Mostrando entradas con la etiqueta Antigua Roma. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Antigua Roma. Mostrar todas las entradas

viernes, 27 de enero de 2012

La moneda de los burdeles de Roma

La moneda de bronce del siglo I encontrada hace más de un año en las cercanías de río Támesis ha resultado ser, según creen los expertos, un medio de pago en los burdeles del Imperio romano, según informó este jueves el Museo de Londres.

La pieza tiene un tamaño similar al de una moneda de dos euros y en una de sus caras se puede ver a una pareja en posición amatoria, mientras en la otra aparece inscrito el número XIV. A pesar de su antigüedad, reproduce bastante nítidamente la imagen de una mujer recostada de cara a un sofá junto a una figura masculina, aparentemente durante un acto sexual.

Los expertos del Museo de Londres, donde se exhibe la moneda, creen que este tipo de objetos se intercambiaban por sexo y que la cifra que aparece en el reverso de la moneda es el precio del servicio prestado.

Un objeto arqueológico 'sexy'

Es la primera vez que se encuentra una pieza de estas características en Londres y al parecer también en el Reino Unido, según confirmó un portavoz del Museo de Londres.

La comisaria del museo, Caroline McDonald, aseguró que se trata de un objeto arqueológico "perfecto, sexy y provocativo", aunque demuestra que la vida de una esclava romana no era muy feliz. "Este tipo de objetos pueden ayudarnos a generar debates sobre temas relevantes para la ciudad y sus visitantes", señaló McDonald.

La pieza fue hallada en la orilla del Támesis en otoño de 2010, por un hombre con un detector de metales. Según McDonald, posiblemente había burdeles en Londres en la época en la que la moneda estaba en circulación, tras la invasión romana de Gran Bretaña.

martes, 11 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 8)


Bellum Hannibalicum

En un punto, cuando menos, hizo justicia al derrotado la historiografía antigua. El segundo enfrentamiento entre Roma y Cartago fue denominado bellum Hannibalicum, la guerra anibálica. Un hombre dio unidad y sentido al conflicto bélico, desde su estallido, con la toma de Sagunto (219), hasta la decisiva batalla de Zama (202). Muchos otros nombres quedaron asociados al drama bélico, repartiéndose los más variados papeles, ora de héroes, ora de villanos, ora de tibios, incapaces o prudentes. Ninguno de ellos, sin embargo, con fuerza suficiente para disputar al cartaginés el auténtico protagonismo de la contienda.

Ni Servilio, ni Minucio, consulares sacrificados también en Cannas; ni Fabio Máximo, ni Junio Pera, que en días de tribulación como aquellos revistieron en Roma la magistratura extraordinaria de la dictadura; ni los reyes Filipo V de Macedonia y Jerónimo I de Siracusa, aliados de Cartago, pero sobre todo inquietantes sombras del Oriente helenístico; ni Sífax, ni Masinisa, los reyezuelos númidas que mudaron odios y lealtades por una hija de Cartago; ni Indíbil, ni Mandonio, régulos ilergetes devotos del Africano, y encarnaciones de un estereotipo historiográfico -el individualismo hispano-que llega hasta nuestros días.

Por no hablar de la nómina de oficiales cartagineses que tomaron parte en la conflagración: Asdrúbla y Magón (los hermanísimos del jefe, muertos en la contienda), Hannón, Maharbal, Himilcón, Bomíclar, Giscón, Cartalo... Ni siquiera Publio Cornelio Escipión Africano, deuteragonista casi imberbe a orillas del tesino, por mucho que Polibio engrandeciese su figura como vencedor de Zama. (El Africano debería haber cognominado, con más propiedad, Hispano, ya que fue gracias a sus éxitos en la Península Ibérica por lo que Aníbal perdió su base de operaciones y suministros, y Roma pudo pasar a la ofensiva en África a partir del 204).


La fortaleza de la República

Si hay un antes y un después de la Segunda Guerra Púnica, para Cartago y para Roma, también hay un Aníbal antes de Aníbal, prologuista brillante en tierras hispanas de su epopeya itálica, como ya sabían los autores antiguos, y aún otro Aníbal después de Zama, el que escribe un nóstos epilogal e inverso entre Cartago, Antioquía y Bitinia. La Segunda Guerra Púnica marca el apogeo de su vida y, en ella, Cannas constituye probablemente el climax de la historia política del Mediterráneo occidental antes de las invasiones germánicas.

Cannas del Aufido fue una derrota que, por paradójico que parezca, evidenció -de manera más reveladora y definitiva que las victorias romanas de Sentino (295), Cinoscéfalo (197) o Magnesia de Sipilo (189)-la fortaleza de la República, la eficacia de sus instituciones de gobierno (magistrados, Senado y Comicios) y la consolidación de un orden social presidido por la nobilitas (fusión del patriciado y la elite plebeya). Y que, contra los planes del vencedor, no consiguió invalidar la hegemonía de Roma al frente de la confederación itálica.

Si es cierto que el carácter de los hombres se conoce mejor en la derrota que en la victoria, el Senado y el pueblo romano (Senatus Populusque Romanus) dieron en aquel trance la verdadera medida de sí mismos: nada que pactar con el invasor, nada que pagar por los cautivos, nada de renuncias en la contraofensiva militar en Italia y España. Las cuatro legiones caídas fueron reemplazadas por otras cuatro, y en los años siguientes unas veinte más serían puestas en pie de guerra. Ese era el lenguaje de la República cuando se la intimidaba, y aquélla no sería ni la primera ni la última respuesta de semejante calibre.

Desde el año 216, las defecciones de confederados se produjeron en cadena (Apulia, Samnio, Magna Grecia, Brucio), destacando la de Capua, segunda ciudad de Italia, al paso que aliados exteriores tan valiosos como Siracusa se pasaban al enemigo. Mas he aquí que el corazón de la alianza -Lacio, Etruria, Umbría- se mantuvo firme en su lealtad, evidenciando ya una real vertebración peninsular en torno a la ciudad del Tíber. Articulación no sólo jurídico-política (el diseño radial de foedera bilaterales con Roma), sino también socio-cultural, viaria y poblacional (las coloniae civium Romanorum diseminadas por doquier), que ni siquiera un genio de la guerra como el cartaginés estaba en condiciones de abolir.

Para Italia, y en especial para las economías campesinas de pequeña escala, la sombra de la guerra fue funesta y alargada. Un botín inmenso, una gran devastación y la muerte o el desarraigo del campesinado enrolado en las legiones: este fue el verdadero legado de Aníbal, como escribió Toynbee, preludio de la crisis de la República en el siglo siguiente. El abandono de las labores agrícolas durante la contienda favoreció la expansión del latifundio, de la misma manera que el frentismo político exigido para combatir al invasor fortaleció al Senado en detrimento de los Comicios y el Tribunado de la Plebe.

La Segunda Guerra Púnica aún pasó por muchos altibajos, hasta que por fin el año 211 ofreció auspicios favorables a los descendientes de Rómulo. Para aliviar el asedio de Capua, Aníbal amagó ese año un ataque relámpago contra la mismísima Roma, presentándose con una fuerza montada ante la Puerta Colina. Una exclamación recorrió la Urbe: Hannibal ante portas! Hubo lamentos y gestos retadores, hubo avances y repliegues de ambos ejércitos, hubo agüeros y señales, aunque a la postre allí no hubo nada. Era ya un tropo de la literatura antigua relacionar la muralla con la fortaleza institucional de la ciudad, y el Bárquida lo sabía.

