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viernes, 30 de diciembre de 2011

El patriotismo republicano de Manuel Azaña

Azaña y el proyecto de nación republicana


"El orgullo nacional es para los países lo que la autoestima para ios individuos: una condición necesaria para la autorrealización. Un exceso de orgullo nacional puede generar belicosidad e imperialismo, igual que demasiada autoestima puede producir arrogancia. Pero, igual que una autoestima demasiado baja le hace difícil a una persona demostrar su coraje moral, insuficiente orgullo nacional no favorece un debate contundente y real sobre política nacional. Para que ese debate sea imaginativo y productivo, se necesita una implicación emocional con tu propio país, sentimientos de una gran vergüenza o de orgullo encendido que sean evocados por las distintas etapas de su historia y por las distintas políticas nacionales de hoy día. Seguramente ese debate no se producirá a menos que el orgullo se sobreponga a la vergüenza".

Con estas palabras comenzaba el filósofo norteamericano Richard Rorty uno de sus últimos libros de reflexión política, Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX. Rorty constituye un ejemplo estimulante de un pensamiento político liberal, republicano y democrático, que está a mil leguas de cualquier pesimismo paralizador o de un intelectualismo distante. Las reflexiones políticas de Rorty son un ejemplo de racionalidad crítica que pide llevarse a la práctica mediante un programa legislativo con la vista puesta en la estela de aquel archiconocido, y no por ello descabellado, dictum marxiano que sugería a la filosofía preocuparse de cambiar el mundo y no sólo servir a su interpretación.
Y aunque la referencia de este preámbulo rortyano se refiera a la política de nuestro tiempo, tal vez no sea ocioso ni disparatado ligar los términos citados con la situación política de nuestro país, cuando España se adentra en el siglo XXI con incógnitas y problemas cuya respuesta, replanteamiento o simple disolución nos compete fundamentalmente a los españoles, a ser posible con suficiente discernimiento crítico y debate público. Sacar a colación reflexivamente una parte de nuestra historia a través de la obra de algunos de los intelectuales más representativos del pasado siglo y contemplarlos, una vez más, con los ojos del presente, puede ser una ocasión idónea para volver a pensar nuestro pasado, no con fines arqueológicos, sino constructivos.

Y ojalá podamos hacerlo con el espíritu que Rorty demanda a sus compatriotas, sobreponiendo el orgullo a la vergüenza o, dicho en términos de Habermas, promoviendo un patriotismo constitucional que no se fundamente en la defensa de la tradición o de las viejas esencias inmutables de una supuesta nación eterna, sino en los valores del Estado social y democrático de Derecho que significa, sobre todo, el propósito de establecer una sociedad plural e integradora cimentada en una cultura política de signo liberal y solidario.

Pero, en cualquier caso, como todo pasado no es nada en sí ni por sí mismo, y significa ni más ni menos lo que queremos que signifique, hemos de considerar que cualquier relato histórico debe tener en cuenta los múltiples claroscuros que componen la realidad histórica. Al fin y al cabo, como bien sabía el poeta Miguel Hernández, todos somos hijos de la luz y de la sombra, y desde ambas hemos de ir configurando los paisajes de la historia, sea de las ideas, de las cosas o de las naciones.

Manuel Azaña
Y en lo tocante al orgullo nacional y a la autorrealización de un proyecto de nación española democrática, liberal, moderna y europea, nuestra historia cuenta con una figura intelectual y política excepcional, la de Manuel Azaña Díaz, político controvertido donde los haya, destinatario de los más encendidos elogios, pero también de los denuestos más furibundos. Contemporáneos suyos como el republicano Salvador de Madariaga afirmaban que Azaña es "el español de más talla que reveló la etapa republicana... por derecho natural el hombre de más valer en el nuevo régimen, sencillamente por su superioridad intelectual... el orador parlamentario más insigne que ha conocido España".

Sin embargo, hubo personajes de la derecha reaccionaria que lo cubrieron de denuestos. Por ejemplo, la descripción que hace quien fuera propagandista del franquismo, Joaquín Arrarás, es muy reveladora: "Engendro espurio elevado a la más alta magistratura de una República abyecta por un sufragio pseudodemocrático corrompido y corruptor". Y otro franquista, Francisco Casares, se refiere a Azaña como "un monstruo, una congregación de ausencias morales y de coincidentes elementos formativos que resume, concentra y simboliza todas las culpas y todos los pecados."

En cualquier caso, tanto desde el elogio como desde el denuesto, el dato que parece evidente es que hay un número significativo de intelectuales que han concentrado en la figura de Manuel Azaña el destino y sentido de la II República española. Sin embargo, en este ensayo nuestra intención no es analizar el perfil histórico de Azaña como actor político o elemento decisivo en los destinos de la II República, primero como ministro de la Guerra y presidente del Gobierno, y luego como presidente de la República. Solamente pretendemos trazar el perfil de su idea de nación republicana en el marco de su concepción liberal de la política. Porque el gran proyecto de Azaña fue la construcción de una nación española republicana, liberal y europea que concluyó en su tiempo con un amargo fracaso pero que, sin embargo, constituyó un germen cuyos frutos más logrados y en una situación política y social bien diferente pudimos recoger los españoles en algunas de las líneas maestras del diseño político que trazó la Constitución de 1978.

La propuesta de la nación republicana, que es el gran proyecto de Azaña, no surgió de la nada. No fue un capricho o un invento que brotara al hilo de la caída brusca de una monarquía que había agotado definitivamente todo su crédito al apostar por la dictadura de Primo de Rivera como modelo político nacional, organizado en torno al desarrollo económico, la tutela militar y la minusvalía democrática. La idea republicana que tuvo en Azaña a uno de sus principales mentores y artífices venía a materializar la posibilidad más radical del proyecto de nación política que, inspirado en la Revolución francesa, habían consignado los diputados liberales de Cádiz en la Constitución de 1812: "La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos Hemisferios", rezaba el artículo primero; "La Nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona", proclamaba el artículo segundo. Y el trascendental artículo tercero que declaraba solemnemente que "La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales".

La historia política española desde el fin de la Guerra de la Independencia hasta la proclamación de la Segunda República es un complicado escenario donde, por un lado, se enfrentan durante más de cuatro décadas (desde 1833 a 1876) en guerras civiles el antiguo y el nuevo régimen: el principio monárquico absolutista encarnado en el carlismo, frente al principio monárquico liberal de los isabelinos. Por otro, la confrontación entre dos modelos del nuevo régimen representados por el liberalismo doctrinario de los moderados, basado en la teoría de la soberanía dual, la del Rey y las Cortes, y el liberalismo radical de los progresistas que no reconocía más soberanía que la nacional, aunque aceptase de hecho la institución de la Corona y la decisiva facultad del Rey para disolver las Cortes.

Y, tras la revolución de 1868 y la huida de España de Isabel II, la pintoresca búsqueda por parte del general Prim de un rey para España en las cortes europeas que cuajó en la fugaz monarquía electiva de Amadeo de Saboya y la efímera Primera República, cuyo fracaso dio paso a la gran maniobra de la Restauración urdida por Cánovas del Castillo para estabilizar el régimen monárquico sobre la base del turno de partidos, el conservador y el liberal, y una Constitución, la de 1876, que consagraba el modelo liberal doctrinario de soberanía teóricamente compartida (artículo 18: "La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey"), pero con un incremento sustancial del poder real. Y, finalmente, el trauma cívico de 1898 tras la guerra con Estados Unidos y la pérdida de Cuba y Filipinas seguido de la desmoralizante guerra de Marruecos, el desastre de Annual y el colofón de la Dictadura de Primo de Rivera.

De todo ello, lo más relevante para la dimensión política en que vamos a integrar la figura de Manuel Azaña es el surgimiento de un republicanismo nacional, del que Azaña será una de las figuras más relevantes, que vino a identificar la izquierda con la República y a rechazar de plano el liberalismo tradicional que, por su transigencia con el principio monárquico, habría arruinado en España la idea de la nación política, de la nación de ciudadanos, de la soberanía nacional sin restricciones, alumbrada por los revolucionarios franceses y adoptada por los constituyentes gaditanos como fundamento de un nuevo Estado español in statu nascendi.

Tanto para Azaña como para la mayoría de los intelectuales de la generación del 14, hijos todos de la crisis del 98, el gran error del liberalismo español del XIX habría sido su transigencia con la monarquía, tibieza que impidió llevar a fondo una revolución liberal similar a la francesa. "¿Es que alguien llama nación —dice un joven Ortega en 1909 ante la audiencia del Ateneo madrileño—, a una línea geográfica dentro de la cual van y vienen los fantasmas de unos hombres sobre los cadáveres de unos campos, bajo la tutela pomposa del espectro de un Estado?".

Azaña y Ortega: La rectificación del ideal nacional en un marco reformista 

Melquíades Álvarez
Pero vayamos por partes. El que fuera hombre emblemático, el símbolo para muchos de la II República española, Manuel Azaña Díaz, a pesar de llegar a ser conocido en el mundo de la política nacional de modo tardío, fue un hombre de intensa vocación pública que se había unido, a principios de la segunda década del pasado siglo, al Partido Reformista de Melquíades Alvarez, donde compartió militancia, entre otros, con los filósofos españoles Ortega y Gasset y García Morente, junto a los que estampó su nombre en octubre de 1913 al pie del manifiesto fundacional de la Liga de Educación Política, agrupación de intelectuales cuyo objetivo primordial era según los términos de su redactor, Ortega y Gasset "fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas"'.

