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domingo, 13 de noviembre de 2011

Eduardo I y los escoceses

Cómo el poderoso rey Eduardo I de Inglaterra, casado con la infanta castellana Leonor, consiguió que los escoceses se volvieran contra los ingleses

Eduardo I.
A principios de 1290, Eduardo I contaba 50 años y se encontraba en la cima de su poder. Llevaba 17 años ostentando la corona de Inglaterra y su fama se remontaba ya hasta mucho antes. Hacía años que había derrotado y asesinado a su famoso tío, Simón de Montfort, en la batalla de Evesham. Poco después de cumplir la treintena, había viajado a Tierra Santa como cruzado: una aventura durante la que milagrosamente había conseguido burlar a la muerte al sobrevivir al ataque de un asesino armado con un cuchillo. Y por último, claramente, también estaba la conquista de Gales. Durante la primera década de su reinado, Eduardo había conseguido acabar con la independencia galesa utilizando un increíble despliegue militar del que todavía hoy quedan vestigios en Conwy, Harlech y Caernarfon, por citar tan solo los ejemplos más famosos de entre los castillos de la región.

No obstante, a principios de 1290, Eduardo estaba a punto de alcanzar un objetivo aún más importante. Desde la conquista de Gales, su principal obsesión había sido liderar una nueva cruzada y recuperar Jerusalén. Se trataba de un proyecto al que había dedicado años, en parte consecuencia de las prolongadas negociaciones con el papado acerca de la cuestión financiera, pero principalmente debido a que los demás reyes de Europa habían decidido embarcarse en una guerra fratricida. Desde 1286, Eduardo se había pasado más de tres años fuera de Inglaterra, atravesando varias veces los Pirineos, intentando que se llegara a un acuerdo de paz entre Francia y Aragón para conseguir así liberar a su primo, el cautivo rey de Sicilia. Para cuando en 1289 regresó a casa, su plan estaba ya a punto de cristalizar. El rey siciliano estaba en libertad, la paz estaba a punto de firmarse y, a finales de año, el Papa propuso un plan de financiación para las cruzadas que tan solo necesitaba leves ajustes. Cuando, por primera vez en cuatro años, el parlamento se reunió en Westminster en enero de 1290, Eduardo recibió complacido a un embajador del ilkanato mongol de Persia, el cual aseguró desear aliarse con el rey inglés. Ambos concertaron una reunión que tendría lugar exactamente un año después en la parte exterior de la muralla de Damasco.

De hecho, parecía que 1290 fuera a ser un año extraordinario en múltiples sentidos. Otro tópico de discusión en el parlamento había sido la situación en Escocia. Apenas cuatro años antes, el día antes de que Eduardo partiera para el continente, el reino del norte había sido víctima de una terrible tragedia. El rey Alejandro III, de 44 años de edad, de gran éxito y vigor, había salido a caballo en una tormenta y se había despeñado por un acantilado. La escala del desastre se vio amplificada por el hecho de que los tres hijos que había tenido de su primera esposa habían muerto antes que él y su segunda esposa, que se hallaba encinta cuando falleciera el monarca, dio a luz a un niño muerto.

Matrimonio de coronas
Leonor de Castilla.

Aún así, de esta tragedia surgió una oportunidad de oro, ya que Alejandro sí que contaba con algún heredero. Cinco años antes, su ahora difunta hija se había casado con el rey de Noruega y en el breve tiempo que duró el matrimonio la joven pareja había engendrado una hija. A la niña, que contaba tan solo tres años de edad cuando su abuelo falleciera, se le puso el nombre de Margarita, como su madre. No obstante, pasaría a la historia como "la dama de Noruega" y como la última oportunidad que el linaje de los reyes de Escocia tenia de sobrevivir. No obstante, también simbolizaba una esperanza aún mayor.

¿Qué sucedería si esta joven, heredera al trono de Escocia, se casara con un hijo del rey de Inglaterra? Eduardo I había tenido casi tanta mala suerte como Alejandro III con su familia: de su matrimonio con Leonor de Castilla había obtenido 15, puede que 16 vastagos, pero únicamente seis continuaban con vida en 1290 y solamente uno de ellos era varón. No obstante, no se necesitaba nada más. Si Eduardo de Caemarfon, que por entonces contaba 6 años de edad, se casara con la dama de Noruega, se convertiría por matrimonio en rey de Escocia. Cualquier hijo que engendraran podría heredar ambos reinos. Puede que, con el tiempo, la pareja real intentara gobernar ambos reinos como uno solo. Lo que se estaba jugando en 1290, en definitiva, era un matrimonio de las dos coronas más de tres siglos antes de su unión histórica en 1603.