Ocho años después, el invasor levaba anclas del Brucio en auxilio de la patria invadida, no sin antes depositar en el templo de Hera Lacinia, en Crotona, una inscripción con la memoria bilingüe de sus campañas. Junto a la púnica, aparecía la lengua griega, al uso de un caudillo que hoy se tiene por hijo legítimo de la civilización helenística, acaso con más justos títulos que muchos helenos y macedonios de su época. De Lacedemonia fueron sus dos maestros y cronistas; helenística fue su concepción de la guerra y las relaciones internacionales; helenísticos sus dos grandes ídolos: Alejandro y Pirro (Apiano, Syr. 10).

Mapa Anibal_640x454

Una fugaz visión de Roma

Si es verdad que el conquistador de Persépolis alimentaba los sueños de Aníbal, también resulta creíble que las palabras de Maharbal persiguiesen al cartaginés por toda Italia, como sugieren las fuentes (Tito Livio 26,7). Víctor in Capitolio epulaberis:, "Darás A un banquete de vencedor en el Capitolio". Altisonante, la propuesta del oficial de la caballería era algo más que una simple revancha.

La apoteosis del triunfo a los ojos de un aristócrata guerrero constituía una imagen bien precisa, con su correspondiente serie de asociaciones posesivas, religiosas, lúdicas y convivales, todas ellas muy explícitas, muy tangibles, expresadas en un lenguaje franco y directo, típico de la civilización antigua.

La visión de Italia y, dentro de ella, la representación de Roma habían sido las imágenes escogidas por el condottiero para levantar la moral deshecha de sus mercenarios, en el preciso momento de coronar los Alpes: "Mandó hacer un alto en un promontorio desde el que se divisaba una amplia panorámica en todas direcciones y les mostró a sus hombres Italia y, al pie de las montañas alpinas, las llanuras bañadas por el Po; les dice que en esos momentos están franqueando las murallas, no ya de Italia, sino de la propia ciudad de Roma...; con una batalla, o a lo sumo con un par de ellas, van a tener en sus manos y en su poder la ciudadela y capital de Italia" (21,35, trad. J. A. Villar).

Hay momentos muy literarios en la vida de los ejércitos antiguos, que los filólogos aún no han estudiado desde la literatura comparada o la historia de la recepción, y que se refieren a la contemplación del objeto de deseo, como una anticipación imaginaria de la posesión. En una eminencia del terreno, un caudillo que muestra y propone a la tropa fascinada, dispuesta a recompensarse de mil y una fatigas. Una de esas fantasías es aquella en la que los Diez Mil, en el cénit de la Anábasis, alcanzan la costa de! Ponto Euxino, para corear de manera espontánea: "¡El mar, el mar!" (Thálatta, thálatta), santo y seña de la helenidad, de la civilización, de sus dones.

Los pueblos mediterráneos que habían alcanzado el estadio urbano preservaban en su ciudad capital un último repliegue interior que funcionaba a la vez como alcázar y santuario: para los troyanos, el Paladión profanado por los tirios; para los judíos, el Templo de Salomón, destruido por las tropas de Tito; en Atenas era la Acrópolis, reducida a cenizas por Jerjes en venganza por el saco de Sardes; en Tiro, la isla expugnada por Alejandro, en cuyo altar de Melkart no había sido autorizado a sacrificar el macedonio. De las siete colinas representaba el Capitolio lo que la Byrsa a Cartago, corazón y ciudadela de la Urbe, allí donde habitaba la triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Contra la vertical de sus escarpes se habían estrellado los galos en 390 (o 387), descubiertos por el providencial graznido de los ánsares de Juno...

De todo ello era sabedor el hijo de Amílcar, quién sabe si imaginándose émulo de Alejandro, con una nueva Tais a su lado o sin ella. Epulón laureado en la cima del Capitolio.




lunes, 10 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 7)

Cannas fue la gran oportunidad de Aníbal. Después, pese sus nuevas victorias, iría debilitándose y perdiendo aliados; Roma, por el contrario, levantó mayores ejércitos y mantuvo su cohesión interna


Era un díaa de agosto  del año 216,  en la llanura de Cannas, a orillas del Aufido, y acababa de tener lugar una gran batalla. La fama volandera llevaba la noticia a las poblaciones vecinas de Apulia, como Canusio y Venusia, y desde ellas iba llegando hasta la Urbe, a donde conducían todas las calzadas. En medio de los muertos y heridos, apilados por millares, grupos de oficiales y soldados se agolpaban en torno al caudillo cartaginés que, a sus treinta años, había sido el verdadero artífice del triunfo.

En el frenesí de la victoria, númidas, iberos, galos, baleares cruzaban felicitaciones en todas las lenguas y estrechaban sus manos blondas o aceitunadas, se diría que a salvo de odios africanos o de terrores interétnicos. Baal Haddad frente a Marte: el dios púnico de la guerra daba otra vez prueba incontestable de su fuerza, como si quisiera resarcir a sus devotos de pasadas humillaciones, por no hablar de las mil penalidades que aquel mismo ejército había debido soportar durante las últimas campañas, de los Pirineos a los Alpes, del caudaloso Ródano a las ciénagas del alto Arno.

¿No había hecho el hijo de Amílcar un viaje ex profeso a Gadir para renovar sus votos a Melkart en vísperas de esta segunda guerra contra los romanos? Raro sería que algunos no dieran en pensar que Tyché, la voluble diosa de la que tanto hablaban los griegos, se había encaprichado con la causa de los Bárquidas. ¿Acaso no acababa de soplar de cara al enemigo el viento volturno -el siroco-,  privándole de la visibilidad durante la batalla?  

La voz de Maharbal, que era la voz victoriosa de la caballería, se atrevió a proponer un movimiento rápido y resolutivo para aquella partida que se estaba jugando en Italia: "Sigúeme, yo iré delante con la caballería -dijo a su jefe-, y dentro de cinco días celebrarás la victoria con un banquete en el Capitolio".

La escena aparece en Tito Livio (22,51), uno de esos escritores augústeos que no ahorraba tintes épicos o novelescos a su narración con tal de engrandecer el pasado de Roma. Si el estudioso moderno puede albergar dudas sobre la veracidad de muchas de sus historias, en esta ocasión, sin embargo, no hay por qué poner en tela de juicio su relación de los hechos: la magnitud y el dramatismo de esta Segunda Guerra Púnica fueron tales que realmente resultaban superfluos los efectos especiales.

Si acaso, se hacía inevitable aliviar el trauma de la derrota desacreditando moralmente al jefe cartaginés que, cosa nunca vista, había humillado por cuarta vez consecutiva a las legiones de Roma: en el Tesino y en el Trebia (218), en el lago Trasimeno (217) y, ahora, en Cannas. Haciendo además recaer la responsabilidad del desastre sobre uno de los dos cónsules se ponía a salvo el honor de la república: Cayo Terencio Varrón, el magistrado plebeyo que aceptó el desafío en aquel día nefasto para el calendario romano, fue presentado ante la posteridad como el hombre impulsivo que llevó al desastre del año 216 a cerca de cuarenta mil hombres, entre romanos, latinos y aliados itálicos. Por contra, su colega patricio, Lucio Emilio Paulo, muerto en combate, quedó idealizado en la analística senatorial como exemplum de valor, patriotismo y mesura.