Luego, los intentos para lograr un acta de diputado reformista por la circunscripción de Puente del Arzobispo, en Toledo; y en septiembre del año 1923, tras la tibieza de Melquíades Alvarez ante el advenimiento de la Dictadura, la dedicación intensa de Azaña a la propaganda republicana con la fundación en 1926 de Acción Republicana y la constitución posterior, con el Partido Radical de Alejandro Lerroux y los radical-socialistas, de la Alianza Republicana, grupo clave en la gobernación de España en el bienio 1931-1933. Tenía ya Manuel Azaña los 50 años cumplidos cuando su nombre alcanzó resonancia en la política nacional como coautor del Pacto de San Sebastián, programa fundacional de la II República; y, tras la caída de la Monarquía, fue nombrado ministro de la Guerra del gobierno provisional e, inmediatamente después, presidente del Consejo de Ministros en octubre de 1931, tras la dimisión de Niceto Alcalá Zamora.

No era un desconocido, ciertamente, en los círculos intelectuales madrileños donde ejercía como ateneísta de pro. Además, había publicado numerosos artículos en periódicos y revistas, fundado una de ellas, la publicación literaria La Pluma, y dirigido en 1923 la revista España, cuyo primer director había sido Ortega y Gasset. También había dado a las prensas una peculiar novela autobiográfica, El jardín de los frailes, que tanto gustó a Besteiro o a Pedro Salinas, quien alababa su castellano genuino. Pero pocos de quienes lo conocían hubieran imaginado el irresistible ascenso en el conocimiento público de aquel hombre tímido, discreto y cortés, que dio al pensamiento y la palabra política una nueva dimensión.

Palabra política que deja la grandilocuencia y el caracoleo retórico de los oradores políticos decimonónicos para decir en lenguaje preciso cosas que la gente pudiese entender y sentir como propias: "No tiene aquellos grandes arranques llenos de sublimidad de los grandes parlamentarios del país —dice un escéptico y crítico Josep Plá. Sin embargo posee una ventaja: que siempre dice algo. Por eso sus discursos que oídos no tienen mayor interés, leídos producen un gran efecto".

Si exceptuamos su discurso escolar ante la Academia de Jurisprudencia de Madrid sobre la libertad de asociación, en 1902, la incursión de Azaña en el terreno vivo del discurso político se produce en 1911. El alcalaíno tiene ya 31 años, ha pasado más de ocho en su ciudad natal dedicado a los negocios familiares, pero la experiencia no ha sido enriquecedora. Es hora de cambiar de rumbo y nada mejor para ello que iniciar una aventura vital e intelectual europea. Acaba de ganar con el número uno la oposición que lo coloca en el Ministerio de Gracia y Justicia, por lo que decide solicitar una beca para ampliar su formación jurídica. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones científicas va a ser el cauce idóneo que lo lleve a Francia, a París, como había sido el vehículo que había permitido la formación alemana de otros compañeros de generación como Ortega o Besteiro.

Pero el Azaña que llega a París ("París no es para visto, sino para gozado, a sorbitos, con la delectación morosa de un pecador que pretende eternizar su pecado dice el autor en carta a su amigo José María Vicario el 11 de enero de 1912) es un hombre que lleva tras de sí unas ideas políticas que había madurado desde su juvenil disertación en la Academia de Jurisprudencia, y expuesto con amplitud vehemente en una conferencia pronunciada en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares a principios de febrero de 1911, titulada de modo significativo, "El problema español", una de sus obsesiones como político y hombre de pensamiento.

La impronta de los sucesos de 1898 y la reacción que provocó en la burguesía ilustrada española permea de principio a fin el discurso de Azaña, que paga, como otros intelectuales del 98, pero con un sesgo activista muy marcado, el inevitable tributo a la amargura, la desdicha y la vergüenza ante el espectáculo de una España que percibe secularmente estancada por la nulidad y la incuria de las clases gobernantes. Frente a lo que pintaba como un pasado desgraciado y un presente oscuro, Azaña, lejos de quedarse paralizado en la queja y el desengaño, que él mismo detecta en la juventud de esa generación, proclama la tarea de "correr en misión la tierra española queriendo persuadir a nuestros conciudadanos de que hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad".

Ortega y Gasset
En esto no difiere demasiado de otro gran "misionero" con el que siempre mantuvo relaciones difíciles ("Por lo visto, entre este hombre y yo, toda cordialidad es imposible", anota en su diario de 30 de julio de 1931), plagadas de desencuentros. Un intelectual brillante, ensayista mucho más conocido que él, y ya entonces, distinguido catedrático de Metafísica de la Universidad Central de Madrid, el filósofo Ortega y Gasset, que por esas fechas ya había tenido ocasión de exponer su ideario reformista y regenerador en diversos foros como la Casa del Pueblo de Madrid, la prestigiosa tribuna del Ateneo madrileño, la no menos acreditada e influyente sociedad liberal bilbaína "El Sitio", y, de modo especial en el Teatro de la Comedia de Madrid con su célebre conferencia sobre "Vieja y nueva política".

La vieja política es para Ortega la de la Restauración: "La España oficial - dice Ortega- consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos ministerios de alucinación". La nueva política, la que defiende y promueve en nombre de la Liga de Educación Política Española, va más allá de la gestión de los asuntos de Estado y de Gobierno. Tiene que ser para Ortega algo tan elevado como una nueva actitud histórica que no se fundamente sólo en una transformación, por importante que sea, del Estado y el Gobierno. De lo que se trata, ante todo, es de alentar la libre espontaneidad de la sociedad, de un proyecto, en definitiva, de regeneración social tal como se venía demandando desde hacía tiempo por el institucionismo de inspiración krausista.

El objetivo común en este momento, tanto de Azaña como de Ortega, era una rectificación profunda del ideal nacional, un cambio de rumbo radical en la gobernación y en la vida españolas sobre la base de un programa liberal y democrático, capaz de superar lo que ambos consideraban como una vergonzosa ficción política: la Restauración canovista que habría mantenido subyugada a la nación, debilitado al Estado e impedido al pueblo español su acceso a la civilización, emblemáticamente representada por la idea de Europa, es decir, de la cultura y de la política liberal democrática.

Azaña y el patriotismo republicano

El liberalismo moderado no habría logrado en más de un siglo construir un Estado español eficaz y respetado. El problema español para Manuel Azaña, a comienzos de 1911, será precisamente el de instituir un Estado potente que, respetuoso de las libertades individuales, sea, en sus propios términos, "el restaurador del alma del pueblo, quien haga posible una nutrición fisiológica e intelectual y quien dispense la última y definitiva justicia. Porque de él -sigue diciendo- , de ese estado, con todos sus defectos de organización, con su ceguedad y su parsimonia, es del único Dios de quien podemos esperar que ese milagro se verifique".

Visión del Estado, que dicho sea de paso, contrasta ya con la del liberalismo del joven Ortega, quien advierte en un artículo escrito en febrero de 1915 para la recién creada revista España y titulado "La nación frente al estado" que hemos de aprender a esperarlo todo de nosotros mismos y a temerlo todo del Estado. El filósofo aboga por una política de nación frente a una política de Estado y se pregunta: "¿Se quiere un maestro y una orientación? Inglaterra, donde el Estado y sus instituciones son un adjetivo y nada más de la nación".

En cualquier caso, vemos ya que este liberalismo apuntado tempranamente por Azaña tiene un perfil peculiar, de aroma hegeliano, fuertemente estatista y no exento de rigorismo ni paradoja: se trataría de un Estado absoluto al servicio de las libertades públicas. Un Estado "propugnador y defensor de la cultura" y "definidor de derechos", cuyo logro sólo sería posible arrancando sus resortes de las manos de los partidos políticos de la Restauración. Y concluye su discurso ante el público alcalaíno de la Casa del Pueblo con tonos dramáticos: "Este despojo, esta desposesión, sólo puede hacerse de dos modos: o bien aceptando este nuevo espíritu a fuerza de propaganda, o bien de modo violento, entre sangre y lágrimas, sin propósito definido y con un incierto mañana. Entre estos dos caminos no hay término medio posible; que los que puedan pensar mediten sobre las ventajas de cada uno, pero que nadie piense que las cosas continúen como hasta aquí, porque esa continuación implica sencillamente la pérdida y acabamiento de España".

Mucho se ha hablado del afrancesamiento y de la francofilia de Azaña, evidente en muchos aspectos. Unos meses después de pronunciar su conferencia en Alcalá, Azaña recala en París donde reside desde noviembre de 1911 hasta finales de octubre de 1912. Un año decisivo, más que para ahondar en su formación civilista, para la expansión vital, el goce estético y la reflexión política sobre España desde la atalaya de la III República francesa. Dice Juan Marichal, gran estudioso de Azaña y primer editor de sus Obras completas, en su interesante conferencia "El intelectual y la política", pronunciada en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1989, que la Francia que busca Azaña es la de los doceañistas, la de los derechos de la humanidad, la afirmadora de la universalidad de la condición humana, y que el liberalismo que absorbe es la ideología del Partido Republicano Radical y Radical Socialista francés, que sintetiza el legado del liberalismo individualista con la noción de un Estado fuerte e interventor que preserve las libertades fundamentales. Pero, ciertamente, esa idea central en su concepción del republicanismo la llevaba ya con él en esbozo, como llevaba la idea claramente alemana, fichteana o hegeliana, del Estado cultural. Lo que sí hace en Francia, en todo caso, es perfilar los parámetros de estas abstracciones y tallar los modelos políticos que le permitan construir un republicanismo aplicable a la realidad española. La realidad francesa de la III República y, posteriormente, su análisis del papel de Francia en la Primera Guerra Mundial le proporcionarán un bagaje de ideas que luego desplegará con indudable brillantez en su pensamiento y práctica políticas.

