jueves, 31 de marzo de 2011

Las mujeres en el parlamento de la Segunda República Española

Los nombres  y las biografías de Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken son, sin duda, los que la memoria histórica de la España contemporánea asocia a la presencia femenina en el Parlamento de la Segunda República española y, por consiguiente, a la del reconocimiento de la ciudadanía política de las mujeres. Gracias a un decreto de mayo de 1931 en el que se les reconocía a las mujeres el estatus de "elegibles", las tres validaron su condición de diputadas en las elecciones a constituyentes de julio de 1931 resultando elegidas: Clara Campoamor por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, Victoria Kent por el Partido Radical Socialista y, finalmente, por el Partido Socialista Obrero Español, Margarita Nelken. Y, por más que esta última no pudiera acceder a su escaño hasta que se solventaron los problemas administrativos surgidos por no tener la ciudadanía española (Margarita Nelken era hija de alemán y francesa), una de las principales transformaciones políticas que vivía la sociedad española era la de la presencia de mujeres entre los parlamentarios reunidos en el palacio de la Carrera de San Jerónimo.

Margarita Nelken 
Margarita Nelken
 
El largo camino de las sufragistas españolas   No se vieron satisfechas así las aspiraciones de amplios sectores del electorado femenino ni las de las organizaciones y plataformas sufragistas, que compartían el activismo reivindicativo a favor del voto de las mujeres. A pesar del retraso con el que las sufragistas se organizaron en España en relación a otros países occidentales desarrollados, es innegable que determinados sectores de las mujeres españolas manifestaron enraizadas preocupaciones acerca de la ciudadanía política femenina mucho antes de la Primera Guerra Mundial y de que en 1918 se creara en Madrid la Asociación Nacional de Mujeres Españolas —la ANME— considerada como su buque insignia aunque no fuera su única plataforma reivindicativa. Antes, sectores de mujeres activistas habían manifestado ya sus preocupaciones y reivindicaciones políticas: en Cataluña lo habían hecho las llamadas solidarias —principalmente catalanistas de la Uiga— y las anti-solidarias —damas rojas republicanas, radicales y librepensadoras y masonas— coincidiendo con las elecciones de la Solidarität Catalana de 1907 y en Madrid, por ejemplo, socialistas madrileñas elevaron sus voces en la misma dirección con ocasión de la conjunción republicano-socialista de 1910, tras la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Y, de hecho, la amplitud de este activismo fue tal que contagió a organizaciones y plataformas del catolicismo social con el efecto lateral de que el Estatuto Municipal del general Primo de Rivera incluyera la posibilidad de que fueran elegidas regidoras municipales aquellas mujeres que tuvieran la condición de cabeza de familia y de que, al constituirse en 1927 la Asamblea Nacional —un remedo de parlamento que no fue ni democrático ni deliberativo— nombrara asambleístas a varias representantes del catolicismo social, como María de Maeztu, María de Echarri o Carmen Cuesta. Así, las asambleístas primorriveristas se transformaron en las primeras mujeres que accedían a la más alta institución política del Estado —las socialistas que recibieron la propuesta del dictador la rechazaron— y, de esta forma, también se transformó el reconocimiento de la ciudadanía democrática femenina en una aspiración activamente identificada con la transformación política del Estado. A la Segunda República española le correspondería, pues, recuperar la constitucionalidad y darle a la democracia política un verdadero contenido de género.

Clara Campoamor 
Clara Campoamor

En el verano de 1931 las constituyentes tenían ante sí la tarea de elaborar una nueva constitución e incluir a las mujeres en el electorado español. La discusión del sufragio femenino fue, sin embargo, un tema difícil, pues por doquier se levantaba el fantasma de la hipotética influencia que la Iglesia podría tener en el voto de las mujeres, inclinando las urnas hacia la derecha e, incluso, hacia posiciones políticas no democráticas. En el Parlamento sólo Clara Campoamor habló decidida y entusiasta a favor del voto. Con voz vibrante y retórica decidida manifestó una y otra vez que si las mujeres formaban parte del conjunto social justo era que la política también las reconociera como ciudadanas de pleno derecho, como elegibles y electoras a un tiempo. Como diputada desarrolló una intensa actividad, pero fue su activa defensa del sufragio femenino en los debates iniciados en septiembre de 1931 la que proporcionó mayor visibilidad a esta mujer que se había hecho a sí misma. Cursó bachillerato siendo ya mayor, presentándose con esfuerzo denodado a varias oposiciones y estudiando a continuación Derecho, carrera en la que se licenció en 1924, a los 36 años de edad. Sus argumentos insistían en que la República no sería democrática si les negaba el voto a las mujeres y convencieron a parlamentarios cuyas posiciones no eran en principio abiertamente favorables. Sin ir más lejos, Manuel Azaña lo dejó escrito en sus diarios: "Yo creo que tiene razón la Campoamor y que es una atrocidad negar el voto a las mujeres por la sospecha de que no votarían en favor de la República".

Victoria Kent 
Victoria Kent

La conquista del derecho al voto    El derecho al voto fue finalmente aprobado en octubre de 1931 con 161 votos a favor y 121 en contra, siendo derrotada dos meses más tarde, en diciembre de 1931, una enmienda que proponía excluir a las mujeres del voto en las generales, pero no en las municipales. El entusiasmo se dejó sentir en la calle y, según constaba en el artículo 36 del Título III de la Constitución republicana, las españolas mayores de 23 años tenían abierto el camino a las urnas y con él el reconocimiento de una ciudadanía igualitaria: "Los ciudadanos de uno y otro sexo tendrán los mismos derechos electorales según determinen las leyes". Sin embargo, todavía tardarían en votar porque el reconocimiento político del voto no implicaba el inmediato acceso de las mujeres a las urnas. En cualquier elección, los mecanismos jurídicos exigían, y exigen todavía hoy, la previa elaboración del censo electoral. Y éste fue el condicionante legal que mantuvo alejadas de las urnas a las mujeres catalanas en el referéndum del Estatut de abril de 1932 habiendo ocurrido lo mismo en noviembre del mismo año 1932 en las elecciones al Parlamento catalán. Una vez confeccionados los respectivos censos, las mujeres de toda España pudieron finalmente votar en las generales de noviembre de 1933.