Odio eterno a los romanos

Cualquier lector que haya cursado el antiguo bachillerato reconocerá sin mayores dificultades el nombre implícito en todo este relato. Se trata de Aníbal, claro es, el enemigo número uno de Roma. El lector sabrá también, o al menos le sonará, aquello del "odio eterno a los romanos", el famoso juramento que Amílcar Barca habría hecho pronunciar a su hijo de nueve años sobre el altar de Baal, antes de embarcar hacia Hispania: iurare iussit numquam me ¡n amicitia cum Romanis fore. En el colegio oímos un día al profesor de Clásicas el texto de Nepote (23,2), como también el retrato de Aníbal en Livio (21,4), y sus tonos vibrantes nos parecieron un alivio y un estímulo en la lucha particular que cada cual libraba con las declinaciones, como si el latín pudiese convertirse por un instante en la lengua vehicular de nuestros sueños medio infantiles todavía.

La verdad es que todo en aquella historia parecía invitar a la fantasía. Para empezar, la presentación del general era como un redoble de tambor que anunciaba el comienzo de un gran paseo militar: Hannibal, Hamilcaris filius, Karthaginensis... Apenas repuestos de la primera impresión, nos sentíamos arrastrados por el torrente de los acontecimientos, un encadenamiento inaudito de hazañas bélicas, y nuestras simpatías hacia el cartaginés iban en aumento a medida que sus ardides y proezas superaban las mil y una dificultades sobrevenidas en su aventura de invadir Italia.

Si a orillas del Tesino era una carga imprevista de los jinetes númidas por la retaguardia del ejército romano, frente al Trebia decidía un oportuno desayuno ingerido antes de entrar en combate, nada en realidad si se comparaba con la emboscada desplegada en la ribera del lago Trasimeno, en una mañana de niebla traicionera. Aníbal acertaba siempre con el paraje o la táctica más a propósito para tal linaje de asechanzas, esas que sus enemigos consideraban típicamente fenicias.

Para hacer aún más completa nuestra felicidad, los libros de texto compensaban los arcanos gramaticales de Livio con ilustraciones marginales, en las que inesperadamente aparecían los elefantes, avanzando en columna al borde del precipio, sobre un paisaje de crestas nevadas, "pues se acercaba el ocaso de las Pléyades" (Polibio 3,54). Y comoquiera que aún no vivíamos demasiado preocupados por la ecología, estábamos por supuesto encantados con el proyecto anibálico de movilizar una hueste completa de paquidermos, felices de que el cartaginés se las ingeniase para hacerlos pasar en pontones o almadías por el Ródano, y hasta indignados con cierta tribu de montañeses que tantos sufrimientos y pérdidas provocaba a la fuerza expedicionaria. ¿Quién no sentía simpatías por aquel africano que, desafiando a la geografía y a la historia, recorría victorioso Italia a lomos del único elefante superviviente, que luego de improvisar una estratagema nocturna para escapar de Fabio Máximo impartía una lección de estrategia que se haría digna de estudio en las academias militares de toda Europa?

Había algo insólito y frustrante, sin embargo, en la aventura del Bárquida. Aníbal ganaba todas las batallas (después del 216: Casilino, Petelia, Herdónea), pero al final perdía la guerra, la victoria se le escapaba de las manos. Los griegos representaban alada a Nike, porque sabían que no tenía dueño, y de ahí que los atenienses consagrasen en la Acrópolis un templo a Nike Aptera, a la Victoria sin Alas, para que no pudiese volar a otra ciudad. Como recordaba Alvaro D'Ors (Tres temas de la guerra antigua, Madrid, 1947), de Numidia precisamente es un antiguo vaso de cristal que lleva esta leyenda: "la Victoria, cógela". El vencedor de Cannas no pudo ganar la guerra, pero conquistó las simpatías de los lectores modernos, llegando incluso a ganar una batalla postuma ante la propia Roma en tiempos de los Severos, aquellos emperadores africanos que reivindicaron la memoria del cartaginés en el siglo III de nuestra era.




sábado, 8 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 6)


Los libiofenicios

En la Iberia bárquida las ciudades fenicias gozaron del estatuto de aliados y gozaron de independencia política y administrativa. Para asegurar el dominio cartaginés se procedió al traslado de africanos a la Península, mientras que contingentes de iberos eran enviados al Norte de África, a fin de reforzar su fidelidad y eficacia militar, desvinculándolos así de sus lugares de origen. La instalación en la Península de estas tropas africanas, con un componente líbico-beréber y númida acusado, buscaba proporcionarles una forma de subsistencia en los períodos de desmovilización, por lo que fueron convertidos en colonos militares a los que se asignaba una tierra, a cambio de sus servicios cuando les fueran requeridos. Así aparecieron y se potenciaron varios núcleos urbanos: Arsa, Lascuta, Turricina, Iptuci, Veci, Bailo, Olba y Asido, que emitieron moneda con leyendas en el alfabeto denominado "libiofenicio". Eran gentes africanas reclutadas por los cartagineses y parcialmente punicizadas que se asentaron en territorio bástulo, en la región situada en torno al estrecho de Gibraltar. Además de los campamentos militares situados en torno al Guadalquivir y guarnecidos por jinetes númidas, otros contingentes de africanos fueran asentados en la región de Cádiz y Sur de Extremadura, en un régimen similar al del colonato militar.

El final del los Bárquidas en Iberia

Una vez que Aníbal hubo conquistado Sagunto y emprendido su larga marcha hacia Italia en el año 219, con un ejército de africanos y numerosos hispanos, la defensa de la Península Ibérica quedó en manos de dos generales. Al sur del Ebro, Asdrúbal Barca se hallaba al frente de unos 15.000 hombres; al norte de ese río, Hannón dirigía la defensa con sus 11.000 hombres. Ambos contaban con el apoyo de abundantes naves para el abastecimiento y la defensa de las costas.

Los romanos, al mando de los hermanos Cneo y Publio Escipión, desembarcaron en Ampurias en el año 218 a.C., tarde ya para cortar el acceso de Aníbal a Italia pero a tiempo de impedir el apoyo a éste desde los territorios de Iberia. Tras las derrotas de los cartagineses en Cesse (Tarragona) y en la desembocadura del Ebro, los romanos avanzaron cor rapidez hacia el Sur. Tras diversas victorias entre los años 216 y 212 (batallas de Dertosa (Tortosa), Iliturgi (Mengíbar), Munda (entre MontiJla y Osuna) Aurungis (¿Aurgi?) Urso (Osuna) y Cástulo, en los alrededores de Linares) los dos hermanos cayeron en una emboscada en los alrededores de esta última población. Los romanos tuvieron que retroceder hasta cerca de los Pirineos.

