntarle por su oficio, respondió: 

—Tienes que hacer los deberes. Me lo he empollado todo. Sé todo sobre su familia y ese colega suyo... ¿cómo se llamaba? ¿Engham?

—¿Puede que se esté refiriendo a Engels, quizás?

—Sí, eso. Hay que saberse todo eso.

No hace ni siquiera 50 años, tal metedura de pata hubiera resultado inconcebible. Por entonces un tercio de la humanidad se hallaba bajo régimen comunista, con lo que el nombre de Friedrich Engels (1820-1895) se encontraba en la boca de millones de personas. "Cualquier ciudadano chino conoce la cara de Engels y la de Marx" aseguraba un sociólogo de la China comunista. En Europa, Centroamérica y Asia meridional, las autoridades bautizaron plazas, paseos, regimientos militares y urbanizaciones en honor a Engels. En la región rusa del Volga, de población alemana, los soviéticos llegaron aún más lejos y cambiaron de nombre a una ciudad entera. En 1931, Pokrovsk pasó a llamarse Engels, en memoria de un hombre que "había hecho tantísimo por el proletariado internacional".

Durante la mayor parte del siglo XX, tanto la imagen como las ideas de Friedrich Engels resultaban inquietantemente familiares, ya que se hallaba sentado junto a Marx, Lenin y Stalin (o Mao) en el panteón comunista oficial. Y aún así, ni los imitadores de Marx recuerdan su nombre. En Rusia, la ciudad de Engels aún conserva su nombre y todavía sobreviven estatuas en su honor en Moscú y Berlín. Sin embargo, su legado político e intelectual se ha visto casi extinguido. En medio de la desintegración económica que estamos atravesando, esta amnesia histórica resulta aún más lamentable, ya que en momentos como estos es cuando su crítica al capitalismo debería resonar con más fuerza que nunca.

Pero, ¿quién era Friedrich Engels? Ciertamente uno de los pensadores decimonónicos más intuitivos y creativos, además de ser también un hombre afligido por una cautivadora contradicción personal. Según la hija de Karl Marx, Eleanor: "puede que no exista ningún niño que haya nacido en el seno de una familia de esas condiciones y que haya seguido una trayectoria en la vida más opuesta que Engels. Debió de ser el patito feo de la familia". Con una educación como la que había recibido, resultaba imposible predecir un futuro revolucionario: no hubo ningún hogar roto, ni ausencia paternal, ni infancia solitaria. En cambio, tuvo unos padres que lo querían, unos abuelos que le consentían, multitud de hermanos, una prosperidad asegurada y la sensación de pertenecer a una familia estructurada.

Nació en 1820 y fue educado en una respetable comunidad burguesa situada en la ribera del Wupper, en el distrito de Rhineland de la Prusia occidental (ahora territorio alemán). Su padre, como su padre antes que él, trabajaba en la empresa familiar Caspar Engels und Sohne, un exitoso negocio textil y de blanqueado. En su adolescencia, Engels se rebeló de forma espectacular contra el cerrado protestantismo y el capitalismo desenfrenado que imperaba en su localidad y publicó una serie de artículos periodísticos donde criticaba la contaminación industrial que producían las "humeantes fábricas y depósitos textiles". Denunció la situación apremiante que sufrían los trabajadores de las fábricas "en salas de techos bajos donde la gente respira más humo de carbón y polvo que oxígeno" y lamentó la creación de "gente completamente desmoralizada, sin domicilio fijo ni trabajo permanente, que con la primera luz del día salen arrastrándose de sus refugios, de sus pajares, de sus establos".

No obstante su condena de la economía de mercado no era la de un puritano. Engels no veía ningún problema con que la gente fuera rica y feliz. De hecho, él mismo sentía un extraño amor por la vida. Cuando trabajaba como aprendiz, bebía en abundancia ("Tenemos una gran reserva de cerveza en la oficina: bajo la mesa, detrás de la caldera y del armario, hay botellas de cerveza en todas partes"), adoraba a Beethoven, estudiaba esgrima y organizaba concursos de bigotes que después celebraba en verso: Los ignorantes evitan la molestia de la barba y se afeitan las caras limpias como una patena; nosotros no somos ignorantes, así que podemos dejarnos crecer libremente el bigote.