En España habían votado por primera vez más de seis millones de electoras y hasta períodos muy recientes la historia ha continuado preguntándose si esta participación había favorecido a las derechas, como siempre han querido aventurar determinadas corrientes historiográficas o si, por el contrario, habían sido éstos unos resultados independientes de la concurrencia del voto femenino a las urnas. Trabajos muy recientes continúan abordando el tema y aportando frases que, repetidas una y otra vez, suenan a cancioncilla propagandística: "El mundo se perdió por una mujer, gimoteaba la izquierda, mientras subrayaba el error de no haberle concedido un sufragio restringido". Sin embargo, el análisis de los niveles de la participación por parte de hombres y mujeres indica que la orientación del voto de las mujeres fue similar a la de los hombres y no hizo por tanto más que redoblar la inclinación general. Se plantea así una hipótesis avanzada también hace años y que en el fondo no hacía más que insistir en la independencia de criterio electoral y político con que las mujeres habían manifestado una mayoría de edad política por la que se habían movilizado ampliamente y lo habían hecho con las mismas características con que podían haberlo hecho, antes y después, los votantes masculinos.

 Federica Montseny
Federica Montseny

Las nueve pioneras  Como es lógico suponer, los años republicanos constituyen una etapa en la que la presencia de las mujeres en espacios de la vida pública española resultó estimulada por el mismo activismo político, social y cultural con que habían conseguido el reconocimiento del voto. En concreto, a los escaños del Parlamento se incorporaron nueve diputadas entre 1931 y 1936. Clara Campoamor Rodríguez, Victoria Kent Siano y Margarita Nelken Mansberger fueron elegidas como ya hemos visto en las elecciones a constituyentes. Margarita Nelken lo fue de nuevo en noviembre de 1933 y en febrero de 1936 siendo la única mujer que consiguió las tres actas del período republicano, siempre como candidata socialista por el distrito de Badajoz. En noviembre de 1933 consiguieron, además, el acta de diputadas Francisca Bohigas Gavilanes, de la Minoría Popular Agraria y de la CEDA y las socialistas Veneranda García-Blanco Manzano, María Lejárraga García y Matilde de la Torre Gutiérrez. En febrero de 1936 ganaron sus escaños las socialistas Julia Álvarez Resano y la ya mencionada Matilde de la Torre Gutiérrez, la comunista Dolores Ibárruri Gómez y las también mencionadas ya Victoria Kent Siano o Margarita Nelken.

Clara Campoamor, Victoria Kent y Julia Álvarez Resano eran abogadas; Margarita Nelken era pintora, crítica de arte y periodista; Francisca Bohigas Gavilanes, Matilde de la Torre y Veneranda García-Blanco maestras; María Lejárraga, aunque maestra de profesión, fue una escritora prolífica que destacó en diversos géneros; y, por último, la comunista Dolores Ibarrúri estudió el curso preparatorio de Magisterio y, tras abandonarlo, se ganó la vida como trabajadora manual en oficios tan típicamente femeninos como los de costurera o criada. El conjunto constituía un puñado de mujeres profesionales cuya memoria se ha perdido hoy en buena parte de los casos. Su dedicación a las actividades públicas les dio visibilidad y si hoy es posible recorrer su biografía es porque todas ellas dieron a la imprenta relatos biográficos o libros autobiográficos y memorias políticas que, según los casos, vieron la luz en el exilio, independientemente de que sus autoras se hubieran exilado al acabar la Guerra Civil o al iniciarse ésta. Clara Campoamor, por ejemplo, marchó al exilio en septiembre de 1936 y escribió a vuela pluma casi unos meses después La révolution spagnole vue par une républicaine, sus memorias políticas en París durante el año 1937. Sin embargo, fue en Madrid y en el mismo verano de 1936 cuando Margarita Nelken escribió Porqué hicimos la revolución, un texto encaminado a justificar la radicalización del sector socialista colindante con la III Internacional que la votaba y también su propia evolución política que desde octubre de 1934 la había ido convirtiendo en firme candidata a la militancía en el Partido Comunista de España, un proceso que culminaría en los últimos meses del mismo año 1936. Pero, por lo general, las memorias de las diputadas republicanas vieron la luz en el exilio posterior a 1939, cuando en relación a la política española ya sólo "les quedaba la palabra", una situación descrita aquí con las poéticas palabras de Blas de Otero. 

Veneranda García Manzano
Venerada García-Blanco Manzano

Silenciadas y desconocidas   "Les quedaba la palabra" y a ésta acabaría por llevársela el viento con la obstinación de los elementos que acostumbran a arrasar con los vestigios humanos. ¿Quién recuerda hoy a María Lejárraga, la diputada ríojana que consiguió el acta parlamentaria por la provincia de Granada en 1933, si no fuera por la peculiar relación de "negro" literario que mantuvo con Gregorio Martínez Sierra, su esposo y firmante de al menos una parte de sus obras? ¿Quién sabe fuerra de su Cantabria natal quién fue la socialista Matilde de la Torre? Sorprendentemente, antes incluso de que la Transición democrática española acometiera la reconstrucción de la memoria democrática de estas mujeres guardaba la población española los nombres y las figuras de Dolores Ibárruri y de Federica Montseny, comunista una y anarquista la otra, diputada frentepopulista como hemos visto una y la otra ministra de Sanidad y Asistencia Social del segundo gobierno que Largo Caballero formó durante la Guerra Civil y, por tanto, la primera mujer que en España accedía a tal responsabilidad política. Paradójicamente, el nombre de ambas era repetido con verdaderas "lindezas" retóricas desde los medios de comunicación franquista según la misma voluntad represora con que se trataba de silenciar los nombres y el papel de las diputadas "rojas" o de las mujeres políticas. La lógica de esta simplificación mantuvo sus nombres y borró otros, incluso en casos en que, como en el de Francisca Bohigas Gavilanes, pudieran haber pertenecido a partidos de derechas y haber puesto su pluma tras finalizar la Guerra al servicio de los "vencedores". Justo es, pues, rendirles a todas estas mujeres el homenaje de recuperar su memoria con el deseo de que los lectores hagan lo propio con al menos una parte de su obra y, especialmente, con sus memorias, caso de que las hubieran escrito.

Dolores Ibarruri
Dolores Ibarruri
 

Susanna Tavera es doctora en Historia Contemporánea y profesora de la Universidad de Barcelona. Es autora, entre otras obras, de Federica Montseny la indomable. 1905-1994. Temas de Hoy, 2005.

Fin de la II República española


La oportunidad perdida de la Segunda República española

“Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo", dejó escrito el rey Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles, antes de abandonar el Palacio Real la noche del martes 14 de abril de 1931. Cuando llegó a París, comienzo de su exilio, Alfonso XIII declaró que la República era "una tormenta que pasará rápidamente". Tardó en pasar más de lo que él pensaba, o deseaba. Más de cinco años duró esa República en paz, antes de que una sublevación militar y una guerra la destruyeran por las armas.