Publio Comelio Escipión, hijo del general del mismo nombre muerto en Sierra Morena, llegó a Hispania en el 210 y se dedicó a organizar el ejército. Al año siguiente conquistó Carthago Nova, obteniendo un gran botín entre tesoros, máquinas de guerra, equipamiento y un buen número de las naves ancladas en su puerto. La caída de Cartagena marcó el principio del fin de los cartagineses en Hispania y en Italia: Escipión liberó a los rehenes indígenas que garantizaban la lealtad de sus respectivos pueblos hacia Aníbal, quienes aclamaron al romano como rey. Con los apoyos de los pueblos indígenas, Escipión realizó una rápida carrera hacia Cádiz, derrotando a los cartagineses en varias batallas: en el 208 cae Baecula (Bailen) y Orongis (Jaén); en el 207, Ilipa (Alcalá del Río) y Carmo (Carmona); en el 206 tomó Iliturgi (Mengíbar) y Castaca (¿Castillo?), e instaló a sus veteranos en Italica (Santiponce). Tras una revuelta, la ciudad de Astapa (Estepa) fue arrasada y su población masacrada. Ese mismo año, el 206, al ver que era inútil la resistencia, la vieja Gadir (Cádiz) se entregó y con ello dio fin el enfrentannento entre los romanos y los cartagineses en el territorio de la Península Ibérica.

El último de los Bárquidas, Asdrúbal -hermano de Aníbal-, pudo huir de la derrota de Baecula en el 208, acopió soldados y pertrechos y se dirigió a Italia siguiendo los pasos de su hermano. Allí puso cerco a la ciudad de Plasencia (Piacenza), sin ningún resultado, y fue derrotado por el cónsul Claudio Nerón a orillas del río Metauro, donde murió (207 a.C.).

viernes, 7 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 5)


Aníbal, el rayo de la guerra

Muerto Asdrúbal, Aníbal, aunque sólo tenía 26 años, fue elegido general por las tropas con el beneplácito de Cartago, debido a su inteligencia y a su valor. Los soldados más viejos veían en él el retrato vivo de su padre Amílcar. Inició de inmediato una serie de campañas para extender el dominio cartaginés en la Península, combatiendo contra los olcades, que habitaban la región comprendida entre el Tajo y el Guadiana, y contra los vacceos, de cuya capital Helmantika se apoderó, así como de otra localidad denominada Arbúcala, tal vez Toro. De regreso de esta última expedición derrotó junto al Tajo a una coalición de olcades, carpetanos y fugitivos del sitio de Helmantika, con lo que consolidaba la dominación cartaginesa hasta la sierra de Guadarrama.

Lo que Aníbal pretendía con estas campañas era controlar la vieja ruta tartésica que unía el Suroeste con el Noroeste de la Península, rico este último en oro y estaño, al tiempo que se aseguraba el acceso al valle del Duero para garantizar el suministro de sus tropas ante previsibles dificultades con Roma, y obtener recursos económicos, como el botín y los tributos de las poblaciones sometidas, y humanos, esclavos para las minas y soldados para su ejército.

Desde algún tiempo atrás, Sagunto, una ciudad edetana situada a unos 150 km al sur del Ebro, había establecido relaciones con Roma por causa de un enfrentamiento entre sus habitantes, divididos en una facción antipúnica y otra procartaginesa. El mismo Aníbal, conocedor de la situación, había tenido buen cuidado de no provocar a los saguntinos en sus campañas del 220 a.C. Pero entonces, éstos, confiando en su amistad con Roma, habían comenzado a hostigar a un pueblo vecino, aliado de los cartagineses. Ante el cariz que iban tomando las cosas, una embajada romana visitó a Aníbal en Carthago Nova exigiéndole que respetara Sagunto. El jefe púnico reprochó a los legados la mala fe de los romanos, que poco antes habían utilizado el conflicto entre los saguntinos para eliminar a algunos ciudadanos notables amigos de los cartagineses; y también les recordó que Sagunto había aprovechado su amistad con Roma para maltratar a pueblos amigos de los cartagineses.

Tras el fracaso de su gestión ante Aníbal, la embajada romana se dirigió a Cartago, donde no obtuvo mejores resultados. Ese mismo año, el 219 a.C., el Bárquida emprendía el sitio de Sagunto que, tras ocho meses de cerco, en el que el propio Aníbal fue herido en una pierna por una flecha, cayó finalmente en sus manos, ante la pasividad de Roma, comprometida en una intervención militar en Iliria, que no obstante terminó antes que el asedio de la ciudad ibera.

Aníbal, que se había casado con Imilce, una princesa de Cástulo, convirtió Sagunto en colonia cartaginesa, sumándose así a Akra Leuke, Carthago Nova y otra ciudad fundada por Asdrúbal de la que se desconoce el nombre, y a las que luego se añadirían aún Barcino, convertida en fortaleza púnica por Aníbal o su lugarteniente Hannón en el 218 a.C., y Mahón, en las Baleares, posiblemente fundada como campamento militar en el curso de la Segunda Guerra Púnica.

En los primeros meses del 218 a.C. una nueva embajada romana planteaba, ahora ante el gobierno de Cartago, sus reclamaciones. Querían saber si Aníbal había actuado por su cuenta y, de ser así, exigían que les fuera entregado para castigarle, Los cartagineses argumentaron que Sagunto no figuraba entre los aliados de Roma en el tratado del 241 a.C., único que reconocían, ya que el que había fírmado Asdrúbal en el 226 a.C. no había sido ratificado por Cartago, igual que Roma se había negado a ratificar el tratado que ponía fin a la Guerra de Sicilia, negociado entre Amílcar Barca y el cónsul Lutacio, aprovechando la ocasión para endurecer sus condiciones. Así estalló la que se llamó Segunda Guerra Púnica o Guerra de Aníbal, un largo conflicto en el que, tras múltiples alternativas, los cartagineses fueron derrotados y expulsados de la Península Ibérica.

Aníbal supo de la declaración de guerra en sus cuarteles de Carthago Nova, antes de ponerse en marcha con sus tropas en la primavera del 218 a.C. Como preveía el conflicto desde algún tiempo atrás, había preparado un plan que le diera la ventaja de la iniciativa. Frente a la ofensiva diseñada por Roma, con desembarcos en Iberia y el Norte de África, quería llevar la guerra a Italia. Pretendía, y habría de lograrlo no sin grandes pérdidas y sufrimientos, cruzar los Pirineos y avanzar por la Galia atravesando el Ródano, evitando en lo posible las tropas romanas enviadas para detenerle, pasar los Alpes y penetrar en Italia, donde algunas ciudades se hallaban descontentas con el dominio impuesto por Roma. Antes, reforzó las guarniciones de Iberia y el Norte de África y marchó a Gadir, donde realizó sacrificios propiciatorios en el templo de Melkart, deidad fenicia protectora de las empresas coloniales a quien su padre Amílcar había convertido en divinidad dinástica de los Bárquidas, garantizándose su apoyo en el éxito de sus empresas.