Para mucha gente en la actualidad, esto puede parecer una alternativa ridicula. Los libros de texto nos aseguran que Inglaterra y Escocia fueron enemigas durante la mayor parte de su historia, con lo que todo el mundo se muestra propenso a creer que siempre fue así. "Regresad a Inglaterra" grita el William Wallace de Mel Gibson a sus oponentes ingleses en esa hilarante biografía cinematográfica que es Braveheart, "deteniéndoos en cada casa que encontréis a vuestro paso para pedir perdón por cien años de robos, violaciones y asesinatos". No obstante, este no es el mayor disparate de la película. No solo no había habido ningún conflicto armado entre los dos reinos durante los 80 años anteriores a 1296. sino que durante esos 80 años, y durante muchas décadas anteriormente a esa fecha, los ingleses y los escoceses se habían llevado de hecho a las mil maravillas.

Esto se debía principalmente a que, a partir del siglo XII, Escocia había mostrado cierta disposición a aproximarse a Inglaterra. Los escoceses, siguiendo el ejemplo de sus reyes, habían adoptado hábitos sociales, económicos y morales que resultaban comunes al sur de la frontera. Al mismo tiempo, los ingleses —mercaderes, peones y clérigos— empezaron a emigrar en masa a Escocia y ayudaron a fundar nuevas poblaciones o a establecer nuevas comunidades religiosas que mantuvieron lazos con Inglaterra. Además, los aristócratas escoceses construyeron castillos (como el de Caerlaverock, cerca de la localidad de Dumfries) al estilo inglés y se casaron con familias homologas inglesas. Algo similar sucedió también con ambas familias reales. La tía de Eduardo I, Juana (1249), había contraído matrimonio con Alejandro II y su hermana Margarita (1275), había sido la primera esposa de Alejandro III. Por lo tanto, la celebración de otra boda anglo-escocesa en 1290 no hubiera resultado para nada sorprendente. En marzo de ese mismo año, los más poderosos nobles escoceses se reunieron en Birgham, en la frontera entre ambos reinos, y llegaron al acuerdo unánime de permitir el matrimonio real.

La única dificultad residía en decidir cómo funcionaría la nueva relación en la practica. Los escoceses querían que su joven reina tuviera un protector poderoso, y Eduardo I, ciertamente lo era, pero también les preocupaba que pudiera resultar demasiado poderoso y que realizara exigencias que comprometieran su independencia. Asi, durante la primavera de 1290, se celebró un sinfín de negociaciones entre los representantes de ambas naciones. En numerosos aspectos lograron llegar a un acuerdo, pero en cuanto se trató el tema del control de los castillos reales escoceses, las negociaciones alcanzaron un punto muerto. Eduardo estaba decidido a ser la única persona con capacidad para nombrar a los gobernantes de los castillos, pero los escoceses se mostraban igual de intransigentes en su negativa a aceptar tal exigencia.

Como consecuencia, durante cierto tiempo las negociaciones sobre el matrimonio proyectado quedaron estancadas y Eduardo pasó a ocuparse de sus otros cruciales quehaceres. En abril dio el importante paso de asegurar la estabilidad del futuro de Inglaterra al fijar la sucesión al trono inglés para sus hijas, en el caso de que su hijo muriera y que no hubiera otros herederos. A finales de ese mismo mes, una de sus hijas, Juana, fue la primera en casarse, tomando como marido al conde de Gloucester. Unas pocas semanas más tarde, Eduardo ordenó que el cuerpo de su padre, Enrique III, fuera trasladado a una nueva tumba en la Abadía de Westminster, la cual sería posteriormente decorada con la fabulosa efigie de bronce dorado que hoy en día todavía podemos contemplar. Más tarde, el 9 de julio, la abadía albergó otra ceremonia: la lujosa boda de Margarita, otra hija del rey, que contraía matrimonio con el duque de Brabante. Por último, el 18 de julio, Eduardo realizó una de las más notorias hazañas de su carrera al ordenar la expulsión, para gran deleite del resto de sus subditos, de todos los judíos de Inglaterra, recibiendo a cambio unos generosos beneficios fiscales. Tendrían que pasar más de tres siglos antes de que a los judíos se les permitiera regresar.