La República llegó con celebraciones populares en la calle, mucha retórica y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma. La multitud se echó a la calle cantando el Himno de Riego y La Marsellesa. Allí había obreros, estudiantes, profesionales. La clase media "se lanzaba hacia la República" ante la "desorientación de los elementos conservadores", escribió unos años después José María Gil Robles. Y la escena se repitió en todas las grandes y pequeñas ciudades, como puede comprobarse en la prensa, en las fotografías de la época, en los numerosos testimonios de contemporáneos que quisieron dejar constancia de aquel gran cambio que parecía tener algo de magia, llegando de forma pacífica, sin sangre.

A la República la recibieron unos con fiesta y otros de luto. La Iglesia católica, por ejemplo, vivió su llegada como una auténtica desgracia. Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría de los católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el pueblo en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era también que mostraran su desconcierto y estupor todos esos terratenientes ennoblecidos y muchos industriales y financieros con título nobiliario, que perdieron de golpe al rey, su fiel protector, al que muchos de ellos abandonaron en las últimas semanas de su reinado. 

Gobierno Provisional

Los primeros pasos   El Gobierno provisional lo presidía Niceto Alcalá Zamora, ex monárquico, católico y hombre de orden, una pieza clave para mantener el posible y necesario apoyo al nuevo régimen de los republicanos más moderados. Sus ministros, republicanos de todos colores y tres socialistas, representaban a las clases medias profesionales, a la pequeña burguesía y a la clase obrera militante o simpatizante de las ideas socialistas. Ninguno de ellos, salvo Alcalá Zamora, había desempeñado un alto cargo político con la Monarquía, aunque no eran jóvenes inexpertos, la mayoría rondaba los cincuenta años, y llevaban mucho tiempo en la lucha política, al frente de partidos republicanos y organizaciones socialistas. Tampoco era, frente lo que se ha dicho a menudo, un gobierno de intelectuales. Salvo Manuel Azaña, presente en el gobierno como dirigente de un partido republicano, no estaban allí esos intelectuales que tanto habían contribuido con sus discursos y escritos a darle la estocada a la Monarquía durante 1930. Ni Unamuno, ni Ortega, ni Pérez de Ayala o Marañón. Estos últimos desaparecieron muy pronto además de la vida pública o acabaron incluso distanciados del régimen republicano.

Lo que hizo ese Gobierno en las primeras semanas, todavía con la resaca de la fiesta popular, fue legislar a golpe de decreto. Difícil es imaginar, efectivamente, un gobierno con más planes de reformas políticas y sociales. Antes de la inauguración de las cortes constituyentes, el Gobierno provisional de la República puso en práctica una Ley de Reforma Militar, obra de Manuel Azaña, y una serie de decretos básicos de Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, que tenían como objetivo modificar radicalmente las relaciones laborales. Tal proyecto reformista encarnaba, en conjunto, la fe en el progreso y en una transformación política y social que barrería la estructura caciquil y el poder de las instituciones militar y eclesiástica.

La Constitución de 1931   El camino marcado por el Gobierno provisional pasaba por convocar elecciones a Cortes y dotar a la República de una Constitución. "Una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia", proclamaba el artículo primero de su Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan sólo siete meses después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII.

Constitucion 1931

Esa Constitución, que decía que la República era "un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones", declaraba también la no confesionalidad del Estado, eliminaba la financiación estatal del clero e introducía el matrimonio civil y el divorcio. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las mujeres, algo que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos democráticos de las naciones más avanzadas.

Constitución, elecciones libres, sufragio universal masculino y femenino, gobiernos responsables ante los parlamentos. En eso consistía la democracia entonces. No era fácil conseguirla y menos consolidarla, porque todas las repúblicas europeas que nacieron en aquellos turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, desde Alemania a Grecia, pasando por Portugal, España o Austria, acabaron acosadas por fuerzas reaccionarias y derribadas por regímenes fascistas o autoritarios.

Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales. En los dos primeros años de la República se acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia y del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública.

Pero esa legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución. La Segunda República pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo.

Los desafíos de la República   Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos. En primer lugar, del antirrepublicanismo y de las posiciones antidemocráticas de los sectores más influyentes de la sociedad: hombres de negocios, industriales, terratenientes, la Iglesia y el ejército. Tras unos meses de desorganización inicial de las fuerzas de la derecha, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. Ese estrecho vínculo entre religión y propiedad se manifestó en la movilización de cientos de miles de labradores católicos, de propietarios pobres y "muy pobres", y en el control casi absoluto por parte de los terratenientes de organizaciones que se suponían creadas para mejorar los intereses de esos labradores. En esa tarea, el dinero y el púlpito obraron milagros: el primero sirvió para financiar, entre otras cosas, una influyente red de prensa local y provincial; desde el segundo, el clero se encargó de unir, más que nunca, la defensa de la religión con la del orden y la propiedad. Y en eso coincidieron obispos, abogados y sectores profesionales del catolicismo en las ciudades, integristas y poderosos terratenientes como Lamamié de Clairac o Francisco Estévanez, que con tanto afán defendieron en las Cortes constituyentes los intereses cerealistas de Castilla; y todos esos cientos de miles de católicos con pocas propiedades pero amantes del orden y la religión.

Dominada por grandes terratenientes y sectores profesionales urbanos, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), el primer partido de masas de la historia de la derecha española, creado a comienzos de 1933, se propuso defender la "civilización cristiana", combatir la legislación "sectaria" de la República y "revisar" la Constitución. Cuando esa "revisión" de la República sobre bases corporativas no fue posible efectuarla a través de la conquista del poder por medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a pensar en métodos más expeditivos. Sus juventudes y los partidos monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización bastante antes. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos por conseguir la desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse al golpe militar.

Azaña ejercito

Autoritarismo frente a revolución   Si, frente a la democracia, la derecha creía en el autoritarismo, una parte de la izquierda prefería la revolución como alternativa al gobierno parlamentario. La insurrección como método de coacción frente a la autoridad establecida fue utilizada primero por los anarquistas y detrás de sus sucesivos intentos insurreccionales —en enero de 1932 y en enero y diciembre de 1933— había, esencialmente, un repudio del sistema institucional representativo y la creencia de que la fuerza era el único camino para liquidar los privilegios de clase y los abusos consustanciales al poder. Sin embargo, como la historia de la República muestra, desde el principio hasta el final, el recurso a la fuerza frente al régimen parlamentario no fue patrimonio exclusivo de los anarquistas ni tampoco parece que el ideal democrático estuviera muy arraigado entre algunos sectores políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la vía insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los anarquistas más radicales la habían abandonado ya por agotamiento.