La cuestión de las responsabilidades

Los romanos pretendieron justificar su comportamiento -abandonando a su suerte a los saguntinos- para, una vez tomada ta ciudad por Aníbal, declarar la guerra a Cartago con un ultimátum inaceptable, argumentando que el tratado del Ebro hacía una excepción de Sagunto, o llegando a afirmar incluso que la ciudad se encontraba situada al norte del Ebro, lo que ha dado pie a que algunos investigadores imaginen, en su afán por comprender el punto de vista romano, que el Ebro del tratado del 226 a.C. no era el Ebro actual, sino algún otro río, como el Júcar, de la región de Levante. Pero si verdaderamente Sagunto se encontraba al norte de un río llamado Iber -que, entonces, no sería el mismo que el Ebro actual- y el tratado del 226 a.C. prohibía a los cartagineses cruzarlo en armas, ¿cómo es posible que la reacción romana no se produjera hasta la caída de la ciudad?

Parece, por tanto, que las relaciones que vinculaban a Sagunto con Roma eran de carácter informal. El Senado romano había rehusado en varias ocasiones atender las demandas de los saguntinos, antes de decidirse finalmente a enviar una embajada para que se entrevistara con Aníbal en Carthago Nova. Según parece, la llegada a Roma de la noticia de la caída de Sagunto provocó un debate en el Senado, lo que sugiere que existía división de opiniones, algo sorprendente de haber existido un tratado formal de alianza. Otra posibilidad consiste en que Roma hubiera sacrificado Sagunto a propósito, para tener un hecho consumado que no permitiera marcha atrás, convencida de que sólo un conflicto bélico acabaría con el poder de Cartago.

Pese a que los mismos romanos difundieron la idea de que con la conquista de Iberia los Bárquidas preparaban una guerra de revancha contra Roma, la política de estos generales cartagineses no se volvió beligerantemente antirromana hasta Aníbal, y aún así éste tuvo cuidado de no provocar sus recelos, respetando a Sagunto en sus primeras campañas. La existencia de una poderosa facción de la nobleza romana con intereses en ultramar tiene más consistencia que todos los argumentos esgrimidos para liberar a Roma de sus responsabilidades. En los últimos años, el poder de los Fabios -miembros de la nobleza tradicional y opuestos a cualquier aventura marítima- había sido amenazado por la ascensión política de los Cornelios y los Emilios, dos familias al frente de una facción que se apoyaba en una amplia clientela comercial. Después de varios años de eclipse lograron desempeñar algunos consulados. Enemigos de los Fabios, los Cornelios Escipiones se mostraron a partir de entonces como los principales dirigentes de quienes propugnaban una política de expansión mediterránea y veían en Cartago un enemigo al que había que eliminar.

 Mapa barquidas
Mapa de los bárquidas

jueves, 6 de octubre de 2011

Cartago frente a Roma (Parte 4) Los Bárquidas en Iberia

Las conquistas de la familia Bárquida en la Península fueron la manera de compensar las pérdidas territoriales cartaginesas de la Primera Guerra Púnica. Roma siempre vio con desconfianza esa aventura y buscó un pretexto para declarar la guerra a Cartago.


A inicios del siglo VII a.C., los cartagineses fueron sustituyendo a los fenicios en el dominio de los emporios comerciales del Norte de África y del sur de la Península Ibérica, iniciando pronto su expansión por las islas Baleares, donde se instalaron a mediados de ese mismo siglo. Tras la derrota sufrida en la Primera Guerra Púnica -con la consecuente pérdida de Sicilia, Córcega y Cerdeña-, Cartago volvió sus ojos hacia Occidente en busca de nuevos territorios donde ejercer su dominio y, sobre todo, donde obtener los medios económicos necesarios para pagar la enorme deuda de guerra contraída con Roma. 


Amílcar, el conquistador

En el ano 237 a.C. Amílcar Barca, un prestigioso general cartaginés que se había distinguido por sus éxitos contra los romanos en la guerra de Sicilia y sus victorias en el N. de África contra los mercenarios sublevados, desembarcaba con sus tropas en la vieja ciudad fenicia de Gadir. Le acompañaban su hijo Aníbal y su yerno Asdrúbal, miembro, como él, de una familia de la aristocracia púnica.

Quinquerreme
Reconstrucción de una quinquerreme o barco de guerra cartaginés, modelo tomado por los griegos para la pentecótttera o nave de cincuenta remeros. Podían llevar un mástil plegable en el centro de la embarcación, con una gran vela rectangular, y otro más pequeño situado a proa; en otras ocasiones, no se hallaba dotado con velas y su único sistema de propulsión eran los remos. El impulso de éstos se aceleraba en caso de combate, empleando el espolón de proa como un ariete para abrir el barco enemigo en la línea de flotación y hundirlo. Muchos de los elementos de estos barcos se montaban a partir de piezas prefabricadas. 

Los romanos, incapaces de aceptar su propia responsabilidad frente a los cartagineses, le atribuyeron luego intenciones perversas, como preparar, movido por el odio, una guerra de revancha. Pero sus motivos reales eran otros. La conquista de Ibería habría de suplir la pérdida de Sicilia y Cerdeña tras la conclusión de la guerra en el 241 a.C., asegurando a Cartago el acceso a los recursos y riquezas que su anterior hegemonía marítima había garantizado hasta entonces. Amílcar situó pronto bajo su dominio a los pueblos de la costa, íberos turdetanos, y algunos, de raigambre celta, ubicados más al interior. La resistencia fue menor en las zonas costeras, en contacto desde muy antiguo con los fenicios y púnicos. Luego, una coalición dirigida por dos jefes locales, Istolacio e Indortes, intentó detener su avance hacia Sierra Morena. Istolacio fue derrotado y murió en la batalla, tras la cual Amílcar incorporó a su ejército a los tres mil prisioneros que habían hecho los cartagineses. Indortes no corrió mejor suerte: sus guerreros fueron derrotados, antes incluso de entrar en combate, y muchos de ellos aniquilados por las tropas de Amílcar en la huida. El propio Indortes fue sometido a una muerte terrible: ceguera, tortura y crucifixión, normalmente reservado a los desertores.

Estas victorias le dieron a Amílcar el control de las principales zonas mineras de Andalucía y Gadir, que hasta entonces sólo había emitido monedas de bronce, estuvo desde ya en condiciones, junto con otras cecas cartaginesas, de acuñar moneda de plata de extraordinaria calidad. Luego se vió obligado a paralizar su campaña conquistadora porque el estallido de una revuelta de los númidas en el Norte de África le obligó a enviar a su yerno Asdrúbal, con una parte de las tropas, para sofocarla.

Sometidos los africanos, la atención de Amílcar se centró en la Andalucía oriental, el Sureste y el Levante, donde fundó la que sería desde entonces su base de operaciones: Akra Leuke, en las proximidades de Alicante -algunos, no obstante, la sitúan cerca de Cástulo, en Jaén-. Desde allí emprendió nuevas conquistas con el fin de apoderarse de las comarcas, ricas en plata, de Cartagena y Cástulo, y de las minas de hierro y cobre del litoral de Murcia, Málaga y Almería. En el año 231 a.C. una embajada romana visitaba a Amílcar, que argumentó que tan sólo combatía en Iberia por la necesidad de obtener los medios que permitieran a Cartago satisfacer su deuda de guerra con Roma, respuesta a la que los legados no encontraron objeciones que poner. Las conquistas prosiguieron, pero en el invierno del 229-228 a.C. Amílcar pereció luchando en el cerco de Helike (¿Elche?), cuando fue atacado por sopresa por un pueblo que acudió en ayuda de los sitiados.