Al final, hacia finales de verano, se llegó a un acuerdo en las negociaciones con los escoceses, aunque no porque ninguno de los dos bandos cambiara de opinión. Lo que parece haber ocurrido es que, a finales de agosto, a Eduardo le llegó la noticia de que la dama había abandonado Noruega y se hallaba de viaje hacia Escocia, con lo que se vio obligado a alcanzar un acuerdo. Se solucionó el problema de los castillos prometiendo a los emisarios escoceses que sus gobernadores serian nombrados "a través de un acuerdo común entre los escoceses y el rey inglés". A cambio, recibieron la promesa de salvaguardar la independencia de su país. En el acuerdo Eduardo prometía a Escocia que continuaría siendo "libre y sin sujeción respecto al reino de Inglaterra".

Debido a que la tercera boda real del año tan solo se encontraba a unas pocas semanas de celebrarse, Eduardo envió a sus propios emisarios a Escocia para que transportaran las joyas que conformarían el regalo de bienvenida cuando la dama finalmente llegara al país. Al mismo tiempo, empezó a dar los últimos retoques a sus planes para las cruzadas. Por esta época ya había recibido una oferta definitiva del Papa que estaba dispuesto a aceptar. Se formó un pequeño grupo de nobles que deberían acercarse en octubre al bosque de Sherwood para poder presenciar la firma de dicho acuerdo. Mientras tanto, Eduardo se fue al condado de Derbyshire y a la región del Peak District a practicar la caza.

Fue entonces cuando se tornó su suerte y todos sus planes se vinieron abajo. Cuando a mediados de octubre llegó a Sherwood, recibió la noticia de que la dama de Noruega había fallecido. Lo más probable es que hubiera sido involuntariamente envenenada al comer alimentos en mal estado durante su viaje. Dos semanas más tarde, el rey recibió el siguiente mazazo: Leonor de Castilla, que el año anterior había contraído la malaria en su viaje al continente, cayó gravemente enferma. A pesar de los esfuerzos desesperados por salvarla, la reina falleció a finales de noviembre. Eduardo hizo trasladar su cuerpo de Lincoln a Londres en una lenta procesión funeraria, cada parada de la cual seria más tarde marcada con una cruz ornamental de gran tamaño. Fue enterrada en la Abadía de Westminster el 17 de diciembre. El rey se retiró a un monasterio en Ashridge, en el condado de Hertfordshire, para pasar la Navidad y el Año Nuevo inmerso en el más profundo de los pesares.

Lo que podría haber llegado a ser

La muerte de Leonor tuvo un efecto más devastador en el terreno personal, pero fue la muerte de la dama de Noruega lo que alteró el curso de la historia y acarreó sangrientas consecuencias. De haber vivido la joven, la unión de las coronas podía haberse llevado a cabo en el otoño de 1290, e Inglaterra y Escocia podrían haberse mantenido unidas en paz durante generaciones y generaciones. El rey también podía haber ido a las cruzadas por segunda vez con escoceses luchando a su lado, como sucediera en la primera ocasión. En terreno nacional también habría habido espacio para la cooperación entre ingleses y escoceses. Juntos, guiados por una monarquía única y la mezcla de sus dos aristocracias, podran haber concentrado su energía en subyugar a los habitantes de los territorios de las Islas Británicas situados en los extremos más septentrional y occidental, tanto a los "salvajes escoceses" de las Tierras Altas y las islas como a los "salvajes irlandeses", consiguiendo crear así un único reino prematuramente unido.

Juan de Balliot se arrodilla ante Eduardo I .    
Pero nada de esto estaba destinado a suceder. La muerte de la joven dejó a los escoceses incapacitados para decidir quién heredaría la corona, con lo que el rey de Inglaterra recibió una imitación para elegir entre los dos candidatos más obvios. No obstante, cuando Eduardo emergió de sus jornadas de luto en Ashridge, lo hizo para anunciar un desastroso plan B: "someter tanto al rey como al reino de Escocia bajo su mandato". Para consternación de los escoceses, el monarca puso rumbo al norte e insistió en que él era el legitimo gobernante de  Escocia, sometiendo a los dos principales aspirantes al  trono (además de a otros posibles contendientes) a una campaña de coacción e intimidación destinada a que admitieran su superioridad. Al final, falló a favor de Juan de Balliol, al que obligó a realizar una inequívoca ceremonia de homenaje por la que quedaban anuladas las garantías de independencia que habían sido concedidas en 1290 y aceptaba viajar a Westminster siempre que el rey de Inglaterra lo demandara.