Esas graves alteraciones del orden, como lo había sido ya la fracasada rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario, demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque fuera con un coste alto de sangre. En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también en otros países, y las organizaciones sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, libres y sin falseamiento gubernamental, en las que la CEDA, como los demás partidos, puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un Gobierno, presidido de nuevo por Manuel Azaña, que emprendía otra vez el camino de las reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada que la de 1931. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.

Golpe de muerte   Nada de eso, sin embargo, conducía necesariamente al final de la República ni a una guerra civil. Ésta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del Gobierno republicanos para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la Guerra Civil. Atrás quedaban cinco años de cambio, conflicto, esperanzas rotas y proyectos frustrados. Nada sería ya igual después del golpe de Estado de julio de 1936.

viernes, 18 de marzo de 2011

Engels, el capitalista


Según Tristram Hunt autor de una reciente biografía de Friedrich Engels inédita en español, ha llegado la hora de volver a examinar la vida del padre fundador del comunismo, ya que ya han pasado más de veinte años de la caída del muro de Berlín

Hace algunos  años, el diario británico The Guardian realizó una entrevista a Geoff Looynes, un imitador profesional de Karl Marx y, al preguntarle por su oficio, respondió: 

—Tienes que hacer los deberes. Me lo he empollado todo. Sé todo sobre su familia y ese colega suyo... ¿cómo se llamaba? ¿Engham?

—¿Puede que se esté refiriendo a Engels, quizás?

—Sí, eso. Hay que saberse todo eso.

No hace ni siquiera 50 años, tal metedura de pata hubiera resultado inconcebible. Por entonces un tercio de la humanidad se hallaba bajo régimen comunista, con lo que el nombre de Friedrich Engels (1820-1895) se encontraba en la boca de millones de personas. "Cualquier ciudadano chino conoce la cara de Engels y la de Marx" aseguraba un sociólogo de la China comunista. En Europa, Centroamérica y Asia meridional, las autoridades bautizaron plazas, paseos, regimientos militares y urbanizaciones en honor a Engels. En la región rusa del Volga, de población alemana, los soviéticos llegaron aún más lejos y cambiaron de nombre a una ciudad entera. En 1931, Pokrovsk pasó a llamarse Engels, en memoria de un hombre que "había hecho tantísimo por el proletariado internacional".

Durante la mayor parte del siglo XX, tanto la imagen como las ideas de Friedrich Engels resultaban inquietantemente familiares, ya que se hallaba sentado junto a Marx, Lenin y Stalin (o Mao) en el panteón comunista oficial. Y aún así, ni los imitadores de Marx recuerdan su nombre. En Rusia, la ciudad de Engels aún conserva su nombre y todavía sobreviven estatuas en su honor en Moscú y Berlín. Sin embargo, su legado político e intelectual se ha visto casi extinguido. En medio de la desintegración económica que estamos atravesando, esta amnesia histórica resulta aún más lamentable, ya que en momentos como estos es cuando su crítica al capitalismo debería resonar con más fuerza que nunca.

Pero, ¿quién era Friedrich Engels? Ciertamente uno de los pensadores decimonónicos más intuitivos y creativos, además de ser también un hombre afligido por una cautivadora contradicción personal. Según la hija de Karl Marx, Eleanor: "puede que no exista ningún niño que haya nacido en el seno de una familia de esas condiciones y que haya seguido una trayectoria en la vida más opuesta que Engels. Debió de ser el patito feo de la familia". Con una educación como la que había recibido, resultaba imposible predecir un futuro revolucionario: no hubo ningún hogar roto, ni ausencia paternal, ni infancia solitaria. En cambio, tuvo unos padres que lo querían, unos abuelos que le consentían, multitud de hermanos, una prosperidad asegurada y la sensación de pertenecer a una familia estructurada.

Nació en 1820 y fue educado en una respetable comunidad burguesa situada en la ribera del Wupper, en el distrito de Rhineland de la Prusia occidental (ahora territorio alemán). Su padre, como su padre antes que él, trabajaba en la empresa familiar Caspar Engels und Sohne, un exitoso negocio textil y de blanqueado. En su adolescencia, Engels se rebeló de forma espectacular contra el cerrado protestantismo y el capitalismo desenfrenado que imperaba en su localidad y publicó una serie de artículos periodísticos donde criticaba la contaminación industrial que producían las "humeantes fábricas y depósitos textiles". Denunció la situación apremiante que sufrían los trabajadores de las fábricas "en salas de techos bajos donde la gente respira más humo de carbón y polvo que oxígeno" y lamentó la creación de "gente completamente desmoralizada, sin domicilio fijo ni trabajo permanente, que con la primera luz del día salen arrastrándose de sus refugios, de sus pajares, de sus establos".

No obstante su condena de la economía de mercado no era la de un puritano. Engels no veía ningún problema con que la gente fuera rica y feliz. De hecho, él mismo sentía un extraño amor por la vida. Cuando trabajaba como aprendiz, bebía en abundancia ("Tenemos una gran reserva de cerveza en la oficina: bajo la mesa, detrás de la caldera y del armario, hay botellas de cerveza en todas partes"), adoraba a Beethoven, estudiaba esgrima y organizaba concursos de bigotes que después celebraba en verso: Los ignorantes evitan la molestia de la barba y se afeitan las caras limpias como una patena; nosotros no somos ignorantes, así que podemos dejarnos crecer libremente el bigote.

Parece que en 1840, mientras cumplía el servicio militar en Berlín, seguía bebiendo en grandes cantidades y siendo tan vanidoso como siempre. "Pronto me ascenderán a artillero", alardeaba ante su hermana Marie, "que es una especie de oficial subordinado, y podré llevar galones dorados en el uniforme".

Pero además de mostrar esta afabilidad, Engels también sufrió cambios significativos y los estallidos contra los industriales explotadores tan típicos de su juventud fueron sustituidos por una filosofía política mucho más coherente. En primer lugar, adoptó las ideas de la "Joven Alemania", un grupo radical de patriotas republicanos que se mostraban impacientes ante la Prusia del Antiguo Régimen y su reaccionaria monarquía. Más tarde le llegó el turno a la filosofía de Hegel y sus "Jóvenes Hegelianos", que criticaban el conservacionismo político y religioso de la época. Por último, Engels cayó bajo la influencia del "rabino comunista" Moses Hess. Fue este último quien le ayudó a darse cuenta de que para poder aliviar las condiciones laborales de los trabajadores de Wuppertal hacía falta algo más que un cambio político: se necesitaba "una revolución social basada en la propiedad colectiva". Hess afirma que Engels llegó a la primera asamblea siendo un revolucionario novato, tímido e ingenuo, pero que llegó a convertirse en un "comunista de un entusiasmo extremo".