Asdrúbal, el político

Tras la muerte de Amílcar, Asdrúbal fue proclamado comandante en jefe por las tropas, según una costumbre de los ejércitos helenísticos de la época. El gobierno de Cartago ratificó el nombramiento. Tras recibir refuerzos de África, acometió la conquista de toda la Oretania, para vengar la muerte de Amílcar y para controlar las riquezas mineras de la región y los caminos que conducían a la costa. Muchas poblaciones fueron sometidas y sus ciudades reducidas a la categoría de tributarias. Luego emprendió una política de acercamiento hacia los nativos, desposándose con un princesa indígena, granjeándose la amistad de los notables locales y llegando a ser aclamado jefe supremo de los íberos. Ejercía el mando con cordura e inteligencia y prefería los métodos diplomáticos a los militares. Estableció lazos de hospitalidad con los jefes autóctonos y con los pueblos que ganó a su alianza por medio de la amistad de sus dirigentes.

Asdrúbal fundó, en las cercanías del cabo de Palos, una ciudad para convertirla en centro político, económico y estratégico, a la que denominó Qart Hadasht, igual que la metrópolis, y que los romanos llamarían Carthago Nova (Cartagena). La capital de Asdrúbal, situada en uno de los mejores abrigos de la costa meridional, facilitaba el control de la explotación de las minas de plata de la región, contaba con un excelente puerto y disponía en sus proximidades de explotaciones de sal y de campos de esparto, muy útiles para el mantenimiento de la flota. La ciudad, que albergaba un palacio, así como diversos templos, llegó a tener cuarenta mil habitantes y se convirtió en un arsenal y un centro manufacturero de primera magnitud. Recientemente se ha descubierto en Cartagena un tramo de la muralla púnica, y en el llamado Cerro del Molinete -una de las cinco colinas que rodeaban la ciudad cartaginesa y romana- se han encontrado restos de un posible santuario púnico. Una excavación de urgencia ha documentado, así mismo, una serie de habitaciones de un edificio relacionado con actividades pesqueras que fue destruido en el asalto a la ciudad por Escipión en el 209 a.C.

Carthago Nova, cuya población estaba compuesta por artesanos, menestrales y hombres de mar, llegó a contar unos dos mil trabajadores especializados. Aunque desconocemos su régimen jurídico, sabemos que en Cartago los trabajos artesanales y especializados eran desempeñados normalmente por hombres libres. Tras su conquista, Escipión dejó en libertad a un buen número de sus habitantes mientras que otros pasaron a convertirse en propiedad del pueblo romano. Probablemente estos últimos eran siervos o esclavos de los Bárquidas, empleados en los trabajos de las canteras y los arsenales, como sucedía con este tipo de trabajadores en la metrópolis. También el trabajo en las minas y en las explotaciones de sal, que eran un monopolio de los cartagineses, fue realizado por siervos o esclavos.

En el 226 a.C. Asdrúbal recibía en Carthago Nova una nueva embajada romana que se interesaba por los progresos de los cartagineses en la Península. El resultado de las negociaciones que se entablaron fue un tratado en el que ambas partes se comprometían a no atravesar en armas el río Ebro, que de esta forma se convertía en el límite de los territorios sometidos a Cartago en la Península.

Cinco años más tarde, y tras ocho de ejercer el mando, Asdrúbal era asesinado en sus aposentos en circunstancias oscuras, a manos, al parecer, de un galo que quería saldar una afrenta personal y vengar a su señor.



Cartago frente a Roma (Parte 3)

Delenda est Carthago!

Fueron precisamente la variedad y riqueza agrícola del Norte de África las razones que empleó Catón el Viejo para azuzar a sus contemporáneos del Senado en contra de Cartago. Como buen terrateniente que veía peligrar la producción agrícola de Italia por las importaciones africanas que tanto beneficiaban al eterno enemigo, acababa invariablemente, viniese o no a cuento, todos sus discursos en el Senado con la consabida frase: Delenda est Carthago!-"Cartago ha de ser destruida"-. En una ocasión, ejemplificó este peligro hablando de la ficus Africana y, tomando en su mano un higo de gran calidad, maduro y liso, sostenía que había sido recolectado tres días antes en la campiña cartaginesa y proponía, una vez más, la destrucción definitiva de la ciudad rival en una "guerra preventiva", afirmando "¡Pues sí, tenemos un enemigo tan cerca de nuestras murallas...!".

Cothon o puerto militar
Reconstrucción del cotbon o puerto militar Interior de Cartago. En el centro de la laguna circular, una isla artificial sustentaba las atarazanas o astilleros de las naves de guerra y el Almirantazgo cartaginés. Alrededor de la laguna, un doble muro protegía este puerto de la vista exterior; hacia el interior se abrían los almacenei de la armada con piezas, armas, cordajes, velámenes... y las celdillas donde se guardaban y aprestaban los barcos para la navegación.


La riqueza de Cartago era indudable y los partidarios de la "solución final" en el Senado vieron reforzada su posición en el año 151, una vez que los vencidos cumplieron con el último pago de la tremenda indemnización impuesta tras la Segunda Guerra Púnica. Con la excusa del incumplimiento de una de las cláusulas del tratado del año 201 -tras la derrota de Zama- debido a una guerra defensiva de los cartagineses contra los númidas de Masinisa, aliados de Roma, ésta encontró el pretexto para acabar con la vieja metrópoli africana.

A pesar de hallarse poco armada -precisamente en cumplimiento del tratado con Roma-, Cartago ofreció una gran resistencia al asedio romano que se prolongó cerca de tres años, entre el 149 y el 146 a.C. Una "triple muralla" de unos 5 km. protegía la ciudad por el istmo, desde el lago de Túnez hasta el mar Mediterráneo, era en realidad un muro que tenía nueve metros de anchura y unos quince metros de altura, protegido por un parapeto y un foso; cada sesenta metros, una torre hacía más difícil el asalto a esta fortificación. Un muro sencillo cerraba la ciudad por la línea de costa, aprovechando las alturas de los escarpes rocosos. Hoy día apenas queda algún resto visible de estas murallas, pues las piedras de la ciudad púnica, al igual que la posterior ciudad romana, sirvieron para la construcción de Túnez, Sidi-Bou-Said y otras ciudades medievales y modernas de los alrededores.

El asalto final se produjo en la primavera del año 146. Las tropas de Escipión el Africano Minor-para distinguirlo del Maior, el antepasado vencedor de Aníbal- penetraron por diversos puntos en la ciudad y tuvieron que conquistarla calle por calle y casa por casa, en un enfrentamiento brutal cuyas escenas de horror han quedado recogidas en la obra de Apiano (Lybica, 129), basado a su vez en los testimonios de Polibio, testigo presencial de los hechos como acompañante del general romano. Las excavaciones arqueológicas han descubierto diferentes fosas comunes, restos de incendios y otras huellas de destrucción debidos a los seis días con sus noches que duró el asalto. Los últimos supervivientes, refugiados en la ciudadela de Byrsa, solicitaron la benevolencia de Escipión: cerca de 50.000 hombres se rindieron y salvaron la vida, aunque fueron reducidos a la esclavitud, mientras un millar de personas se recluía en el templo de Eshmún, dispuesta a resistir hasta la muerte. El final de Cartago vuelve a adquirir aspectos de novela: la mujer del general Asdrúbal Giscón le reprochó a éste su rendición y, acompañada de sus hijos, se arrojó a la hoguera, rememorando el último acto de la reina Elisa-Dido. El fuego destructor aún duró diez días y sus carbones aparecen en un estrato potente y uniformador en cualquier parte de la ciudad. Sin embargo, la ruina no fue en modo alguno absoluta: ni Escipión mandó echar sal sobre el suelo ni tampoco se hizo pasar el arado sobre los escombros, igualándolos y borrando del mapa cualquier huella del trazado urbano.