Azaña, refiriéndose a su primera estancia parisina, afirma que Francia vivía entonces de acuerdo con unas normas que serían la trasposición de la ideología que el mismo fraguaba cuando, pensando en España, se entregaba al placer de rectificar lo tradicional por lo racional ("El espíritu público en Francia durante el armisticio. Razón de una actitud personal", La Pluma, 1920). Y airea una idea que va a reiterar bastante por estos años: la de que los acontecimientos franceses que se refieren a la política y la moral públicas ponen de manifiesto rasgos humanos universales. Idea que aparece en dos de sus trabajos más significativos de finales de los años 20 en el ámbito del pensamiento político: su primera conferencia en el Ateneo de Madrid, titulada "Los motivos de la germanofilia", en defensa moral de los aliados frente al imperialismo alemán, y sus Estudios sobre política francesa contemporánea (1918), un libraco -dice irónicamente el historiador Santos Julia-de esos que no interesaban a nadie, sobre la política del país vecino.

Traigo a colación en este punto el libro y la conferencia mentados para destacar dos conceptos conexos que me interesa apuntar por su relevancia para el pensamiento de Manuel Azaña: en primer lugar, la formulación del problema político central que atañe al republicanismo liberal; y, en segundo, el racionalismo universalista asociado a su idea de República como estado democrático y de cultura.

No deja de ser un poco extraño para el análisis político actual considerar que es precisamente en la organización militar del Estado donde se plantea la esencia del problema político republicano, pero ésa es precisamente la perspectiva de Azaña en 1918. ¿Y en qué consiste? Pues en el intento de solucionar el dilema que se plantea entre la autonomía de la conciencia individual, por un lado, y las exigencias del grupo nacional, por otro. Dos polos que es menester compatibilizar y armonizar mediante la intervención política.

Azaña, cuidadoso observador tanto del liberalismo británico como del republicanismo francés, es perfectamente consciente de que los derechos individuales, aquellos que se refieren a la salvaguarda de la persona, no son idénticos ni conmensurables con las obligaciones morales, relativas no ya a la protección individual sino a la estabilidad y seguridad de la nación, del grupo nacional. Son, dicho de una manera que Azaña no hace explícita pero que sí ejercita, los derechos del individuo como ser humano abstracto y universal frente a los derechos del ciudadano como miembro de una sociedad política concreta.Azaña es perfectamente consciente de la dialéctica entre ambos niveles y de la necesidad de la política republicana como mediadora de las tensiones mutuas.

"En la moral social — dice Azaña- la cuestión es de primer orden, porque se trata de hallar la razón justificativa de un sacrificio, del sacrificio temporal de la libertad y eventualmente del sacrificio de la vida en aras de la comunidad".

La solución de Azaña a este dilema entre la ética y la moralidad la encuentra en la metafísica rousseauniana de la convención, del contrato social: el acto de asociación entre individuos naturalmente libres, pero con libertad tan precaria como difusa, produce un ser moral y colectivo, la nación, el bien público, que se crea para mantener la fuerza y la libertad del individuo, de modo que se enajena a favor de la comunidad aquella parte de la libertad cuyo uso importa al bien común, determinado por la colectividad soberana. Y puesto que la vida, los bienes y la libertad se hallan protegidas por el Estado, al exponerlos en su defensa no haríamos otra cosa que devolver lo que hemos recibido de él. "Surge, pues, —dice Azaña— una entidad moral superior, la patria, que no es sino el Estado libre de que somos miembros y cuyas leyes aseguran nuestras libertades y nuestra felicidad". Y es sólo en nombre de esta patria de factura rousseauniana como puede exigirse a los ciudadanos el sacrificio por la nación. Este es para Azaña el verdadero sentido de la República como pacto político, como territorio del que surge la virtud cívica, la civilidad y la cultura.

Tal interpretación de la idea de nación política obliga a Azaña a elaborar una noción de patriotismo desvinculada de la relación monárquica, de la idea de clase o del sometimiento a cualquier otra fuerza que no sea la de la voluntad nacional expresada en la ley. A ello se dedica a fondo en la conferencia titulada "Los motivos de la germanofilia" pronunciada en el Ateneo de Madrid en mayo de 1917, que a mi modo de ver constituye un hito fundamental en la traza del pensamiento político azañista, donde el autor, además del análisis de la política española del momento respecto de la neutralidad gubernamental en la Primera Guerra Mundial, trasciende la estricta actualidad para enmarcar su análisis en unos principios generales que van a constituir el núcleo ideológico fuerte de su republicanismo liberal y que permearán lo fundamental de su discurso y práctica política posteriores. En ella amplía su noción de patria y de patriotismo como sentimiento o disposición del ánimo dirigidos hacia lo que Azaña concibe como

"un depósito de cosas morales, de ideas depuradas por el transcurso del tiempo, de virtudes heredadas... ese sentimiento patriótico, esa virtud cívica, es la que enciende en nosotros el deseo y nos presta la energía para sacrificarnos en pro de la patria, esto es, por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la Historia como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza"

El patriotismo es, por tanto, un conjunto de valores en última instancia culturales, que constituirían, en clave hegeliana, la aportación de nuestro país a la Historia universal. Pero la razón universal que subyace a la historia no es para Azaña la que ejemplifica el imperialismo alemán, ejemplo de conquista y dominio, similar a ojos del autor al imperialismo español iniciado por los Habsburgo y que es el que, según Azaña, los germanófilos españoles querrían implantar. La razón universal, si se nos permite utilizar esta terminología que no es de Azaña, es la anticipada por Rousseau, la encarnada ejemplarmente en el Estado republicano francés más que en el constitucionalismo liberal anglosajón: la racionalidad de los valores democráticos y humanitarios que sólo ha sido posible en toda su pureza en los tiempos modernos.

Casi quince años más tarde, tras la aprobación del Estatuto de Cataluña, siendo ya jefe del gobierno, en otro de sus discursos más líricos y emotivos ante sus correligionarios vallisoletanos vuelve a insistir en la idea de que lo español, si ha de serlo en plenitud, no puede ser sino una modalidad de lo humano universal. Universalidad que Azaña ve encarnada con exclusividad en el Estado republicano, al igual que Hegel la veía materializada en el Estado prusiano. Y aprovecha para dar otra vuelta de tuerca a su concepción del estado republicano:

"La República no puede ser sólo un sentimiento político ni una idea política... La República tiene que ser una escuela de civilidad moral y de abnegación pública, es decir, de civismo. La relación entre el hombre y la República se establece a través del Estado, y servir al Estado, someterse al Estado, negar la persona propia delante del Estado, es la expresión concreta del espíritu republicano"

Diego Martínez Barrio
No es de extrañar, por tanto, que ideas como las expresadas en este último párrafo suscitasen las reservas e inquietudes de algunos de los republicanos más comprometidos de su tiempo, con una visión del republicanismo menos estatalista, más próxima a la concepción liberal anglosajona que a la francesa, como es el caso de Diego Martínez Barrio, presidente del Gobierno, del Congreso de los Diputados en 1936 y de la República Española en el exilio, quien en sus Memorias afirmaba, en relación con estos planteamientos azañistas, que "éstas no eran las ideas nutricias del republicanismo tradicional, defensor del equilibrio de poderes, ni de las definiciones ortodoxas de los derechos individuales, ni de las ideas circulantes acerca del ejercicio de la libertad".

Azaña es un político racionalista y cree que el recto uso de la razón práctica política es la única potencia capaz de trascender los escollos de la emoción, el sentimiento o el carácter nacional; y está convencido de la existencia de verdades políticas irrefutables, racionalmente separables de las falsedades, de modo que es tarea inexcusable del político dar con ellas para, a continuación, trasladarlas a la práctica. El rigorismo racionalista de Azaña le lleva a decir —en un artículo de 1924 para la revista España titulado "La inteligencia y el carácter en la acción política"— que "la acción política es un movimiento defensivo de la inteligencia, oponiéndose al dominio del error" y que "sólo quien está poseído de la verdad puede ser intransigente y fanático, o, como suelen decir, sectario; sabemos cuál es la deslavazada contextura de los vividores y ambiciosuelos: dóciles a las circunstancias, más que por falta de moralidad, por sobra de descreimiento". Y remata su razonamiento afirmando que: "Es gente de corte intelectual (Robespierre y Lenin) quien suele dar en las circunstancias de un momento histórico, los tajos más terribles. La razón es que un orden contrario a la verdad reconocida les parece falso, como un teorema que se opusiera al principio de identidad o al de contradicción; y la inteligencia no es libre: es sierva de de la verdad".

En estas palabras queda condensado el sustrato teórico de la política azañista, que posteriormente se irá desplegando al hilo de los problemas específicos de la realidad española. Pero la traza del republicanismo liberal de Manuel Azaña, y esa es una de sus más preciadas cortesías como pensador político, queda explícita con aquella claridad a la que nunca renunció: el Estado republicano ha de ser un Estado integral al servicio de la libertad, en el marco de una democracia participativa. Libertad de hacer lo que sea menester hacer, tras el discernimiento racional, para consolidar y acrecentar el régimen republicano. Seguramente Azaña concordaría plenamente con aquella idea de Baruch de Espinosa en su Etica-. "El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según sus leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo".

Azaña y su visión de la autonomía política: el problema catalán 

Y en el marco de su republicanismo liberal, que reposa sobre la idea del individuo soberano como sujeto de derechos, y la idea de nación o Estado republicano como marco histórico donde el ser humano cumple sus destinos, cabe referirse, para concluir, a uno de los rasgos centrales de su proyecto de Estado republicano español que constituye uno de sus logros políticos de mayor calado: la reorganización de un Estado integral sobre la base de la autonomía de las regiones.