Nada de esto complacía a sus adustos padres. En un esfuerzo por evitar que se radicalizara aún más, lo enviaron a Manchester para trabajar en Ermen & Engels, el negocio de hilo de algodón de su padre. Irónicamente, era justo lo que Engels quería. Sobre la denominada "Algodonópolis", Engels escribió que "los efectos que las formas de fabricación modernas causan sobre la clase obrera evolucionan aquí de forma libre y perfecta". El lugar donde el proletariado sufría mayor explotación y donde las diferencias de clase resultaban más acuciadas era precisamente entre los incansables telares y las contaminantes chimeneas de Manchester, por lo que la ciudad contaba con las mejores condiciones para que se produjera la revolución comunista. En vez de facilitarle una formación en los tediosos misterios del comercio, Marchester le proporcionó testimonios humanos esenciales que sirvieron para afianzar las teorías de Berlín.

La depravación de Manchester   De la mano de Mary Burns, una joven irlandesa que habitaba en la ciudad, Engels pudo explorar los terribles bajos fondos del Manchester Victoriano: "Las casas son viejas, sucias y de muy reducido tamaño, las calles irregulares, llenas de grietas y sin desagües o aceras; cantidades ingentes de desperdicios, restos de comida y suciedad vomitiva se amontonan llenando todo lo que abarca la vista". Estas experiencias le sirvieron como prueba del inminente conflicto de clases, como dejó plasmado en su brillante y polémico La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845). El libro cuenta sin tapujos la depravación de la burguesía de Manchester y los horrores de la industrialización: "mujeres imposibilitadas para dar a luz, niños deformes, hombres debilitados, extremidades rotas, generaciones enteras destruidas", y todavía hoy consigue dejar boquiabiertos a los lectores. Constituye una de las primeras críticas a la brutalidad del capitalismo y el propio Marx quedó fascinado por la obra. "Qué gran fuerza, qué agudeza, qué pasión, la que te movía por aquellos tiempos", escribió más tarde a Engels, refiriéndose a la situación.

Engels era un comunista tan sofisticado como Marx cuando ambos aunaron fuerzas mientras tomaban unas copas en el parisino Café de la Régence en 1844. Su crítica al capitalismo, su creencia en la inevitabilidad de la revolución y sus exigencias para que se aboliera la propiedad privada eran totalmente afines a las ideas de Marx. No obstante, en la reunión, Engels tomó la crucial decisión de mantenerse en la sombra y dejar que Marx asumiera el papel protagonista. Este sacrificio personal nunca llegó a crear ningún tipo de amargura entre ellos. "¿Cómo puede alguien sentir envidia de un genio?" preguntó Engels, "resulta algo tan especial que los que carecemos de él sabemos desde un principio que nunca lo podremos conseguir. Para sentir envidia de algo así se tiene que ser espantosamente estrecho de miras".

Desde el principio trabajaron como un equipo. Fue Engels quien escribió los dos primeros borradores de lo que llegaría a ser el Manifiesto Comunista. Fue él quien organizó la política de calle de la Liga de los Comunistas en París, Bruselas y Colonia. Y fue también Engels quien estuvo en las barricadas de las revoluciones de 1848 y 1849. "El silbido de las balas es una cuestión bastante trivial", informó a Jenny, la esposa de Marx.

No obstante, el mayor sacrificio que tuvo que realizar Engels llegó tras la desgracia del fracaso de 1848. Mientras los gobiernos conservadores extinguían los últimos vestigios de la revolución, Marx y Engels buscaron refugio en Gran Bretaña. No obstante, ninguno de los dos podía ganarse la vida como hombres de la revolución. La única solución que vio Engels fue volver a Ermen & Engels, mientras Marx se ponía a trabajar en su obra maestra, El capital. "Juntos formamos una sociedad ", explicaba Marx con delicadeza, "en la que yo empleo mi tiempo en la parte teórica y de partido del negocio", mientras que la labor de Engels consistía en suministrar apoyo financiero usándose a sí mismo como mercancía. En contra de su voluntad, el comunista revolucionario se vio convertido en un gran señor de la industria algodonera obligado a usar levita.
Los siguientes 20 años constituyeron una época de frustración en la que Engels, en contra de sus convicciones, tuvo que volver a ser un "vendedor ambulante". El único consuelo lo encontró en los brazos de Mary y, cuando esta falleciera en 1863, en los de Lizzy Burns, su hermana. Se integró en la adinerada clase media de Manchester y visitó galerías de arte, se hizo miembro de clubes respetables y entró a formar parte como socio de Ermen & Engels. También participó gustoso en las sangrientas cacerías que tenían lugar en el condado de Cheshire. "El sábado me uní a la caza del zorro y me pasé siete horas en la silla de montar", escribió a Marx tras una cacería especialmente excitante. "Este tipo de cosas siempre me deja en un estado de diabólica excitación durante días. Es el mejor placer físico que conozco. Al menos 20 de los hombres se cayeron del caballo o se bajaron voluntariamente de él. Hubo que sacrificar dos caballos y se mató un zorro (y yo estuve presente en el momento de la muerte)." »

Una gran crítica al capitalismo Sin embargo no abandonó por completo el comunismo. Mientras Marx trataba de resolver las cuestiones económicas del marxismo en El Capital, Engels empezó a desarrollar nuevas ideas sobre el colonialismo, la historia e incluso el feminismo. Pero también proporcionó a Marx la información esencial que necesitaba para analizar el funcionamiento del capitalismo. "He llegado a un punto en mi trabajo de economía para el que los escritos teóricos ofrecen gran ayuda, por lo que debo pedirte consejo práctico a ti", escribió Marx en 1858 antes de atosigar a Engels con innumerables preguntas. "¿Podrías hacerme una lista de todos los tipos de obreros que trabajan, por ejemplo, en tu telar, y en qué proporciones se hallan distribuidos?" Ermer & Engels no sólo proporcionaba sustento económico a Marx y a su familia, sino que su empresa también sirvió como demostración empírica para la que llegó a ser la mayor crítica al capitalismo.