Fue asi como Eduardo I convirtió a los escoceses, que habían sido amigos y aliados de los ingleses durante generaciones, en sus más enconados enemigos. Cuando, en 1294 inesperadamente estalló la guerra entre Inglaterra y Francia, Escocia se alió por primera vez en la historia con esta última. La tendencia hacia la convergencia en las Islas Británicas se detuvo en seco y dio marcha atrás. Eduardo paso los últimos diez años de su vida machacando a los escoceses, arrasando sus tierras a fuego y espada en un esfuerzo por persuadirlos para que aceptaran su autoridad. Con ello lo que consiguió fue crear una relación hostil entre los dos países que se extendió durante mas allá de la Edad Media y que en algunos aspectos todavía sobrevive en la actualidad. Hubo un tiempo en el que los escoceses se afanaron por imitar a sus vecinos del sur. De hecho, en los años anteriores a 1290, muchos escoceses habían bautizado a sus hijos con el nombre de Eduardo. No obstante, esto ya no volvería ocurrir. Como escribirían al Papa en 1320: "Nunca, bajo ningún concepto, nos someteremos al dominio de los ingleses". Fue un cambio de actitud que estuvo causado por la muerte de una niña noruega de siete años y por unos fatídicos errores de cálculo por parte de Eduardo I.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Las Navas de Tolosa, la batalla decisiva

De haber triunfado el bando musulmán en el choque de las Navas de Tolosa, el curso de la Reconquista habría experimentado un giro considerable.


El año 1031 fue trágico para los musulmanes españoles. El poderoso califato de Córdoba dejaba de existir. Su territorio, casi las tres cuartas partes de la península, se fragmentaba en decenas de reinos de taifas que, más débiles, no podían frenar el expansionismo de los reinos cristianos. Solo medio siglo después Toledo cayó en manos cristianas, y los almorávides (que en árabe equivale aproximadamente a ermitaños) fueron llamados al Magreb para socorrer a los soberanos islámicos. Los recién llegados provenían de tribus nómadas bereberes del Sahara occidental. Eran intransigentes en la interpretación y aplicación de las reglas coránicas y, por tanto, críticos con la relajación de costumbres en que, según ellos, habían incurrido los reinos de taifas. Su llegada en 1086 detuvo a los cristianos y unificó de nuevo Al-Ándalus. Éste quedó bajo su dominio, englobado en un imperio que lo unía al actual Marruecos y al norte de Mauritania, con capital en Marrakech.

Descomposicion andalusi

El Imperio almohade

Sin embargo, en la primera mitad del siglo XII el poder volvió a fragmentarse en la España musulmana, lo que aprovecharon los monarcas cristianos para reemprender el avance hacia el sur. De nuevo, la salvación para el islam vino de África, esta vez de manos de los almohades (los que reconocen la unidad de Dios, los unitarios). Éstos, que eran aún más radicales y puristas en sus planteamientos, habían desplazado del poder a los almorávides, a los que acusaban de haberse corrompido. Eran también tribus bereberes originarias del Atlas y el Magreb, y formaron un imperio más extenso que el de sus predecesores. Hacia 1146, llegados a la península, forzaron una progresiva unificación política bajo su cetro, lo que obligó a los cristianos a retroceder hacia el Tajo. El nuevo imperio extendía sus dominios hasta la actual Libia, y si bien mantuvo su capital en Marrakech, en Al-Ándalus fue Sevilla el principal centro administrativo, embellecida con los Alcázares y la Torre del Oro. Al frente del nuevo entramado político figuraba un califa que se autoproclamó Mahdid, o guía. Adoptó el título de Príncipe de los creyentes, Amir ul-Muslimin, lo que los castellanos rebautizaron como Miramamolín. De todos los reinos cristianos, fue Castilla la que más amenazada se vio, pues por aquellos años León se había separado y ambos reinos estaban sumidos en luchas fratricidas. Para frenar el nuevo impulso musulmán, Castilla alentó las acciones militares de las órdenes de Calatrava, Santiago y Alcántara, encargadas de repoblar y defender la meseta sur. También instó a los reinos de taifas almorávides a resistir. Todo en vano. Las retiradas cristianas alcanzaron su apogeo en 1195 en la derrota de Alarcos, cerca de Ciudad Real, donde el rey castellano Alfonso VIII vio a su ejército casi aniquilado. El vencedor, el califa Yusuf II, adoptó el nombre de al-Mansur, el Victorioso, y de vuelta a Sevilla dio definitivo impulso al levantamiento de la Giralda como conmemoración del triunfo. Tras la batalla, el camino hacia Toledo quedó de nuevo abierto, y aunque no se llegó a tomar, los almohades se enseñorearon en los años siguientes del valle del Tajo y de toda la meseta sur, ocupando Calatrava, Uclés, Plasencia y Huete. Solo las tensiones internas de su vasto imperio y la agitación fronteriza sostenida en el Magreb les impidió avanzar más, y una oportuna tregua de diez años, concertada en 1197, alivió la situación de Castilla.