El diseño de una nueva forma de Estado, inédita en la historia del Derecho Público, es una de las manifestaciones del racionalismo azañista aplicado a la construcción de la nación republicana española y, tal vez, uno de sus legados más importantes, al recuperar la Constitución española de 1978 lo fundamental de su andamiaje para la configuración del Estado regional o "de las autonomías".

En el discurso que le valió la presidencia del Gobierno, pronunciado el 13 de octubre de 1931, Azaña había afirmado, en relación al artículo 26 de la Constitución, que la revolución política había resuelto un problema capital, aboliendo la monarquía e instaurando la República, pero que había dejado planteados otros tres asuntos decisivos: el problema social (reforma de la propiedad), el problema religioso y el de las autonomías locales y regionales.

El núcleo central de este último lo constituía el problema catalán, de modo que el fracaso en el empeño de resolverlo equivalía para Azaña al fracaso mismo de la II República. Un problema, es cierto, de larga data pero que se había enconado especialmente en el periodo de la Dictadura de Primo de Rivera al suprimirse la Mancomunidad catalana que se había constituido por Real Decreto de 26 de marzo de 1914. Como consecuencia, el sentimiento regionalista catalán sufrió un profundo agravio y se convirtió de modo rápido en separatismo.

Azaña aborda inicialmente el problema en un discurso en Barcelona en marzo de 1930, en el que habla por vez primera de "cohesión nacional" y donde se refiere a una España con Cataluña "gobernada por las instituciones que su voluntad libremente expresada quiera darse; una unión libre de iguales en el rango...sin pretensiones de hegemonía de los unos sobre los otros", e incluso llega a dar por bueno un hipotético derecho de separación si la voluntad catalana así lo decidiese:

"He de deciros también que si la voluntad dominante en Cataluña fuese algún día otra, y resueltamente quisiera remar sola en su barca, sería justo pasar por ello, y no habría sino dejaros ir en paz con el menor destrozo para los unos y los otros... No se dirá que no soy liberal"

Para poner en contexto estas afirmaciones hay que comprender el marco en el que se producen y la influencia que sobre los nacionalismos europeos había ejercido el principio político del Estado-nación ejemplificado en la conocida fórmula wilsoniana del derecho de autodeterminación de los pueblos, surgido en la postguerra europea para disolver los imperios alemán, austro-húngaro y turco tras su derrota en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, la posición del Azaña gobernante será mucho más matizada que la expresada en el discurso de Barcelona. Un dato de interés, que merece ser destacado en la visión azañista del problema político, es que la Generalitat de Cataluña, apenas iniciados los debates sobre la Constitución, había remitido en agosto de 1931 un texto del Estatuto de Cataluña redactado "en ejercicio del derecho de autodeterminación que compete al pueblo catalán" con el propósito de que las Cortes constituyentes lo sancionaran y promulgaran sin ningún debate sustantivo. En la resolución y encauzamiento de este problema así planteado el papel racionalizador de Azaña va a ser fundamental y a ello dedicará el que tal vez sea su discurso parlamentario más importante, pronunciado el 27 de mayo de 1932, en el que vuelve sobre su idea de la acción política como una tradición regida por la razón.

La posición del racionalismo azañista en relación con la manera de cohonestar el texto remitido por la Generalitat y la recién aprobada Constitución republicana es de gran interés: el Estatuto de Cataluña ha de encajarse no solamente en el marco constitucional sino acordar, como tan acertadamente ha visto García de Enterría, con los principios y límites conceptuales que emanan de la totalidad de la Constitución misma: el principal es que la Constitución republicana define un Estado unitario y no federal y que no hay más ciudadanía políticamente hablando que la española. Así afirma Azaña ante el Congreso de los Diputados el 27 de mayo de 1932 al rematar la discusión sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña que

 "'votadas las autonomías, ésta y la de más allá, y creados éste y los demás gobiernos autónomos, el organismo de gobierno de la región -en el caso de Cataluña, la Generalidad- es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización de la República española. Y mientras no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía... Es pensando en España, de la que forma parte integrante, inseparable e ilustrísima Cataluña, como se propone y se vota la autonomía de Cataluña, no de otra manera."

Esta es su solución, realmente innovadora, al problema político de las autonomías, que no tenía antecedente ni referencia histórica previa ni en el ámbito español ni en el europeo y cuyo fracaso posterior le provocará una profunda decepción que pone de manifiesto en dos de sus artículos escritos al final de su vida, ya fuera de España, especialmente "Cataluña en la guerra" y "La insurrección libertaria y el eje Cataluña-Bilbao", que le aproximan a la valoración orteguiana del problema. Un Azaña pesimista, lejos de aquel brioso diputado y presidente del Consejo de Ministros que critica a Ortega por haber considerado éste en la tribuna parlamentaria que el problema catalán es insoluble y que lo más que cabe es conllevarlo, viene a reconocer que el mentado problema "está muy lejos de ser una cuestión artificial. Es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones".

Afortunadamente la solución novedosa apuntada por el republicanismo español de entonces encontró su cauce en el título VIII de la Constitución española de 1978 y en el marco de ideas de las que Azaña fue pionero, no ya como un teórico abstracto del republicanismo liberal sino como un político comprometido con el proyecto de convertir la España baqueteada por una monarquía agotada y sin norte en un nuevo Estado republicano democrático, social, laico y de vocación europea.



miércoles, 30 de noviembre de 2011

José Antonio Primo de Rivera, el otro inquilino del Valle de los Caidos

El cadáver de José Antonio Primo de Rivera fue trasladado en 1939 hasta El Escorial
En 1959, por sendas cadenas de porteadores llegó al Valle de  
Cuelgamuros

Una lápida de piedra caliza decora el chaflán de un edificio de la madrileña calle de Génova. Bajo un ángel de alas abiertas sobre una estrella de cuatro puntas una leyenda reza: "Aquí en esta casa nació José Antonio". Y en números romanos se lee la fecha del 24 de abril de 1903. La frase da noticia de un abogado, parlamentario e ideólogo madrileño cuyo recuerdo, de manera voluntaria o impuesta, transformado en símbolo, ocupó las mentes de millones de españoles durante décadas.

Este 20 de noviembre se han cumplido 75 años de su fusilamiento en la cárcel de Alicante, a los 33 años. Concluida la Guerra Civil su cuerpo, llevado a hombros desde la ciudad levantina hasta El Escorial en 1939, permaneció en el monasterio hasta 1959 y fue enterrado veinte años después a los pies del altar mayor de la entonces recién construida basílica del Valle de los Caídos, bajo la sierra del Guadarrama. Frente al lugar que ocupan sus despojos serían sepultados en 1975 los del general Francisco Franco. Para unos, la figura de José Antonio Primo de Rivera cobraría rango heroico. Otros la percibirían como flagelo insufrible, tras apropiarse de su legado ideológico el dictador. Ninguno de los dos célebres sepultados allí se profesó en vida simpatía, aseguran sus biógrafos.

Estos son los efectos personales de José Antonio Primo de Rivera, los que tenía
 el día en que fue ejecutado, y que se guardaban en la maleta que durante
años conservó Indalecio Prieto. 
José Antonio quedó vinculado a la historia y al callejero de Madrid y de centenares de ciudades y pueblos de España durante décadas. Nació en un suntuoso edificio muy cerca de la madrileña plaza de Colón. Lo hizo en el seno de una familia con cinco hijos. La madre moriría cuando él contaba apenas cinco años. El padre, general jerezano Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, marqués de Estella, sería dictador entre 1923 y 1930. La censura cinematográfica impidió que el jerezano fuera satirizado por el filme de Buster Keaton cuyo título original era simplemente "The general". En España la película se tradujo por "El maquinista de la General". A la defensa de la memoria del militar autócrata, muerto en el exilio en París en 1930, dedicaría su primogénito José Antonio parte de su exigua vida política -menos de tres años- que cobró dimensión y alcance el 29 de octubre de 1933 en el teatro madrileño de la Comedia, al fundar Falange Española. Se trataba de un partido juvenil, de corte fascista y violento, inmerso en la época más agitada de la vida española y también europea: el preludio de la Guerra Civil, con Hitler y Mussolini en el poder en Alemania e Italia, respectivamente, además de José Stalin en la URSS.

José Antonio estudió el Bachillerato y el primer curso de Derecho en su propia casa, amén de aprender inglés aplicadamente. Su primer trabajo fue como traductor de la empresa de automoción McFarlane. Camino de la Universidad, conoció a Ramón Serrano Súñer. Con el tiempo, su amigo y correligionario se casaría con Zita Polo, cuñada de Franco. Serrano llegaría a ser arquitecto del régimen franquista, ministro de Gobernación, de Asuntos Exteriores y varias veces delegado suyo ante Hitler en su Nido de Águilas. Una vez desaparecido José Antonio, Franco convertiría la Falange, convenientemente modificada y con la aquiescencia de su cuñado falangista, en base social y juvenil de su régimen.

En 1925, recién terminada la carrera de Derecho, José Antonio Primo de Rivera participó en el Convento de las Comendadoras de Madrid en una ceremonia sólo reservada a unos pocos y elegidos aristócratas como él mismo: la investidura como Caballero de la Orden de Santiago en presencia del capítulo de la legendaria Orden Militar y del rey Alfonso XIII, mentor de la dictadura de su padre. Apuesto y elocuente, José Antonio destacó muy joven como abogado experto en derecho hipotecario y por sus dotes de orador y tribuno. Había sido alumno de catedráticos como Clemente de Diego y Gascón y Marín. Fue diputado a Cortes. Buen gourmet, cazador y deportista, siendo miembro del Ateneo madrileño se dotó de amplia cultura y prosa desenvuelta y poética.