Parece que en 1840, mientras cumplía el servicio militar en Berlín, seguía bebiendo en grandes cantidades y siendo tan vanidoso como siempre. "Pronto me ascenderán a artillero", alardeaba ante su hermana Marie, "que es una especie de oficial subordinado, y podré llevar galones dorados en el uniforme".

Pero además de mostrar esta afabilidad, Engels también sufrió cambios significativos y los estallidos contra los industriales explotadores tan típicos de su juventud fueron sustituidos por una filosofía política mucho más coherente. En primer lugar, adoptó las ideas de la "Joven Alemania", un grupo radical de patriotas republicanos que se mostraban impacientes ante la Prusia del Antiguo Régimen y su reaccionaria monarquía. Más tarde le llegó el turno a la filosofía de Hegel y sus "Jóvenes Hegelianos", que criticaban el conservacionismo político y religioso de la época. Por último, Engels cayó bajo la influencia del "rabino comunista" Moses Hess. Fue este último quien le ayudó a darse cuenta de que para poder aliviar las condiciones laborales de los trabajadores de Wuppertal hacía falta algo más que un cambio político: se necesitaba "una revolución social basada en la propiedad colectiva". Hess afirma que Engels llegó a la primera asamblea siendo un revolucionario novato, tímido e ingenuo, pero que llegó a convertirse en un "comunista de un entusiasmo extremo".

Nada de esto complacía a sus adustos padres. En un esfuerzo por evitar que se radicalizara aún más, lo enviaron a Manchester para trabajar en Ermen & Engels, el negocio de hilo de algodón de su padre. Irónicamente, era justo lo que Engels quería. Sobre la denominada "Algodonópolis", Engels escribió que "los efectos que las formas de fabricación modernas causan sobre la clase obrera evolucionan aquí de forma libre y perfecta". El lugar donde el proletariado sufría mayor explotación y donde las diferencias de clase resultaban más acuciadas era precisamente entre los incansables telares y las contaminantes chimeneas de Manchester, por lo que la ciudad contaba con las mejores condiciones para que se produjera la revolución comunista. En vez de facilitarle una formación en los tediosos misterios del comercio, Marchester le proporcionó testimonios humanos esenciales que sirvieron para afianzar las teorías de Berlín.

La depravación de Manchester   De la mano de Mary Burns, una joven irlandesa que habitaba en la ciudad, Engels pudo explorar los terribles bajos fondos del Manchester Victoriano: "Las casas son viejas, sucias y de muy reducido tamaño, las calles irregulares, llenas de grietas y sin desagües o aceras; cantidades ingentes de desperdicios, restos de comida y suciedad vomitiva se amontonan llenando todo lo que abarca la vista". Estas experiencias le sirvieron como prueba del inminente conflicto de clases, como dejó plasmado en su brillante y polémico La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845). El libro cuenta sin tapujos la depravación de la burguesía de Manchester y los horrores de la industrialización: "mujeres imposibilitadas para dar a luz, niños deformes, hombres debilitados, extremidades rotas, generaciones enteras destruidas", y todavía hoy consigue dejar boquiabiertos a los lectores. Constituye una de las primeras críticas a la brutalidad del capitalismo y el propio Marx quedó fascinado por la obra. "Qué gran fuerza, qué agudeza, qué pasión, la que te movía por aquellos tiempos", escribió más tarde a Engels, refiriéndose a la situación.