En 1870, Engels pudo por fin abandonar el purgatorio que suponía la ciudad de Manchester. "¡Hurra! Hoy el "dulce comercio" llega a su fin y ya soy hombre libre", escribió en una carta a Marx. "Eleanor y yo celebramos mi primer día de libertad esta mañana dando un largo paseo por el campo." Regresó a Londres para estar cerca de Marx y el último cuarto de siglo fue testigo de su reincorporación al trabajo que mejor sabía realizar: profundizar en el marxismo, popularizarlo y explicar su significado. Ayudó a organizar la Asociación Internacional de Trabajadores (más conocida simplemente como La Internacional), así como a fundar partidos socialistas en Alemania, Austria, Italia, Francia y España.

Lo que es más, escribió una serie de obras (Anti-Dühring, Del socialismo utópico al socialismo científico y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica, entre otras) que consiguieron atraer a las nuevas generaciones hacia las ideas del marxismo. "A juzgar por la influencia que Anti-Dühring ejerció sobre mí", escribió el socialista alemán Karl Kautsky, "ningún otro libro ha contribuido tanto a que se comprendan las ideas del marxismo." En palabras del erudito soviético David Ryazanov, "Todo joven marxista que entrara en la vida pública a principios de los ochenta se formó con este libro". Como el mismo Marx se encontraba enfrascado en las interminables cuestiones económicas de los volúmenes II y III de El capital, fue Engels quien hubo de codificar su doctrina conjunta y resaltar su relevancia.

En cierto sentido, Engels llevó a cabo su tarea con demasiada perfección. A finales del siglo XIX, algunos acólitos de estrechas miras transformaron su explicación del marxismo en una rígida ortodoxia. "Todo el pensamiento de Marx no es tanto una doctrina, sino un método", escribió Engels en defensa de la amplia filosofía que había desarrollado con Marx. "No proporciona dogmas prefabricados, sino asistencia a la hora de llevar a cabo una investigación posterior y el método que en ella habrá de utilizarse." Por desgracia, este fue el tipo de dogma del que Lenin primero y después Stalin echarían mano para justificar la brutalidad de su programa político. Innumerables millones de personas morirían en nombre de esta nueva ortodoxia derivada conocida como marxismo-leninismo. La reputación de Engels y Marx fue tan solo una víctima más.

No obstante, hoy en día, una vez desaparecida esa "perversión dictatorial" que supuso el socialismo del siglo XX, resulta de nuevo posible evaluar la vida y obra de Engels. Más de 20 años después de la caída del muro de Berlín, (con tan sólo Corea del Norte y Cuba manteniéndose todavía firmes a sus ideales), al fin podemos levantar el oscuro velo que crearan el propio Marx y sus mal informados devotos Lenin y Stalin. Al hacerlo, queda al descubierto la rica, carismática y cautivadora personalidad de Engels y sus escritos adquieren una importancia extraordinaria.

En la actualidad, la obra de Engels no supone únicamente una crítica concienzuda al capitalismo global, sino que proporciona nuevas perspectivas acerca de la naturaleza de la modernidad y el progreso, de la religión y la ideología, del colonialismo y el "intervencionismo liberal", de la teoría urbana, e incluso del darwinismo y la ética de la reproducción. Engels fue mucho más que el "colega" de Marx. Fue uno de los más impresionantes e infravalorados filósofos, propagandistas y activistas de la historia de la política moderna. Puede que ya vaya siendo hora de que tenga su propio imitador.

Tristram Hunt es autor de The Frock-Coated Communist, Penguin. 2009, biografía que aún no ha sido traducida al español. Enzenzberger. Hans Magnus, Conversaciones con Marx y Engels, Anagrama, 2009. Che Guevara, Ernesto, Síntesis biográfica de Marx y Engels, Centro de Estudios Che Guevara - Ocean Sur, 2008. Labica, George, Engels y el Marxismo, Fundación de Investigaciones Marxistas, 1999.
Web
http7/www.narxists.org/espanol/m-e/index.htm Proporciona acceso a obras de Marx y Engels en español.
http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/ Biblioteca de Autores Socialistas de la Universidad Complutense de Madrid

jueves, 17 de marzo de 2011

Moctezuma, ¿colaborador o víctima?

Moctezuma
La noticia de que unos extraños visitantes habían alcanzado la costa llegó a la capital azteca de boca de un mensajero muy fuera de lo común: un campesino sin orejas ni dedos de los pies. El correo llegó al palacio de Moctezuma asegurando que había visto una gran montaña flotando en el mar. La primera reacción del gobernante fue enviar un sacerdote a investigar tan curiosa historia. Cuando el sacerdote regresó a Tenochtitlán, la gran capital del imperio azteca, habló de enormes torres en el océano, habitadas por extranjeros de piel blanca. Moctezuma no podía saber, de ninguna manera, que tal extraño avistamiento marcaría el principio de una serie de asombrosos acontecimientos que terminarían por llevar a la destrucción del imperio y a su propia prematura muerte.

Moctezuma II, el noveno huey tlatoani (gran orador) de los aztecas de México, subió al poder en 1502 en una época del mundo azteca a la vez triunfal y llena de peligros. El imperio nunca había sido más grande, y el mismo Moctezuma constituye uno de los personajes más poderosos y fascinantes de su historia.

Según los asombrados españoles que fueron testigos de su forma de vida, Moctezuma tenía miles de sirvientes, todos nobles, que le servían increíbles manjares en platos de oro. Llevaba ropa nueva cada día y como diversión contaba con un elenco de enanos, engendros de la naturaleza y su propio zoológico. Además, de él también se dice que 150 de sus mujeres estuvieron embarazadas al mismo tiempo. No obstante, tal magnificencia sufrió un final abrupto y violento en 1521, cuando la capital azteca fue destruida por los famosos conquistadores españoles, liderados por Hernán Cortés.

El gran dios

Si nos fiamos de las fuentes del siglo XVI, Moctezuma desempeñó un papel más bien vergonzoso en la derrota de su pueblo. En vez de movilizar sus fuerzas contra los invasores, que de hecho se veían varias veces superados en número, el tlatoani se quedó paralizado por el miedo, viendo avanzar a los conquistadores, aterrado por una serie de profecías y con el convencimiento de que Cortés era la reencarnación del gran dios Quetzalcoatl. Como una mujer oculta había gritado en la noche y un cometa había cruzado los cielos, Moctezuma intentó entonces apaciguar a los españoles sobornándolos con elaboradas ofrendas de oro para que no invadieran la ciudad. Cuando los conquistadores llegaron a sus puertas, les dio la bienvenida y se sometió a sus dictados. Acto seguido, Cortés lo agarró y lo obligó a actuar como un títere en sus manos hasta el mismo momento de su muerte, ya fuera a manos de los españoles o de sus propios súbditos descontentos.