Estas imágenes tremendistas acerca del final de Cartago provienen de la exageración del texto de Apiano por parte de varios historiadores en el siglo XIX, sobre todo a partir de la publicación de la novela histórica Salammbó, de Gustave Flaubert.




martes, 4 de octubre de 2011

Cartago frente a Roma (Parte 2)

Potencia marítima

Para favorecer la principal fuente de riqueza de la ciudad durante siglos -el comercio marítimo a través de una amplia flota- se construyó a lo largo de la línea de playas toda una serie de dársenas y diques que permitían las labores de atraque y desembarco de mercancías. Para ello, los fenicios contaban con un tipo de nave panzuda y de gran capacidad, dotada con remos y una amplia vela rectangular, a veces con una proa levantada en forma de cabeza de caballo, de donde proviene el nombre que los griegos le daban -hippos-, especialmente cuando se referían a la nave fenicia de Gadir (Cádiz).

Hippos, barco cartagines
Barco mercante fenicio, el hippos, también empleado por los cartagineses. La bodega se ha representado abierta para mostrar la carga, pero iba, naturalmente, cerrada.

La tradición marinera de los fenicios se mantuvo y se amplió aún más entre los cartagineses, como lo prueban los famosos periploi de Himilcón y de Hannón, entre otros. Hannón el Navegante condujo una expedición al Atlántico sur con sesenta naves de 50 remos, 30.000 hombres y mujeres, víveres y el equipo necesario para un viaje de reconocimiento y fundación de nuevas colonias. Fue un viaje por el Atlántico costeando África, en el que presuntamente se llegó hasta el golfo de Guinea, con aventuras y episodios teñidos de referencias míticas de origen griego (la lucha de Perseo y Gorgona, entre otras). Himilcón abrió las rutas hacia el Atlántico norte, especialmente importantes para conseguir metales varios, entre los que destacaba el estaño.

La flota comercia permitía un ventajoso intercambio de productos manufacturados -cerámica, telas, joyas y amuletos, piezas de marfil, huevos de avestruz trabajados como recipientes, etc.- por materias primas -metales, principalmente- y productos agrícolas y pesqueros. El control de ese circuito comercial y la protección de las zonas de influencia se llevaba a cabo a través de una eficaz flota de guerra, compuesta por una variada tipología de naves entre las que destacaba la trirreme -triera en griego-, una invención fenicia del siglo VII y que fue mejorada por los griegos: un barco provisto con dos espolones en la proa y con una triple serie de remos que convertían a la nave en un ariete. La quinquerreme se convirtió en el buque de guerra más grande de su tiempo y, junto con las trirremes, en el protagonista de la Primera Guerra Púnica, en la que los principales escenarios del enfrentamiento con Roma fueron las batallas navales. Los rápidos avances romanos en la carrera naval empujaron a los cartagineses a impulsar y desarrollar la guerra terrestre con grandes ejércitos, campo en el que los caudillos bárquidas demostraron una excepcional destreza y eficacia.

En Cartago, el llamado puerto comercial -un recinto rectangular de amplias dimensiones que comunicaba con el mar a través de un canal y una estrecha bocana que alejaban los barcos de los embates del mal tiempo- se ha interpretado en realidad como una dársena militar. A continuación y hacia el interior, en paralelo a la línea de costa, se abría el cothon o puerto militar, un lago circular con una isla artificial en el centro. En ella se alzaban los edificios del Almirantazgo cartaginés, las atarazanas -con capacidad para 220 naves, según nos cuenta Apiano- y los almacenes de la flota de guerra.

En estos puertos interiores, fechados en los dos últimos siglos de la Cartago púnica, se construían y reparaban las naves de guerra. Toda esta construcción se hallaba protegida por un doble muro con puertas que ocultaban a la vista el interior del puerto, discreción muy conveniente para evitar el espionaje romano sobre todo después de la derrota de Zama, en el 202 a.C.. En la consiguiente paz, Roma exigió a Cartago la entrega de toda su flota de guerra para su destrucción, permitiéndole conservar tan sólo 10 trirremes y sus agentes vigilaban para que los púnicos no rehiciesen su poderío marítimo. La construcción naval se hallaba tan desarrollada -con el diseño y ejecución de piezas prefabricadas marcadas y numeradas, entre otras cosas- que permitió el montaje rápido de varias decenas de trirremes y quinquerremes en el año 147, en pleno asedio final de Cartago.

..e Imperio terrestre

Si hasta fines del siglo VI a.C. el mar era el principal escenario de la actividad cartaginesa, desde el s. V a.C. el horizonte de Cartago se amplió hacia el territorio del interior donde, según Estrabón, "acabaron por anexionarse todos los países que no tenían vida nómada" y que en los momentos del enfrentamiento final con los romanos, en la Tercera Guerra Púnica, "poseía trescientas ciudades" en el Norte de África. Además de una amplia región de dominio directo -de hasta unos 170 km. tierra adentro-, las relaciones de dependencia de otros centros de la costa africana, especialmente en las zonas más fértiles, justifican la afirmación de Estrabón acerca del predominio de Cartago. En el siglo IV, la capital controlaba directamente más de la mitad del actual Túnez, mucho más de lo que podía controlar la propia Roma en el centro de Italia en el mismo período.

Como paradigma del aprovechamiento cartaginés de estos territorios se cita sobre todo a Magón el Agrónomo, autor de un Tratado de Agricultura en 28 libros a finales del siglo IV a.C., que fueron traducidos fielmente al latín y cuya ciencia fue recogida por autores como Plinio o Columela. Estos autores se hacen lenguas acerca de la calidad alcanzada por la agricultura púnica en la irrigación de los campos, la variedad de especies cultivadas, la destreza y especialización en cuestiones de injertos, selección de especies, etcétera. Pero el grueso de la producción agrícola lo componía el cultivo del olivo, la vid y los cereales; especialmente estos últimos atrajeron la ambición de los romanos, convirtiendo al agro cartaginés en uno de los graneros de Roma, una vez conquistado el territorio.

lunes, 3 de octubre de 2011

Cartago frente a Roma (Parte 1)


Cartago, fundada por la legendaria reina Dido, se convirtió en un Imperio comercial y marítimo que dominó el Norte de África durante medio milenio. Su pujanza estorbaba la expansión romana, lo que provocó la ruina púnica.

Cuando en el año 814 a.C., unos navegantes originarios de Fenicia y Chipre doblaron el cabo Bon, encaminándose hacia el fondo del golfo de Cartago, poco imaginaban el éxito que tendría su elección del terreno ni el brillante futuro que le esperaba a la ciudad que allí proyectaban construir.