Engels era un comunista tan sofisticado como Marx cuando ambos aunaron fuerzas mientras tomaban unas copas en el parisino Café de la Régence en 1844. Su crítica al capitalismo, su creencia en la inevitabilidad de la revolución y sus exigencias para que se aboliera la propiedad privada eran totalmente afines a las ideas de Marx. No obstante, en la reunión, Engels tomó la crucial decisión de mantenerse en la sombra y dejar que Marx asumiera el papel protagonista. Este sacrificio personal nunca llegó a crear ningún tipo de amargura entre ellos. "¿Cómo puede alguien sentir envidia de un genio?" preguntó Engels, "resulta algo tan especial que los que carecemos de él sabemos desde un principio que nunca lo podremos conseguir. Para sentir envidia de algo así se tiene que ser espantosamente estrecho de miras".

Desde el principio trabajaron como un equipo. Fue Engels quien escribió los dos primeros borradores de lo que llegaría a ser el Manifiesto Comunista. Fue él quien organizó la política de calle de la Liga de los Comunistas en París, Bruselas y Colonia. Y fue también Engels quien estuvo en las barricadas de las revoluciones de 1848 y 1849. "El silbido de las balas es una cuestión bastante trivial", informó a Jenny, la esposa de Marx.

No obstante, el mayor sacrificio que tuvo que realizar Engels llegó tras la desgracia del fracaso de 1848. Mientras los gobiernos conservadores extinguían los últimos vestigios de la revolución, Marx y Engels buscaron refugio en Gran Bretaña. No obstante, ninguno de los dos podía ganarse la vida como hombres de la revolución. La única solución que vio Engels fue volver a Ermen & Engels, mientras Marx se ponía a trabajar en su obra maestra, El capital. "Juntos formamos una sociedad ", explicaba Marx con delicadeza, "en la que yo empleo mi tiempo en la parte teórica y de partido del negocio", mientras que la labor de Engels consistía en suministrar apoyo financiero usándose a sí mismo como mercancía. En contra de su voluntad, el comunista revolucionario se vio convertido en un gran señor de la industria algodonera obligado a usar levita.
Los siguientes 20 años constituyeron una época de frustración en la que Engels, en contra de sus convicciones, tuvo que volver a ser un "vendedor ambulante". El único consuelo lo encontró en los brazos de Mary y, cuando esta falleciera en 1863, en los de Lizzy Burns, su hermana. Se integró en la adinerada clase media de Manchester y visitó galerías de arte, se hizo miembro de clubes respetables y entró a formar parte como socio de Ermen & Engels. También participó gustoso en las sangrientas cacerías que tenían lugar en el condado de Cheshire. "El sábado me uní a la caza del zorro y me pasé siete horas en la silla de montar", escribió a Marx tras una cacería especialmente excitante. "Este tipo de cosas siempre me deja en un estado de diabólica excitación durante días. Es el mejor placer físico que conozco. Al menos 20 de los hombres se cayeron del caballo o se bajaron voluntariamente de él. Hubo que sacrificar dos caballos y se mató un zorro (y yo estuve presente en el momento de la muerte)." »

Una gran crítica al capitalismo Sin embargo no abandonó por completo el comunismo. Mientras Marx trataba de resolver las cuestiones económicas del marxismo en El Capital, Engels empezó a desarrollar nuevas ideas sobre el colonialismo, la historia e incluso el feminismo. Pero también proporcionó a Marx la información esencial que necesitaba para analizar el funcionamiento del capitalismo. "He llegado a un punto en mi trabajo de economía para el que los escritos teóricos ofrecen gran ayuda, por lo que debo pedirte consejo práctico a ti", escribió Marx en 1858 antes de atosigar a Engels con innumerables preguntas. "¿Podrías hacerme una lista de todos los tipos de obreros que trabajan, por ejemplo, en tu telar, y en qué proporciones se hallan distribuidos?" Ermer & Engels no sólo proporcionaba sustento económico a Marx y a su familia, sino que su empresa también sirvió como demostración empírica para la que llegó a ser la mayor crítica al capitalismo.