Esta imagen de sumiso colaborador resulta ciertamente tentadora, y es la que ha dominado las crónicas tradicionales de la conquista española. Uno de los primeros cronistas pone en contraposición a un "asustadizo y medroso" Moctezuma con un Cortés "noble y valiente". Esta yuxtaposición de héroe y villano puede resultar muy conveniente, pero se ha visto puesta recientemente en duda. Si juzgamos las acciones de Moctezuma teniendo en cuenta las expectativas de los indígenas más que los parámetros de la historia, tal vez podamos ver al tlatoani bajo otra luz totalmente distinta. La realidad es que Moctezuma fue víctima tanto de la tendencia española a romantizar sus victorias como del deseo de los aztecas de justificar su derrota.

Como Cortés pretendía justificar y ensalzar una conquista que resultaba legalmente dudosa, redundaba en su interés sugerir que el tlatoani se hubiera rendido de manera voluntaria a los españoles y que hubiera apoyado la iniciativa de los conquistadores. Por lo tanto, el discurso de bienvenida de Moctezuma, formulado de manera ambigua en el elaborado lenguaje cortesano azteca, se vio transformado en las diferentes historias en una deferente rendición de todos sus poderes. Las ofrendas, enviadas por el tlatoani como muestra de su riqueza y generosidad, se convirtieron en una concesión a la superioridad de los españoles. Y la invitación de Moctezuma a que entraran en la ciudad, entendida como una oportunidad de exhibir su magnificencia y poder, supuso un error fatal que llevó a la destrucción del Imperio azteca.

El enfoque que dieron los españoles al papel que desempeñó Moctezuma en la conquista también les resultó idóneo a los historiadores indígenas. Al ser una nación de orgullosos guerreros, los aztecas difícilmente podían aceptar la ignominia que suponía la derrota, con lo que necesitaban encontrar una explicación para su hundimiento. Y encontraron la excusa perfecta en las vacilaciones de un líder débil y crédulo.

Sin embargo, no existen pruebas reales que corroboren las afirmaciones indígenas de que se hubieran tenido malos presagios antes de la conquista, o de que Moctezuma se hubiera quedado paralizado presa del pánico a la vista del avance de los españoles. Las profecías formaban parte de la ideología mesoamericana y, debido a su concepción cíclica del tiempo, a los aztecas les resultó idóneo creer que su derrota había estado predestinada, con lo que se les absolvía así de culpa alguna y se fomentaba el mito de que Moctezuma se hubiera derrumbado psicológicamente a la vista de su inminente derrota.

La idea de la intervención divina también favorecía a los misioneros españoles que escribían las crónicas de los primeros encuentros, ya que corroboraba la naturaleza providencial y divina de la conquista. La identificación de Cortés con Quetzalcoatl parece ser culpa de una mala traducción y de una invención posterior, pero también encajaba a la perfección con los deseos, tanto de españoles como indígenas, de retratar la conquista como algo inevitable.

A pesar de las críticas proferidas por historiadores españoles y aztecas, Moctezuma no fue ningún cobarde. De hecho, fue uno de los gobernantes de más éxito y con carácter más beligerante de la historia azteca. Para este experimentado general y veterano defensor de su pueblo, la decisión de dar la bienvenida a los españoles ciertamente supuso un error de táctica, pero resulta totalmente comprensible dentro del contexto bélico mexicano.

Los españoles introdujeron una forma de lucha completamente nueva en México, ya que allí se desconocía el combate a muerte (sin captura), el ataque sin previo aviso, el tiro a distancia y el sitio a poblados. Todas estas tácticas eran consideradas por los aztecas como deshonrosas e injustas. Moctezuma no podía haber estado preparado para enfrentarse ni a las armas de los conquistadores ni a sus tácticas, y sobrestimó peligrosamente el peligro que suponían.

No obstante, Moctezuma no tenía forma alguna de saber que los conquistadores iban a resultar unos oponentes tan poco transigentes. La mayoría de sus adversarios podían ser sobornados o aterrorizados para que accediesen a formar parte del Imperio azteca. Sin embargo, los españoles no honraban las tradiciones bélicas ni comprendían la diplomacia mesoamericana.

No cabe ninguna duda de que la decisión del líder azteca de dejar entrar a los españoles en la ciudad fue un riesgo mal calculado, diseñado para demostrar su propia autoridad, pero que resultó totalmente fatídico. Una vez que Cortés tuvo agarrado a Moctezuma, su manto de mística autoridad se deshizo en pedazos. Ya se habían nombrado sucesores incluso antes de que el líder azteca muriera. Primero Cuitlahuac y luego Cuauhtemoc, el valiente guerrero que en México es considerado realmente el último tlatoani. Esta sustitución en vida de un líder no tenía precedentes, y era signo de que la muerte espiritual de la autoridad de Moctezuma se había producido mucho antes de que muriera su cuerpo. A partir de aquí, su reputación de cobarde que había abandonado a su pueblo quedó fijada.

Aún así, Moctezuma se encontró en una situación imposible: se enfrentaba a un enemigo ingenioso y bien equipado, capaz de organizar a tribus descontentas en su contra y que no jugaba limpio. Como respuesta, intentó apaciguar a los conquistadores de manera pública, mientras en secreto organizaba sus recursos físicos y espirituales para hacerles frente espiando, conspirando y lanzando hechizos.

Asimismo, aunque los aztecas no se hubieran rendido ante el destino, en cierto sentido estaban predestinados a la derrota. La sed de oro y tierras de los españoles era de una fuerza tan irresistible que tal vez podría haber sido contenida, mas nunca saciada.
Moctezuma no fue una víctima pasiva y cobarde de los conquistadores, sino de la historia. Un líder desafortunado cuya derrota ha conseguido manchar su reputación de manera permanente, tachándolo de traidor, de colaborador, de chivo expiatorio. 

Caroline Dodds Pennock es profesora de la Universidad de Leicester y autora de Lazos de sangre. Género, vida y sacrificio en la cultura azteca, Palgrave Macmiller, 2008 inédito en español. Restali, Matthew. Los siete mitos de la conquista española, Paidós 2004. Thomas, Hugh, La conquista de México, Planeta. 1994.

Tutankamón, el hombre detrás de la máscara


Mucha gente  ha quedado extasiada ante la máscara dorada de Tutankamón, maravillándose ante la destreza con que ha sido realizada, de sus materiales o por su mera belleza. No obstante, pocos piensan en la persona que la llevó durante miles de años y muchos menos saben que fue decapitado por los arqueólogos para poder sacar la máscara y presentársela al mundo.