Retrato de José Antonio Primo de Rivera. 
Su pensamiento se definía como nacionalista, anticomunista y profundamente antiliberal. Consistía en una mezcla de conceptos oligárquicos, social-cristianos y populistas, trabada con componentes del ideario fascista mussoliniano y una estética escenográfica pretendidamente semejante a la del nacional-socialismo alemán. Esta multiplicidad de fuentes y elementos ideológicos determinaron el carácter interclasista de Falange, en cuyo seno coexistieron mal dos corrientes ideológicas, una de corte populista, recelosa de la oligarquía, y otra de corte elitista-aristocrático, que Franco se encargaría de primar frente a aquélla. Luego, en 1937, tras la muerte de José Antonio, decretaría la fusión de Falange con los tradicionalistas para crear el Movimiento Nacional, que mantuvo un discurso con componentes falangistas.

José Antonio era primo carnal del que con el tiempo sería luego cineasta franquista, José Luis Sáenz de Heredia. Uno de los escasos romances conocidos de José Antonio lo fue el que mantuvo con la falangista malagueña Carmen Werner, cuyas cartas de amor una amiga quemaría tiempo después. Otro de los amores de José Antonio fue Pilar Azlor de Aragón, duquesa de Luna.

En 1935 Falange Española fue ilegalizado por la conducta violenta de algunos de sus miembros, a quienes se atribuyó, entre varios otros, el asesinato del teniente José Castillo en la calle de Augusto Figueroa. El falangista Matías Montero había sido asesinado por militantes de izquierda en el barrio de Argüelles durante aquellas turbulentas fechas.

Resultado de tales sucesos fue la proscripción de Falange y el ingreso de José Antonio en la madrileña Cárcel Modelo, previo a su traslado a la prisión alicantina donde moriría el 20 de noviembre de 1936 tras ser juzgado y declarado convicto de complicidad con el levantamiento golpista de Franco y Mola. Franco se negó a autorizar un intento de rescate de José Antonio en la cárcel de Alicante por parte de un comando de diez personas, del que formaría parte el boxeador vasco Paulino Uzcudun, y que contaría con el apoyo de un submarino italiano para la evacuación del rescatado y otros aportes de asistencia en infraestructura provistos por el cónsul alemán en Alicante.

En esa prisión, donde inicialmente gozó de cierta libertad de visitas –incluso dispuso de un arma de fuego que le hicieron llegar sus allegados- al morir dejó una maleta con efectos personales e importantes documentos políticos en los que puntualizaba y al parecer, mitigaba, su adhesión inicial al golpe de Estado, además de mostrar, según sus biógrafos afectos, cierta disposición a detener la contienda. Se sabe que un emisario de José Antonio había entablado contactos en Barcelona con el líder del Partido Sindicalista, el anarquista Ángel Pestaña, a quien expresó ciertas reticencias hacia la actitud de Franco en fechas previas al golpe militar.

El féretro con el cadáver de José Antonio, procedente de Alicante y a hombros de relevos de jóvenes falangistas, cruzaría por Argüelles, el mismo barrio madrileño donde se hallaba la Cárcel Modelo en la que estuvo preso en la primavera de 1936. El cortejo fúnebre siguió en dirección a San Lorenzo de El Escorial, donde llegó el 31 de noviembre de 1939. En el monasterio agustino permaneció hasta la primavera de 1959 en que fue trasladado a la recién estrenada Basílica del Valle de los Caídos "levantada para acoger a los héroes y mártires de nuestra Cruzada", según carta del dictador Francisco Franco a sus hermanos Miguel y Pilar Primo de Rivera de fecha 7 de marzo de 1959 ante la inauguración del enorme mausoleo. Esta frase textual pone en entredicho la supuesta intención primigenia de Franco de sepultar combatientes republicanos en el Valle de los Caídos, hipótesis que atribuyó al dictador tal gesto como eventual signo de benevolencia; más bien parece haber sido una idea muy posterior a la pretensión inicial y a la construcción de la enorme cruz y templo basilical, excavado éste 250 metros en roca viva por miles de prisioneros políticos republicanos.De tal maleta, que además de los documentos contenía un mono de operario y unas gafas, se hizo cargo Indalecio Prieto, ministro socialista, que la llevó consigo al exilio de México, donde murió en 1962. A través de un militante socialista afecto a Prieto, Víctor Salazar, la maleta y los documentos, por los que durante años Franco pugnó conseguir ya que podían resultar comprometedores, le fueron devueltos al sobrino de José Antonio, Miguel Primo de Rivera y Urquijo en 1977, dos años después de la muerte del dictador.

La cruz monumental fue ornamentada con gigantescas figuras de evangelistas y de vírgenes por el escultor extremeño Juan de Ávalos. Según señalaron entonces medios cercanos a las obras, la inhumación forzosa de muertos en combate de ambos bandos de la Guerra Civil bien pudo obedecer a una imposición del general Dwight D. Eisenhower, presidente de Estados Unidos, como requisito político previo a su visita a España en 1959, en tanto que supuesto gesto de reconciliación de Franco hacia el bando republicano forzado por cierto pragmatismo estadounidense.

Venerado por unos y denostado por otros, incrustado en una época donde proliferaron potentes mitos sentimentales, incluso enemigos acérrimos de José Antonio, como el líder comunista Santiago Carrillo, reconocieron el valor de su entereza ante la muerte. Su nombre, José Antonio, rotuló 39 años la Gran Vía de Madrid y designa, aún, nombres, calles, plazas y estatuas de toda España.


martes, 8 de noviembre de 2011

El mayor fusilamiento público de la Guerra Civil


El autor ha hablado con Leocadio Moreno, uno de los supervivientes de aquella matanza que se produjo el 12 de agosto de 1936

El periodista e historiador Santiago Mata (Valladolid, 1965) ha investigado en su último libro, 'El tren de la muerte' (La Esfera de los Libros) lo que él mismo califica como "el mayor fusilamiento público de la Guerra Civil", una masacre que tuvo lugar el 12 de agosto de 1936 cuando un tren procedente de Jaén era inmovilizado por grupos de milicianos en un apeadero cercano a Vallecas. De las 240 personas que viajaban en él 191 fueron fusiladas.
Los pasajeros de este tren fueron detenidos en la provincia andaluza por su filiación política de derechas o su catolicismo y en él viajaba el obispo de Jaén junto a su hermana. Todos ellos eran conducidos a la cárcel de Alcalá de Henares pero ante la presión de los milicianos, el Gobierno accedió a que los presos fueran fusilados. Sólo lograron escapar unos pocos, entre ellos Leocadio Moreno, un joven de 19 años que Santiago Mata ha conseguido localizar y que a sus 94 años recuerda vívidamente lo que ocurrió, aunque confiesa no haberlo contado más que "tres o cuatro veces" en su vida y nunca a sus padres, señala Mata.
El autor ha dedicado dos años a reconstruir estos hechos y para ello ha ahondado en los documentos que dan cuenta de lo ocurrido, si bien apenas existen datos poco más allá de los nombres de las víctimas y la identificación de los verdugos sobre los que hubo una escueta investigación policial. Curiosamente, y por diferentes motivos que expone en el libro, ni el bando republicano ni, sobre todo, el franquista quisieron profundizar en lo sucedido.
"POR CURIOSIDAD"
Para Santiago Mata esta investigación empezó inicialmente "por curiosidad" pues le "chocaba" que apenas se explicara lo ocurrido. En el libro, el historiador descubre el lugar exacto donde fueron fusilados los 191 presos que llegaban a Madrid procedentes de Jaén.
'El tren de la muerte' está dividido en tres partes. En la primera se reconstruyen, a la luz de los documentos, los sucesos de los días 11 y 12 de agosto de 1936: las matanzas de cientos de presos que llegaban a Madrid procedentes de las provincias de Jaén y Córdoba (ese día 11 el intento no tuvo el éxito esperado pues viajaban más de 300 personas de las que fusilaron a 11, pero en la jornada siguiente sí se logró el objetivo).
La principal evidencia obtenida al respecto es que estas matanzas según Mata, fueron autorizadas por el Gobierno de la República con el consentimiento muy probablemente del presidente del Gobierno (José Giral), casi con certeza del ministro de Gobernación (Sebastián Pozas) y sin ningún género de dudas del director general de Seguridad (Manuel Muñoz).
Según explica, el anuncio del envío de los presos en trenes, hecho desde Jaén por diputados socialistas, llevó al asalto en Atocha del primero de los trenes, y tras el fracaso parcial de este asalto, a la preparación concienzuda de la segunda y más mortífera matanza. En esta preparación intervinieron fuerzas militares comunistas, socialistas y anarquistas.
CONSECUENCIAS INTERNACIONALES
En la segunda parte, Mata narra las "consecuencias internacionales" de esta acción. La documentación diplomática ha revelado que, al día siguiente de producirse la masacre, los embajadores extranjeros comunicaron al Gobierno republicano que admitirían en sus sedes diplomáticas a ciudadanos españoles. "Todos los Gobiernos, excepto México, Turquía y Argentina, autorizaron a sus embajadores a marcharse de España, si bien finalmente no lo hicieron pensando en la protección que debían a sus súbditos", explica.
Así, en su opinión, los otros países dejaban claro que consideraban que La República había dejado de ser un Estado de Derecho que pudiera reclamar la solidaridad de las democracias occidentales.
Por último, en la tercera parte, Santiago Mata analiza los motivos por los que especialmente el régimen franquista no dio a la masacre la relevancia que tenía. Su teoría es que estos sucesos podían "poner en entredicho" algunos mitos del franquismo. Por ejemplo, el papel heroico que en la posguerra se asignó a la Guardia Civil (invocando para ello la gesta del Santuario de Santa María de la Cabeza) podía quedar en duda si se conocía la conducta de dudosa adhesión al alzamiento, o abierta cobardía, de algunos mandos de la Benemérita en Jaén.
Asimismo, tampoco salían bien paradas muchas familias adineradas de la provincia, que habían evitado la cárcel, la deportación y la muerte pagando un rescate. El autor apunta que, en realidad, la colaboración con las autoridades revolucionarias había sido mucho más habitual de lo que pudiera pensarse a primera vista.
A la vista de todo esto, Santiago Mata señala que las personas que viajaban en ese tren "fueron las víctimas más olvidadas". Todas ellas, perfectamente identificadas, fueron enterradas inicialmente en el cementerio de Vallecas pero en los años 40 se les trasladó a la cripta de la catedral de Jaén.
TESTIMONIO DEFINITIVO
El libro también incluye el testimonio de Leocadio Moreno, que tenía 19 años en el momento de la masacre y que es el último superviviente de esa masacre. En su opinión, "las más de 200 víctimas de los trenes de Jaén han sido las grandes perdedoras de aquella tragedia".
Las peripecias tremendas que sufrió Moreno, quien logró escapar de aquellos fusilamientos mostrando un carnet de estudiante y alegando que pertenecía a los socialistas universitarios, le han dado al autor el "impulso decisivo" para escribir este libro. "Paradójicamente Leocadio Moreno logró, diez días después de aquellos hechos, volver a burlar a la muerte durante su estancia en la Cárcel Modelo haciéndose pasar por un preso común para no ser ajusticiado. Y, durante la guerra, a pesar de ser de derechas, le tocó defender el bando republicano y también sobrevivió", narra Mata.
En conjunto, 'El tren de la muerte' pone en evidencia cómo las dos partes implicadas en la Guerra Civil estuvieron interesadas, aunque por causas distintas, en ocultar las dimensiones reales de la estructura de poder y del cambio social que se produjo en la retaguardia republicana.
Santiago Mata se licenció en Historia en 1988 y en Periodismo dos años más tarde. Entre 1996 y 2004, vivió en Eslovaquia y Austria, trabajando para diversos medios de comunicación. Es redactor de cultura y sociedad en La Gaceta. Entre sus publicaciones de divulgación histórica destacan 'U-Boote. Submarinos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Mito y realidad de un trágico destino', el especial sobre 'Bombardeo estratégico en la Segunda Guerra Mundial' y la biografía 'El hombre que demostró el cristianismo. Ramon Llull'.