Pocos nombres de ciudades sugieren tantas escenas -históricas o míticas, qué importa- en la memoria colectiva de los pueblos y resisten el paso del tiempo como en el caso de Cartago. Su antigüedad -unos sesenta y cinco años anterior a la propia Roma-, el poderío marítimo que llegó a alcanzar por medio de su flota mercante y de guerra, los territorios que llegó a dominar, la organización social, la religión y tantas otras consecuciones técnicas y económicas llamaron poderosamente la atención de sus contemporáneos, griegos y romanos principalmente.


Orígenes legendarios

Como toda ciudad que en el mundo antiguo tuvo un papel importante, Cartago no podía ser menos a la hora de contar con un pasado mítico, con unas raíces en las leyendas más difundidas y, de acuerdo con el carácter comercial de los fenicios, la empresa de su fundación también está impregnada de esa astucia que caracteriza a los buenos negociantes.

La historia dio comienzo en Tiro, una de las más poderosas ciudades en la costa del Levante mediterráneo; allí se desarrolló un drama familiar digno de la mejor novela de éxito. El rey Pigmalión ambicionaba las riquezas de su cuñado Ajerbas, el gran sacerdote de Melkart, y mandó matarlo para apoderarse de ellas a pesar de los ruegos de su hermana Elisa, más conocida por Dido, el poético nombre que le dio Virgilio en su Eneida. De este modo, la princesa se encontró a la cabeza del bando opositor al rey; a toda prisa se organizó una expedición para huir de Tiro y en ella tomaron parte un buen número de ciudadanos de alcurnia, además de marinos, comerciantes, artesanos, esclavos, etcétera.

Los fugitivos arribaron a Chipre, donde otro contingente de personas se sumó a la flota; ésta se encaminó hacia cualquier lugar del Norte de África, bien conocido desde mucho antes por los infatigables navegantes fenicios. Así, llegaron a un lugar -cuyo nombre aún desconocemos- que ya estaba poblado por gentes de su mismo origen y cuyo jefe cedió a Elisa "todo aquel terreno que pueda ser contenido por una piel de buey". La inteligencia de Elisa demostró su capacidad de dar la vuelta al término ambiguo del contrato y permitió establecer a toda su expedición, pues hizo cortar la piel de un buey en una fina y muy larga tira de cuero con la cual pudo marcar un terreno amplio, cortando una península y obteniendo una superficie con unos 4 km. de perímetro en la que fundar Qart Hadasht, la "Ciudad Nueva", la futura Carthago de los romanos.

Con la visita de Eneas -por entonces huyendo de Troyas camino de Italia- y sus amores con Dido, la leyenda cierra otro capítulo y concluye en tragedia: el rey libio Hiarbas pretendió desposar a la reina Dido; no queriendo ésta salir de su viudez, y en homenaje a su difunto marido, organizó un ceremonial de expiación y al término del mismo se arrojó a la hoguera. De este modo se explica que en Cartago perdurase el culto a Elisa y la proliferación de este nombre -Elishat- en las estelas púnicas halladas en sus necrópolis. Virgilio dramatizó aún más este relato, narrando que el suicidio de Dido fue consecuencia del abandono de Eneas y del mal de amores hacia éste.

Tras estos míticos orígenes se esconde la realidad de un prestigio que no hizo más que aumentar y, con el paso del tiempo, se constituyó en la más pujante de todas las ciudades del Norte de África. Su inicio vinculado a la realeza de Tiro y la instalación en ella de aristócratas y grandes comerciantes la convirtieron en la preferida entre todas las colonias fenicias, por encima de otras más antiguas e igualmente prósperas como Útica o Hadrumetum -la actual Susa- Con la caída de las ciudades metropolitanas de Fenicia en manos de los asirios, especialmente la conquista de Tiro por Nabucodonosor II, Cartago sustituyó a la ciudad de origen y se convirtió en la nueva metrópoli fenicia del Mediterráneo ya desde fines del siglo VII a.C.

Un lugar idóneo

Los restos más primitivos hallados en Cartago confirman su antigüedad literaria: al lado del puerto comercial, en el año 1947, apareció un yacimiento con cerámicas chipro-fenicias de fines de la Edad de Bronce. Sin embargo, la arqueología no ha podido documentar todavía la existencia de un establecimiento humano contemporáneo a la fecha del 814, pues las tumbas más antiguas no se remontan más allá de los años finales del siglo VIII a.C.

La población cartaginesa de los primeros tiempos se estableció en dos montículos cercanos a la línea costera, llamados Byrsa -bursa, en griego, significa bolsa de cuero- y colina de Juno. En la primera se alzó la ciudadela fortificada cuyos imponentes restos pusieron al descubierto los Padres Blancos y los primeros arqueólogos franceses ya en los últimos años del siglo XIX. Las casas que hoy se pueden contemplar en las laderas de la colina, rectangulares y de buena construcción, con varias cisternas y patios, son las que corresponden a los últimos tiempos de independencia cartaginesa, anteriores al año 146 a.C., fecha de su caída en manos romanas. En época de Augusto se desmochó la colina, amesetándola, con lo que se ha perdido todo vestigio de la acrópolis cartaginesa, con los edificios que las fuentes nos cuentan que había en él: unas murallas muy altas, el gran templo de Eshmún en el centro y la escalinata de sesenta escalones que a él conducía...

Al sur de la colína de Byrsa se encuentra uno de los lugares más emblemáticos de Cartago, el tofet de Salammbó. Se trata de una necrópolis utilizada desde mediados del siglo VIII hasta el siglo II a.C., donde las urnas cinerarias se cubrían con un cipo o una estela. Además de constituir un espléndido depósito arqueológico en el que estudiar la evolución de la cerámica, el ajuar funerario y las estelas cartaginesas, el tofet ilustra uno de los aspectos más polémicos de la civilización púnica: los sacrificios humanos. En efecto, la mayoría de las urnas allí encontradas encerraban los restos de niños recién nacidos y de entre 2 y 4 años, sacrificados en la ceremonia del molkomor o mol'k, en el cual estos infantes eran arrojados a la hoguera en homenaje a Baal Hammón y a la diosa Tanit, pero que también ha sido interpretado como una simple ofrenda primaveral a la fecundidad y en el que los niños no siempre se sacrificaban vivos. En todo caso, esta cuestión no se ha aclarado aún y seguirá suscitando encendidos debates. El hábitat arcaico se extendía entre las colinas y la playa, donde diversos sondeos han permitido recuperar algunos aspectos de la vida de Cartago entre los siglos VII y V a.C. Sin embargo, los restos arqueológicos cartagineses de mayor importancia, urbanísticamente hablando, corresponden al período de las Guerras Púnicas, las guerras con Roma, a pesar de su resultado adverso. Las calles y casas muestran una fuerte influencia helenística, con un trazado regular de calles paralelas y manzanas de casas con varios pisos -hasta seis-, cisternas y jardines en el interior. Estucos y pavimentos de gran calidad, junto con columnas, pasillos, escaleras, drenajes de aguas, pozos negros... muestran la calidad de vida alcanzada por las clases acomodadas de Cartago.