Llamando a la cruzada

Cuando finalizó la tregua, las incursiones y escaramuzas volvieron a producirse. Se anunciaba una batalla de gran magnitud. Pero si Alfonso VIII quería contraatacar, debía, en primer lugar, establecer sólidos pactos con el resto de reinos cristianos. No podía lanzarse hacia el sur sin tener antes las espaldas cubiertas y saber que, aprovechando su ofensiva, no sería atacado por navarros, aragoneses o leoneses. A finales de la primera década del siglo XIII había firmado pactos con Navarra y Aragón, pero ello no era una plena garantía. La solución llegó a través de la Iglesia: si el papa Inocencio III proclamaba una cruzada, no solo ningún otro reino le atacaría (quedaría automáticamente excomulgado), sino que estimularía a cristianos de toda Europa y de la península a sumarse a la campaña. De las gestiones con Roma debía encargarse el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada. Las culminó positivamente a principios de 1212. Por otra parte, los reyes de Navarra y Aragón, que también temían un fortalecimiento de los almohades, se comprometieron a acudir con sus ejércitos.
Se proclamaron con rapidez las indulgencias plenarias por toda Europa, que, aparte de en los reinos hispánicos, causaron especial efecto en Francia. Se agregaron a la empresa los obispos de Narbona, Burdeos y Nantes, así como numerosos caballeros francos, que serían conocidos como ultramontanos y a los que el rey castellano se comprometió a mantener. En la primavera de aquel año las tropas francesas se fueron congregando en Toledo, junto a las castellanas de Alfonso VIII y las aragonesas de Pedro II. Pronto se vio que tal concentración abigarrada de efectivos (unos 70.000 hombres, de los que alrededor de 15.000 eran galos), cargados de fanatismo, suponía un grave problema. Los franceses, por ejemplo, se dedicaron a matar judíos, lo que obligó al rey castellano a acelerar la partida hacia el sur, que tuvo lugar el 20 de junio. Junto a ellos, como era habitual en las marchas de grandes ejércitos, viajaban miles de carruajes y mulas con provisiones, criados, taberneros, mercaderes, prostitutas y demás personal que vivía de las tropas. Por supuesto, en el ejército estaban también incluidos un buen número de obispos y altos dignatarios de la Iglesia, junto a los caballeros, los miembros de órdenes militares y las fuerzas de soldados rasos reclutadas al efecto por los municipios. Los almohades no permanecieron inactivos. Sabiendo lo que se les venía encima, el califa Al-Nasir, hijo del vencedor de Alarcos, había reunido un numeroso ejército en Marrakech. Árabes, turcos, senegaleses y bereberes, movidos por el principio de la guerra santa, cruzaron el estrecho en enero, sumándose a las tropas de Al-Ándalus. 

Sabiamente, Al-Nasir decidió que era mejor esperar tras los pasos de Sierra Morena a unas tropas cristianas que habrían de llegar desgastadas y con graves problemas de abastecimientos, dado su elevado número y el calor del verano, y eligió el campo de batalla en que se habría de producir el choque. Por de pronto, sus hombres sembraron de abrojos los cauces del Guadiana para herir a los caballos de los cristianos en su avance.