Tutankamón nació hacia 1334 a. C., probablemente en Amarna, la ciudad de su padre Ajenatón (aunque los expertos difieren sobre el linaje del niño rey). Ajenatón fue un reformador religioso que cerró todos los templos de Egipto y trasvasó todos los cultos que estos recibían hacia el culto de Atón, el disco solar, la deidad que se adoraba en Amarna. Debido a este cambio religioso, muchos asumen erróneamente que Ajenatón era monoteísta. Aunque prohibió que se adorase a ningún otro dios que no fuera Atón, únicamente el faraón y la familia real podrían adorarlo de manera directa. El resto únicamente tenía acceso al dios a través del propio Ajenatón, casi como si se igualara a la deidad. Por lo tanto, había dos dioses: Atón y Ajenatón.

Ajenatón concentró todas sus energías en su nueva ciudad y en su religión. Raramente abandonó las fronteras de Amarna, lo que puede que resultara apropiado para un sacerdote, aunque no para un rey.  Así, el poder que Egipto ejercía sobre Oriente Próximo poco a poco empezó a verse debilitado al dejar desatendidos a sus estados vasallos y permitir que el cada vez más poderoso ejército hitita se hiciese con el control de la región.
Tutankamón llegó al mundo en medio de esta época de inestabilidad política y fervor religioso. Creció en Amarna, a salvo de la inquietud política que se sentía por todo el país. Cuando Tutankamón contaba con tan sólo ocho años de edad, una plaga asoló la ciudad y acabó con gran parte de su familia, con lo que el pequeño se vio inmerso de golpe en la vida política adulta al ser coronado rey.

Tras diez años de reinado, Tutankamón murió a los 18 años de edad. Hay quien piensa que fue asesinado justo cuando estaba a punto de alcanzar una edad en la que ya resultaba difícil de controlar. No obstante, según los resultados de la tomografía computerizada llevada a cabo en 2005, en su cadáver no aparece ningún indicio al respecto. Aún así, no cabe duda de que el debate sobre las causas de su muerte seguirá trayendo cola durante muchos años. No se han publicado demasiados estudios que traten los 18 años de vida de Tutankamón, aunque en su tumba aparecen varios objetos personales que nos indican quién pudo ser este niño-rey.

En su infancia, Tutankamón fue un chico al que le gustaba jugar fuera de casa y volvía con las rodillas magulladas y los zapatos llenos de barro. Parece seguro que el joven Tutankamón aprendió a valerse por sí mismo. Entre su colección de bastones se halla un junco montado en oro con la inscripción "Junco que su majestad cortó con sus propias manos", lo que indica que en su juventud se había sentado y grabado su bastón con un objeto punzante. Obviamente, se sentía muy orgulloso de su logro, y alguien montó el bastón en una empuñadura, tal vez como símbolo de indulgencia o por verdadera admiración ante los talentos del joven.

Existen otras pruebas de su gusto por las actividades al aire libre, como demuestra el utensilio para encender fuego que se encontró en su tumba. Tal utensilio consta de dos partes, una base perforada con pequeños agujeros y un palo que se colocaba en dichos agujeros y se frotaba hasta que saltaba una chispa y se encendía un fuego.

Tales destrezas resultaron útiles para el joven príncipe y futuro rey, a quien le gustaba mucho, además, cazar y hacer carreras en carro. Aunque en su tumba aparecen numerosas imágenes del rey llevando a cabo estas actividades pintadas en objetos más tradicionales propios de la realeza, existen pruebas suficientes que atestiguan que se trataba de aficiones verdaderas más que de montajes propagandísticos.

El arte de la guerra y el manejo de los carros formaban parte de la educación tradicional de la realeza y ya a los cinco años Tutankamón los estaba estudiando, como  prueban las armas de pequeño tamaño descubiertas en su tumba, entre las que se incluyen bumeranes, tirachinas, cimitarras y arcos y flechas. También se encontraron guantes de pequeño tamaño, como los que se utilizaban en el manejo de carros y en equitación. Parece probable que Tutankamón participase en los desfiles de carros diarios que se organizaban en Amarna, que proporcionaban a las gentes de la ciudad la oportunidad de ver al rey Ajenatón y a la familia real.

La tumba de Tutankamón también cuenta con cuatro impresionantes carros de caza que pudieron haber sido utilizados para ir al desierto a cazar leones, gacelas y toros salvajes. Las presas se iban haciendo cada vez más grandes y salvajes a medida que el rey cumplía años y se hacía más fuerte. Aunque no en su tumba, también se ha encontrado una imagen en un talatat reutilizado perteneciente al noveno pilón de Karnak, en el que se puede ver cómo Tutankamón participa en la cacería de un león y un toro salvaje y luce toda su destreza y su valor en el campo. Puede que las plumas de avestruz que adornan su famoso abanico de oro fueran tomadas de uno que hubiera cazado el propio rey. Y puede que se celebraran numerosos festines en el palacio, rebosantes de liebres, gacelas y toros salvajes que el joven Tutankamón cazara. O que el rey no mostrara talento alguno a la hora de cazar y montar en carro, sino que simplemente disfrutara de la emoción de la persecución.

Nunca llegaremos a comprender por completo la vida de este enigmático niño rey, pero al menos podremos identificarnos con la emoción y la ilusión que sentía cuando subía a su carro y miraba el llano desierto que se extendía frente a él, sabiendo que durante unas pocas horas podría olvidarse de intrigas palaciegas, inestabilidades políticas y reformas religiosas. Tan solo existían él, sus caballos y el desierto.

Charlotte Booth es profesora de Egiptología en el Birbeck College de Londres. Este artículo está basado en su libro The boy behind the mask: meeting the real Tutankhamun, Oneworld Publications, 2007. En español acaba de publicar El secreto de la esfinge y otros misterios del Antiguo Egipto. Crítica. 2010.



¿Murió de malaria?

Un estudio  reciente publicado en The Journal of the American Medical Association (http:// jama.ama-assn.org) llevado a cabo por un equipo capitaneado por Zahi Hawass, jefe del Consejo Superior de Antigüedades Egipcias, ha concluido que —tras largos debates acerca de las causas del fallecimiento del niño rey— el verdadero motivo de su muerte parece ser que fue el paludismo, unido a diversas enfermedades óseas.

Ello explicaría la enorme cantidad de bastones encontrados en su tumba, que el monarca utilizaría para ayudarse al caminar, así como la profusión de productos médicos y la pierna roturada que se pudo ver con el escaneado de la momia (una caída y su consiguiente fractura habrían provocado la infección por malaria). La investigación también ha sacado a la luz nuevas teorías acerca del árbol genealógico cercano a Tutankamón, aunque la polémica sigue abierta en lo referente a sus padres.