viernes, 28 de octubre de 2011

Stalin contra la República

No fueron niños de la guerra. No fueron miembros de la División Azul, prisionerios de la Uniñon Soviética. Fueron "internados", según la terminología de la época, republicanos secuestrados por Stalin durante 13 años, abandonados a una situación legalmente fantasmal y condenados al gulag. Su historia aparece ahora recogida en el ensayo 'Españoles en el gulag; republicanos bajo el estalinismo' (Península), obra de Secundino Serrano.

¿Quiénes eran estos republicanos de Siberia? El propio Serrano contesta: "Fueron 185 españoles encarcelados, aunque hay quien sube la cifra hasta los 300, inclluyendo a otros españoles que pasaron por el gulag por motivos diversos. Hay dos grandes grupos: por un lado, los alumnos de aviación que fueron a Azerbayán a un curso de pilotaje para servir a la República y a los que el final de la guerra los sorprendió allí. Eran chicos jóvenes, de 18 a 21 años. Otro grupo, era de marineros a los que la victoria franquista los sorprendió en una travesía de camino a la URSS. Cuando llegaron, los soviéticos requisaron sus barcos y empezó su periplo. En este grupo, había gente más mayor. Había también algún falangista de izquierdas que abandonó la División Azul, que desertó en Kazajistán". A excepción de estos últimos, todos los miembros del grupo "habían hecho una declaración de adhesión a la República que se requería para ir a la URSS, eran gente con mucho sentido de la militancia. Había algún miembro del PNV, muchos socialistas, muchos anarquistas y, sobre todo, muchos comunistas. Eso sí, al cabo de 13 años, todos terminaron siendo anticomunistas fervorosos".

Los marineros se llevaron la peor parte: pasaron un año en un campo de concentración del Círculo Polar. En 12 meses, murieron 11 de 40. "Después, se unieron a los demás españoles en "campos de concentración 'medios'. El campo de Kok-Usek fue emblemático en su periplo", explica Serrano. "No eran campos de exterminio, sino de trabajos forzados. La tasa de mortalidad era alta pero no tanto. Había un día libre a la semana, con cine, bailes y hasta misa. Nueve o 10 de los españoles tuvieron hijos durante esos años, porque los campos eran mixtos... Cuando regresaron a España, los examinaron los médicos y su estado de salud no era malo. Ni el físico ni el psíquico, aunque sí hubo un falangista desertado que, al partir desde Odesa, tuvo una crisis nerviosa y se quedó en tierra".Y, entonces, ¿por qué cayeron en desgracia? "Su 'pecado' fue quequisieron salir de la URSS. No para irse a España sino para establecerse en Francia, al principio, o en América Latina. Y claro, eso era inconcebible para los soviéticos", cuenta Serrano. Después de dos años de internamiento más o menos amable, en balnearios a las afueras de Moscú, el grupo de los marineros se dirigió a la Embajada Alemana en la URSS (por entonces, la Alemania nazi era aliada de Stalin) y solicitó que mediara los ayudara a abandonar Rusia. El PCUS se tomó mal esa licencia e hizo lo que se solía hacer en esos casos: a Siberia con los marineros, ya mismo. "Cuando empezó la Operación Barbarroja, todos los extranjeros residentes en la URSS fueron detenidos. Y allí cayeron el resto de los españoles. No hacía falta juzgarlos ni condenarlos: simplemente se aplicaba sobre ellos la retahila de trotskistas, quintacolumnistas, antirrevolucionarios...".

¿Y el Partido Comunista de España? No es para estar muy orgullosos. "Antonio Mije, en las Cortes Republicanas en el exilio se refería a ellos como 'falangistas embozados'", explica Serrano. "Y, si bien la decisión de su encarcelamiento dependió del PCUS, a partir de 1948 fue el PCE el que bloqueó la liberación de los 'internados' republicanos".

transmitía un mensaje de reconciliación en un momento en el que quería acercarse a las democracias burguesas. En cambio, los miembros de la División Azul, que también fueron liberados en esa época, se convirtieron en una presencia mucho más incómoda. "Cuando los divisionarios llegaron a Barcelona, volvieron a aparecer esvásticas y símbolos falangistas pintados en las paredes. Justo, lo que no quería Franco en ese momento. Y, por eso, se canceló la recepción que se había previsto en Madrid. En cambio, a los 'internados' republicanos se les mimó mucho. Ramiro Pinilla estuvo muy encima de ellos y se les consiguió trabajo a todos ellos".

lunes, 24 de octubre de 2011

75 aniversario de la creación de las Brigadas Internacionales

Cuatro supervivientes relatan, en el 75 aniversario de la creación de las Brigadas Internacionales, su derrota en la Guerra Civil y la revancha en la II Guerra Mundial

Tenían menos de 20 años cuando dejaron su país y su familia para venir a jugarse la vida en España, a defender un Gobierno que no era el suyo pero cuyos ideales compartían: la República. En su día. llegaron a ser 35.000 —entre ellos, escritores como George Orwell y políticos como Willy Brandt—, procedentes de 55 países. Cerca de 9.000 murieron o cayeron prisioneros. Hoy quedan pocos vivos, pero cuatro de ellos han venido a España para participar en las jornadas-homenaje que ha organizado la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales en el 75 aniversario de su creación por decreto. Firmado por el entonces presidente de la República, Francisco Largo Caballero. 

"Yo tenia 17 años y pensé que tenía que hacer algo. No quería quedarme parado mientras veía al fascismo ganar en España. El día que cumplí los 18 me fui. No le dije nada a mi madre,porque nunca me hubiese dejado, y tuve muchos remordimientos por lo mal que lo pasó, aunque después decía que estaba muy orgullosa y me convertí en su favorito. Y éramos 8 hermanos", relata David Lomon. británico, a un mes de cumplir los 93 años. "Pero no me arrepiento de haber venido a defender a aquel Gobierno democráticamente elegido. Lo volvería a hacer mil veces".

Lomon vino pensando que ganarían. "Éramos los buenos", dice con una sonrisa. No tardó en darse cuenta de que no iba a ser tan fácil. "Cuando llegué a España no conocía la magnitud del apoyo que los italianos y alemanes estaban dando a Franco. No esperaba eso. Tampoco esperaba que estaríamos tan solos. A los republicanos no les apoyaba nadie, solo voluntarios".

A Lomon le indignó oír que "comunistas y anarquistas estaban combatiendo entre ellos durante la guerra", pero cuando realmente se dio cuenta de la debilidad de su bando fue durante el breve entrenamiento que realizó antes de incoporarsc al frente. "Fue terrible. De armas, teníamos las sobras de los rusos y de la I Guerra Mundial. Se atascaban. Eran muy delicadas. No les sentaba bien ni el calor, ni el frío". No ha olvidado el día que le pusieron delante la ametralladora Maxim. "Nunca había visto un arma hasta entonces".

Lo mejor de su paso por España fue conocer a los republicanos, cuenta. "Me fascinó ver a gente tan pobre y a la vez tan orgullosa". Se echó una novia española, pero duró poco. "Recuerdo que un día, la invité al cine, ¡y se plantó allí con toda su familia!", ríe a carcajadas.