Tensiones entre combatientes

Entre los cristianos pronto surgieron desavenencias. Los cruzados franceses querían botín y no estaban interesados en aplicar medidas de indulgencia que facilitasen la posterior ocupación, que era lo que pretendía el rey castellano. Así, los habitantes de Malagón fueron pasados a cuchillo a pesar de las promesas del Soberano. Lo acontecido en Calatrava llevó a la ruptura. Era necesario tomar la plaza, dada la envergadura de sus defensas. Tras un primer asalto, el jefe de la guarnición de la ciudad, un famoso militar andalusí llamado Aben Cadís, logró pactar una rendición por la que sus hombres salvaban la vida y parte de los bienes. Al rey castellano no le interesaba desgastar sus fuerzas en el camino y aceptó el trato. Indignados, los cruzados franceses, que esperaban saquear y matar como habían hecho en Malagón, abandonaron el ejército y volvieron grupas en dirección a Francia, aunque, eso sí, no perdieron la oportunidad de asaltar las juderías que encontraron por el camino. Solo el obispo de Narbona y unos pocos cientos de caballeros franceses permanecieron en la expedición. Fue una merma muy considerable, sobre todo por la experiencia que atesoraban -algunos habían combatido en Tierra Santa-. Sin embargo, también en las filas musulmanas la rendición de Calatrava tuvo efectos negativos. Cuando el califa almohade se enteró de la decisión de su capitán, lo ordenó degollar por cobarde. Ello indignó a muchos soldados andalusíes, que vieron en el gesto de Al-Nasir una acción cruel, intolerante y prepotente. Resultó decisivo para que perdiese su prestigio entre gran parte de sus hombres y creciese la desafección hacia su persona y forma de gobernar. Por suerte para las tropas cristianas, el ejército navarro comandado por su rey suplió parcialmente la marcha de los ultramontanos. Había decidido participar en la cruzada tras algunas vacilaciones.

Le incitó a ello no solo el miedo a los almohades, sino también la creencia de que, en caso de victoria y de que Castilla pudiese extender sus fronteras hacia el sur, estaría en mejor situación para obtener de Alfonso VIII la devolución de ciertas tierras en disputa. Sin embargo, ni el rey de Portugal ni el de León aportaron fuerzas. Ambos eran yernos del soberano castellano, pero el primero estaba ocupado sofocando disensiones internas, y el segundo mantenía una abierta rivalidad con su suegro, al tiempo que trataba de conquistar Portugal. El resultado es que el monarca luso solo envió a unos cuantos caballeros templarios, y el de León, ni siquiera eso. A principios de julio los cristianos llegaron a las estribaciones de Sierra Morena, cuyos desfiladeros estaban vigilados por los almohades. Tenían necesidad de entablar pronto batalla, pues los abastecimientos llegados desde Toledo eran escasos. El problema era cruzar el desfiladero de la Losa, controlado por el enemigo y que se interponía en la marcha hacia la batalla. Avanzar parecía suicida, y muchos propusieron descender a las llanuras y buscar otra vía de acceso hacia el sur. Pero el tiempo apremiaba a causa del hambre y la sed, por lo que al final se decidió forzar el paso. Por suerte, un pastor les indicó un camino no vigilado por el que cruzar la cordillera. Tras comprobar que no era una trampa, el ejército cristiano lo franqueó con toda celeridad, y el 14 de julio acampó en una planicie hoy conocida como la Mesa del Rey, cerca del paso de Despeñaperros, en el término de La Carolina. Cuando los musulmanes se dieron cuenta ya era tarde, y apenas pudieron hostigar a sus enemigos. Al día siguiente, los almohades provocaron a los cristianos para que les atacasen, pues ellos contaban con posiciones más ventajosas. Pero éstos prefirieron esperar un día más para recobrar fuerzas. La batalla se daría al alba del día 16.