En 1870, Engels pudo por fin abandonar el purgatorio que suponía la ciudad de Manchester. "¡Hurra! Hoy el "dulce comercio" llega a su fin y ya soy hombre libre", escribió en una carta a Marx. "Eleanor y yo celebramos mi primer día de libertad esta mañana dando un largo paseo por el campo." Regresó a Londres para estar cerca de Marx y el último cuarto de siglo fue testigo de su reincorporación al trabajo que mejor sabía realizar: profundizar en el marxismo, popularizarlo y explicar su significado. Ayudó a organizar la Asociación Internacional de Trabajadores (más conocida simplemente como La Internacional), así como a fundar partidos socialistas en Alemania, Austria, Italia, Francia y España.

Lo que es más, escribió una serie de obras (Anti-Dühring, Del socialismo utópico al socialismo científico y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica, entre otras) que consiguieron atraer a las nuevas generaciones hacia las ideas del marxismo. "A juzgar por la influencia que Anti-Dühring ejerció sobre mí", escribió el socialista alemán Karl Kautsky, "ningún otro libro ha contribuido tanto a que se comprendan las ideas del marxismo." En palabras del erudito soviético David Ryazanov, "Todo joven marxista que entrara en la vida pública a principios de los ochenta se formó con este libro". Como el mismo Marx se encontraba enfrascado en las interminables cuestiones económicas de los volúmenes II y III de El capital, fue Engels quien hubo de codificar su doctrina conjunta y resaltar su relevancia.

En cierto sentido, Engels llevó a cabo su tarea con demasiada perfección. A finales del siglo XIX, algunos acólitos de estrechas miras transformaron su explicación del marxismo en una rígida ortodoxia. "Todo el pensamiento de Marx no es tanto una doctrina, sino un método", escribió Engels en defensa de la amplia filosofía que había desarrollado con Marx. "No proporciona dogmas prefabricados, sino asistencia a la hora de llevar a cabo una investigación posterior y el método que en ella habrá de utilizarse." Por desgracia, este fue el tipo de dogma del que Lenin primero y después Stalin echarían mano para justificar la brutalidad de su programa político. Innumerables millones de personas morirían en nombre de esta nueva ortodoxia derivada conocida como marxismo-leninismo. La reputación de Engels y Marx fue tan solo una víctima más.

No obstante, hoy en día, una vez desaparecida esa "perversión dictatorial" que supuso el socialismo del siglo XX, resulta de nuevo posible evaluar la vida y obra de Engels. Más de 20 años después de la caída del muro de Berlín, (con tan sólo Corea del Norte y Cuba manteniéndose todavía firmes a sus ideales), al fin podemos levantar el oscuro velo que crearan el propio Marx y sus mal informados devotos Lenin y Stalin. Al hacerlo, queda al descubierto la rica, carismática y cautivadora personalidad de Engels y sus escritos adquieren una importancia extraordinaria.

En la actualidad, la obra de Engels no supone únicamente una crítica concienzuda al capitalismo global, sino que proporciona nuevas perspectivas acerca de la naturaleza de la modernidad y el progreso, de la religión y la ideología, del colonialismo y el "intervencionismo liberal", de la teoría urbana, e incluso del darwinismo y la ética de la reproducción. Engels fue mucho más que el "colega" de Marx. Fue uno de los más impresionantes e infravalorados filósofos, propagandistas y activistas de la historia de la política moderna. Puede que ya vaya siendo hora de que tenga su propio imitador.

Tristram Hunt es autor de The Frock-Coated Communist, Penguin. 2009, biografía que aún no ha sido traducida al español. Enzenzberger. Hans Magnus, Conversaciones con Marx y Engels, Anagrama, 2009. Che Guevara, Ernesto, Síntesis biográfica de Marx y Engels, Centro de Estudios Che Guevara - Ocean Sur, 2008. Labica, George, Engels y el Marxismo, Fundación de Investigaciones Marxistas, 1999.
Web
http7/www.narxists.org/espanol/m-e/index.htm Proporciona acceso a obras de Marx y Engels en español.
http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/ Biblioteca de Autores Socialistas de la Universidad Complutense de Madrid