No llegó a participar en grandes combates — "solo escaramuzas"— pero estuvo a punto de morir. Una bomba le dejó inconsciente durante no sabe cuánto tiempo. Cuando se despertó estaba en un campo de prisioneros. "Me habían capturado los italianos. Casi todos eramos extranjeros. De hecho, mientras estuve allí, la Gestapo vino a ver qué alemanes apoyaban a los españoles. Fue algo espantoso. Cuando te meten en un sitio así es como si te apartaran del mundo. Salí libre en un intercambio de prisioneros: me cambiaron por algún italiano".

Durante la entrevista, enseña orgulloso el pasaporte español que ha obtenido gracias a la ley de memoria histórica, que concedió la nacionalidad española a los brigadistas internacionales. Perder la guerra en España fue "un golpe muy duro" pero asegura que le sirvió de "inspiración" para al regresar al Reino Unido, ingresar en el Ejército, "para luchar después contra Hitler. Esa guerra sí la ganamos".

El estonio Erik Ellmann, de 92 años, parecía incómodo con los aplausos que recibió en el homenaje. "No los merezco. Yo era un niño. Tenía 19 años y solo participe en el final de la guerra. Hice lo mejor que pude con el arma que me dieron: una de 1896", dijo.

Hijo de un matrimonio pobre, Ellmann recuerda que el Gobierno de su país "hizo una ley por la que castigaba a 10 años de trabajos forzosos a quienes ayudaran a los españoles". Decidió arriesgarse. "Mis ideales y los de mis padres eran los mismos que los de la República". Estuvo en la batalla del Ebro y guarda un enorme remordimiento. "Íbamos de avanzadilla y teníamos que avisar si veíamos avanzar a los franquistas. Nos fuimos a descansar y avanzaron. No sabemos qué pasó con los que venían detrás de nosotros".

Los hermanos José Eduardo y Vicente Almudéver Mateu, de 92 y 94 años respectivamente, nacidos en Francia pero de padres españoles, tampoco han olvidado. "¡Fuimos al frente sin balas!", asegura José. "A cinco kilómetros había una columna del PCE y me dieron cinco. Después el coronel nos dio otras cinco. ¡Diez balas para una guerra!". El 25 de mayo de 1938. cayó herido en combate. "Al darme el alta, me mandaron a casa pero volví. Terminé en el puerto de Alicante. Fue terrible lo que pasó allí".

En aquel puerto, 20.000 republicanos, ya perdedores de la Guerra Civil, esperaban en abril de 1939, la llegada de unos barcos extranjeros que nunca llegaron para huir de Franco. Cuando al entrar las tropas italianas quedó claro que no había escapatoria, muchos optaron por suicidarse. "Recuerdo a una mujer embarazada, echada en el suelo, y a un hombre que se afeitaba con una navaja a su lado. Oí un grito terrible. Cuando volví a mirar, el hombre se había degollado y la mujer lo había visto todo", recuerda José, quien salió de aquel puerto direco al campo de concentración de Los Almendros tras haber tirado al mar su carné de la Brigada.

Vicente estuvo en el frente de Guadalajara y en la batalla del Jarama. También en Madrid. "Pese a haber perdido, de lo que más orgulloso estoy en mi vida es de haber luchado en la Guerra Civil con la República", asegura. Como sus compañeros, también luchó después en la segunda Guerra Mundial.

José Carrillo, hijo del exdirigente del PCE, Santiago Carrillo, y actual rector de la Universidad Complutense de Madrid, donde se acaba de levantar un monumento a los brigadistas. afirma: "No recuerdo un ejemplo de solidaridad internacional como la participación de los 35.000 brigadistas que vinieron a España a defender la legalidad de la República. y el de los propios españoles, que intentaron devolver el favor en la II Guerra Mundial incorporándose a la resistencia contra los nazis. Son un ejemplo, no un invento de Stalin, como dice el nostálgico que ha presentado una denuncia contra el monumento y que me acusa de hacer política. La ciudad universitaria fue testigo. Aquí combatieron muchos brigadistas y en los edificios más antiguos todavía se pueden ver agujeros de bala".

Pese a la denuncia, el monumento se inauguró el sábado. Son dos grandes placas de acero en las que se lee una frase de Dolores Ibárruri: "Sois la historia. sois la leyenda. Sois el Ejército heroico de la solidaridad y de la universalidad de la democracia".

El País

domingo, 23 de octubre de 2011

75 aniversario de las Brigadas Internacionales


"Su llegada a Madrid, aquel 8 de octubre de 1936, menos de cuatro meses después de la sublevación franquista, sirvió para que la población republicana comenzara a sentir que no estaba sola". Cuando se cumplen 75 años de la creación de las Brigadas Internacionales, el historiador Justin Byrne recuerda cómo la llegada a España de estos combatientes extranjeros, convencidos de la necesidad de luchar contra el franquismo, contribuyó a levantar la moral del bando republicano.

Con motivo de este aniversario, Coordinación Internacional, una entidad en la que participan la española Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales (AABI), realizará varios actos a partir de mañana. La convocatoria incluye la celebración de unas jornadas, en las que participarán historiadores y expertos del tema, con las que se pretende contribuir al conocimiento y el análisis del papel de estos combatientes voluntarios en la Guerra Civil y especialmente en la defensa de Madrid, en el invierno de 1936-1937.

Está previsto, asimismo, que el sábado se inaugure un monumento en su honor en la Ciudad Universitaria de Madrid. El brigadista británico David Lomon, el estonio Erik Elman y los francoespañoles Josep y Vicent Almudever, todos nonagenarios, estarán presentes en esta inauguración y participarán después en una comida de fraternidad. La AABI calcula que la cifra de brigadistas vivos en el actualidad no supera la veintena.

Los organizadores han invitado al acto al líder del Ejecutivo y varios miembros de su Gobierno, así como a los presidentes del Congreso y el Senado. Aunque todavía no han recibido respuesta, consideran que la presencia institucional en estos actos de homenaje es necesaria como "señal de respeto y agradecimiento".

El 22 de octubre de 1936 el presidente del Gobierno de la República, Francisco Largo Caballero, firmó un decreto por el que se constituyeron esas unidades compuestas por voluntarios extranjeros y también españoles. Los historiadores calculan que hasta su retirada, en octubre de 1938, fueron entre 35.000 y 40.000 los brigadistas que lucharon contra el fascismo en España. Muchos de ellos, aunque no hay una cifra exacta, acabaron siendo fusilados por las tropas de Franco o fueron torturados en campos de concentración antes de ser repatriados a sus países.

"Fenómeno internacional"

Para el catedrático de Historia Contemporánea de la Complutense Julio Aróstegui, estos hombres -fueron muy pocas las mujeres que llegaron- contribuyeron a hacer de la guerra de España un "fenómeno internacional". "El elemento que les unía era el antifascismo. Algunos, como los británicos y los franceses, intentaron quebrantar la voluntad de sus gobiernos de origen, que habían apostado por la no intervención, y tomaron las armas ellos mismos", explica el historiador Justin Byrne, que ha participado en la programación de los actos que comienzan mañana.

Rebatiendo a los que aseguran que los brigadistas tenían "una formación mínima, aunque una voluntad de hierro", Aróstegui considera más que probada su cultura militar. "Solían ser más expertos guerrilleros que los españoles. Vinieron poetas, intelectuales, abogados... también gente con menos formación. Todos pasaron por el centro de formación de Albacete, donde eran instruidos por un comunista francés llamado André Marty", señala Aróstegui.

Además de su contribución a levantar el ánimo del bando republicano, en el que escaseaban las armas, pero también la moral, los expertos concluyen que la obediencia era uno de los aspectos más apreciados de los combatientes extranjeros. "Eran muy valorados por su disciplina y entrega". asegura Byrne.

Con el propósito de "mantener el contacto entre los brigadistas y demostrarles gratitud en actos públicos" se creó en 1995 la AABI. Su presidenta, Ana Pérez, explica que otro de los objetivos de la asociación es intentar que la historia de las brigadas se estudie de manera "más clara y notoria", por lo que trabajan para que se su historia se incluya en los currículos de enseñanza media.

"El legado de estas personas altruistas, solidarias y consecuentes a lo largo de sus vidas, debería mantenerse siempre presente", concluye Pérez.

Represaliados por luchar contra el fascismo

ERIK ELMAN


Los actos organizados por la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales (AABI) contarán con la presencia de este brigadista estonio de 92 años. Se unió a las Brigadas en 1938 y fue voluntario en las filas republicanas en el frente del Ebro. Acabó en un campo de concentración y entre 1941 y 1949 formó parte del ejército de la URSS.

DAVID LOMON

Este británico, que ahora tiene 93 años, fue capturado por soldados italianos durante la retirada republicana en 1938. Tras su detención, pasó varios meses en prisión hasta que fue repatriado. Se unió a la Marina Real Británica durante la II Guerra Mundial. Obtuvo el pasaporte español en junio de 2011.


jueves, 21 de julio de 2011

Goebbels, el «historiador» de la Guerra Civil

«Los nacionalistas avanzan. Esperemos que triunfen así. Deberíamos poder hacerles llegar armas por arte de magia». Y: «Esta es la imagen de un país después de una revolución que ha causado casi dos millones de muertos. Y encima es un aliado nuestro. ¡Espantoso!». Entre estas dos declaraciones antagónicas de Josef Goebbels transcurrieron tres años, los mismos que duró la guerra que desangró a España entre 1936 y 1939. Un período en el que los diarios, discursos y artículos publicados por el omnipresente ministro de Información y Propaganda se convirtieron en una fuente de información importante para que muchos alemanes conocieran su particular enfoque de las batallas y el avance de las tropas de Franco.

El doctor Goebbels se erigía así en una especie de «historiador» malintencionado de la Guerra Civil, con publicaciones como el «Libro Rojo sobre España» o su discurso sobre «La verdad sobre España», ambos de 1937. En el primero, por ejemplo, registraba y describía con todo tipo de detalles siniestros los ataques del bando republicano. Mientras que en el segundo, pronunciado en el congreso del partido nazi celebrado en Nuremberg, explicaba el supuesto problema español en el contexto de la lucha entre el «Imperialismo judío-bolchevique» y las «fuerzas positivas» en Europa, viendo a España como un campo experimental del «terror rojo» para un futuro ataque al continente.

Según el ABC de Sevilla, que recogió lo acontecido en el congreso de Nuremberg el 10 de septiembre de 1937, «pocas veces, ni siquiera en España, se ha logrado situar con tan certero enfoque la auténtica realidad de nuestra llamada guerra civil como lo acaba de hacer el ministros de Propaganda alemán». Goebbels, en este discurso y «apoyándose –decía– en la prensa extranjera», aseguraba que en España el número de sacerdotes y monjes asesinados era, hasta el 2 de febrero de ese año, de cerca de 17.000. Un dato al que sumó después números sobre el comercio de armas y dinero por parte de los soviéticos para tratar de probar su intervención en la Guerra Civil apoyando a la República.

«Sólo Franco es un hombre»

Todos estos discursos y textos del «historiador» nazi no sólo sirvieron para reflejar la evolución de las relaciones entre la España franquista y la Alemania del Tercer Reich en aquellos tres años, sino para ver también como fue Goebbels cambiando desde el entusiasmo inicial por el «golpe de Estado», hasta las duras críticas por el lento avance de Franco en los diferentes frentes.

El 20 de julio de 1936, tan sólo tres días después del inicio de la sublevación, hace justo 75 años, escribía en sus diarios: «En España prosigue el “putsch”. Esperemos que triunfe». Ese mismo año, sus escritos siguieron rezumando el mismo optimismo: «Nuestros mejores deseos y aviones le acompañan» (9 de noviembre) o «sólo Franco es un hombre» (11 de noviembre).

Después, Goebbels fue mostrándose cada vez más desencantado con el desarrollo de la guerra: «El avance de Franco otra vez estancado» (17 de enero de 1937), «clamorosas noticias sobre el terror rojo en España. Pero Franco no avanza. ¿Será realmente el hombre?» (24 de enero de 1937), «el ataque aéreo al acorazado alemán “Deutschland” resulta mucho más grave aún de lo que al principio se pudo pensar: 22 muertos y más de 80 heridos. Esta España maldita nos crea nos crea preocupación tras preocupación y un día quizá convertirá el mundo en llamas» (31 de mayo de 1937), «en España no se adelanta. El “Führer” ya no cree en una España fascista» (24 de julio del 37) o, finalmente, «el ejército republicano está ya en plena desbancada y lo alemanes todavía no se lo acaban de creer» (27 de enero de 1939).

La «fanática incapacidad de juicio» de Franco

No es de extrañar tampoco que Goebbels, como ministro de información y propaganda, utilizara el periódico más emblemático del nacionalsocialismo –el «Völkischer Beobachter» («Observador Popular») de Munich– para difundir sus dudas y análisis sobre la contienda fratricida. El 4 de marzo de 1939, volvía a hacer hincapié sobre ella con un artículo titulado: «El isleño y la cuestión española». Allí el cercano régimen resultó, a pesar de la victoria, mal parado una vez más. Goebbels hablaba de «cerrazón mental y política» y de la «fanática incapacidad de juicio y falta casi criminal de responsabilidad con respecto a Europa» por parte de Franco.

Así fue escribiendo Goebbels «su historia» de la Guerra Civil y ofreciéndola a sus seguidores por fascículos antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Y hay que tener en cuenta que no existían medios alternativos de información y que los mensajes hechos públicos en asambleas de masas y retransmitidos por radio calaban rápido en la población y servían para reforzar sus ideas. Bienvenido a la «Historia de la Guerra Civil», por el doctor Josef Goebbels.

ABC

 

jueves, 17 de marzo de 2011

Cómo Gran Bretaña ayudó a Franco

Ángel Viñas, destacado historiador de la Universidad Complutense de Madrid, ha descubierto que, en los albores de la Guerra Civil, el Gobierno británico tenía conocimiento de las negociaciones secretas que Franco estaba empezando a mantener con Mussolini, según las cuales el futuro gobierno fascista de España apoyaría el expansionismo italiano a cambio de obtener ayuda militar para derrotar a la República.

No obstante, el Gobierno británico mantuvo tal información en secreto. Aunque mantenían una buena relación diplomática con España y oficialmente querían evitar la internacionalización del conflicto, decidieron no informar al Gobierno español —ni al parlamento británico— y no ejercer ninguna presión sobre Italia para que no aceptara.

El estudio demuestra que Gran Bretaña sabía de estas negociaciones porque la jefatura de comunicaciones del Gobierno británico había interceptado todos los detalles de una reunión secreta entre Franco y un alto diplomático italiano en representación de Mussolini que había tenido lugar en Sevilla el 20 de septiembre de 1936.

Los descubrimientos dejan ver con bastante claridad que el Gobierno británico, ansioso por conseguir que Italia dejara de mantener relaciones amistosas con Hitler, sabía exactamente lo que estaba pasando, pero prefirió dejar que se llevara a cabo el pacto Mussolini-Franco sin oposición alguna. Los estudios de Viñas también ponen al descubierto que los británicos intentaron, aunque sin éxito, evitar que el Gobierno republicano utilizara sus propias reservas de oro. Entre septiembre de 1936 y febrero de 1937, cuando la situación militar se hacía cada vez más grave, las autoridades españolas trasladaron dichas reservas a bancos extranjeros de Francia y de la Unión Soviética. En enero de 1937, Anthony Edén, secretario de Asuntos Exteriores británico, dio órdenes para que varios funcionarios trazaran planes, en conjunción con otros países, para evitar que España siguiera utilizando un oro que le pertenecía y que desesperadamente necesitaba para su defensa.

Puede que resulte aún más sorprendente el hecho de que, como demuestran los estudios de Viñas, Gran Bretaña poseyera información clave sobre el bombardeo alemán de Guernica tan sólo unos pocos días después de que tuviera lugar. Franco negó que los responsables fueran los fascistas y afirmó que habían sido los mismos republicanos los que lo habían llevado a cabo.

Sin embargo, este nuevo estudio muestra que los británicos sabían perfectamente bien que en el ataque alemán habían participado bombarderos italianos —al servicio de Franco— ya que la jefatura de comunicaciones del Gobierno británico había interceptado una vez más comunicados italianos. A pesar de ello, el Gobierno británico nunca informó al parlamento ni hizo pública la involucración italiana, y ni tan siquiera acusó a los italianos (ni a los alemanes) de lo que en realidad constituía un delito de guerra: el bombardeo de un objetivo meramente civil y la pérdida de cientos de vidas.

El general Franco en 1936, quien recibió ayuda de una fuente inesperada: Gran Bretaña.

El estudio también arroja nueva luz sobre la actitud que tomó Gran Bretaña ante el uso de la fuerza contra barcos mercantes que comerciaban con la España republicana por parte de Mussolini. En agosto de 1937, Franco pidió al Duce que hundiera barcos mercantes con cargamento de armas soviéticas para el internacionalmente reconocido Gobierno republicano. Los italianos, que no solían comprobar si las cargas eran militares o no, de inmediato comenzaron a hundir gran número de embarcaciones mercantes con rumbo a puertos republicanos, tanto soviético como francés y británicas.

Los franceses querían acusar a Italia, pero el estudio de Viñas sugiere que los británicos los presionaron de manera bastante enérgica para que no lo hicieran. Al final, el Gobierno británico únicamente empezó a abogar por el fin de la campaña naval pro-Franco que estaba llevando a cabo Italia cuando un buque de la Marina Real británica estuvo a punto de ser alcanzado por fuego italiano.

Aunque Franco había pedido a Italia que atacara los barcos, dichos ataques formaban parte del bloqueo italo-alemán de los puertos mediterráneos republicanos que había sido acordado por Gran Bretaña y otros países. El bloqueo, que tanto británicos como franceses también llevaron a cabo en puertos republicanos de la España septentrional, había sido en un principio diseñado para evitar que el Gobierno español recibiera armas; aunque Cádiz, principal puerto fascista, no se vio afectada.

No obstante, aunque Gran Bretaña se declaraba oficialmente neutral, su política no-intervencionista sirvió de hecho de apoyo a los fascistas. El Gobierno español sufrió un bloqueo de los envíos de armas, mientras que las grandes cantidades de aviones y tanques, además de los 100.000 hombres que proporcionaron Italia y Alemania (al igual que Gran Bretaña signatarias del pacto de no-intervención) sirvieron para crear un desequilibrio que tendría como consecuencia una inevitable victoria fascista.

La causa oficial de la política de "no-intervención" británica era la necesidad de limitar y contener la guerra. Pero la verdadera razón fue el deseo de frustrar lo que los británicos erróneamente pensaban que sería una ambición política soviética en España, a la vez que pretendían apaciguara Mussolini en lo que llegó a ser un intento vano de ganar el apoyo del fascista italiano para que sirviera de aliado diplomático contra Hitler. Parece que el Gobierno británico pensaba que podrían influenciar y utilizar tanto a Mussolini como a Franco y separarlos así de la Alemania nazi.

El estudio de Viñas revela que Gran Bretaña ni siquiera llegó a contestar la oferta que en 1938 le hiciera el bando republicano, según la cual estaría dispuestos a rechazar el apoyo soviético y ceder a los británicos el uso de bases estratégicas en la Península durante el inminente conflicto europeo.