La batalla se desata

Navas de TolosaLos efectivos que participaron en el choque no se conocen en realidad, y ambos bandos los han exagerado mucho en sus crónicas. Posiblemente los cristianos rondarían los 60.000 hombres y los musulmanes no más de 100.000. En todo caso, eran cifras enormes para la época. Emulaban las batallas que se estaban dando por entonces en Tierra Santa, en el marco de las cruzadas. Aprendiendo de los errores del pasado, el rey castellano decidió mezclar sus bisoñas milicias ciudadanas con los caballeros y soldados profesionales. Las alas las confió a los monarcas aliados, la derecha al rey de Navarra y la izquierda al de Aragón, que marcharon con la caballería al frente, seguidos de sus infantes. Eran fuerzas menores que las castellanas, pero más escogidas y capaces de frenar los intentos envolventes de los almohades, que era lo que seguro iban a acometer. El centro del ejército, escalonado en cuatro líneas, quedó al mando de Alfonso VIII. La última de ellas -importantísima, pues debía acudir como reserva adonde fuese preciso su auxilio- la comandaban él mismo y el arzobispo de Toledo. Los musulmanes eran más y confiaban en que, como en Alarcos, volverían a vencer a los agotados cristianos. Habían dispuesto su ágil caballería en las alas, y en el centro, escalonadas, las fuerzas de infantería: primero las bereberes, luego las andaluzas y las voluntarias procedentes de otros lugares del islam, las almohades después y, al final, varios miles de imesebelen, o desposados, fanáticos que componían la guardia negra. Éstos, atados entre sí y junto a una red de estacas y cadenas, rodeaban la tienda verde del Califa, que portaba el Corán en una mano y una cimitarra en la otra. La táctica almohade era similar a la que habían practicado en Tierra Santa y en Alarcos: dejarse acometer, abrirse, dispersarse y volver grupas una y otra vez, hostigando con flechas y venablos a los cristianos, armados más pesadamente, hasta rodearles, agotarles y rematarles. Era una manera más hábil y ligera de hacer la guerra que la cristiana, basada en el choque frontal de la caballería pesada.

Alrededor de las nueve de la mañana, y tras oír misa, Alfonso VIII ordenó la carga. Fieles a sus planes, los almohades no ofrecieron demasiada resistencia. Dejaron penetrar la cuña cristiana hasta que ésta quedó detenida, cansada por el galope, ante la tercera línea musulmana, que estaba en lo alto de unas lomas. Su contraataque hizo retroceder a los castellanos, y pronto las formaciones quedaron rotas, lo que derivó en una tumultuosa lucha cuerpo a cuerpo. Poco a poco comenzaron a verse rodeadas las fuerzas cristianas, y el Rey, tras manifestarle al obispo de Toledo que era buen día para morir, se lanzó al combare con la reserva que componía la cuarta línea. Fuese por esta irrupción o porque ya lo tuviesen planeado, los soldados andaluces abandonaron entonces el campo de batalla, parece que en parte como venganza ante la injusta muerte dada a su capitán Aben Cadís. Esa deserción sembró de confusión al ejército almohade, que comenzó a retirarse mientras los cristianos arreciaban en su ataque. Finalmente solo permaneció en pie la última barrera de la guardia negra en torno a la rienda del Miramamolín, hasta que varios caballeros, incluido el rey de Navarra, la asaltaron, acabando con la última resistencia.

Unas decisivas consecuencias

La matanza que siguió fue terrible. En aquellas horas no se hicieron prisioneros. Salvo los que desertaron o huyeron, con el Califa al frente, no hubo supervivientes. Luego, serenados los ánimos, muchos fueron perdonados, pero se convirtieron en esclavos. Los muertos alcanzaron posiblemente los 50.000 hombres entre ambos bandos. El botín fue inmenso. Los estandartes de los vencidos se trasladaron a la catedral de Toledo y al monasterio de Las Huelgas de Burgos, y las cadenas se llevaron a Navarra y pasaron a formar parte de su escudo. La tienda del Califa se envió al papa Inocencio III. Los excesos que cometieron luego los cruzados entre la población civil serían aún más terribles. Baeza, Úbeda y Jaén fueron masacradas, con niños, mujeres y ancianos incluidos, no sin antes violar en masa a las segundas. En estas matanzas tuvo mucha responsabilidad la Iglesia, que, contra los intereses del rey de Castilla, no aceptaba tratos con los infieles, bajo pena de excomunión. Por suerte para la población andaluza, a las pocas semanas, tras consolidar sus conquistas y cargar con un enorme botín, los cruzados volvieron al norte. Las epidemias habían hecho mella en sus filas. El Califa, de regreso a Sevilla, ordenó decapitar a los príncipes andalusíes, a los que consideraba responsables de la traición de sus hombres y de la derrota. Tras dejar el gobierno en manos de su hijo, se recluyó en Marrakech. Murió al año siguiente, posiblemente envenenado. En los anales de la historia islámica la batalla es conocida como "el desastre". No es exagerado, porque al poco tiempo el poder almohade comenzó a disolverse. La cohesión política que éste había aportado iba a desaparecer, en gran parte por las malas relaciones con los andalusíes. A partir de ese momento se generaron graves problemas dinásticos que fragmentaron el Imperio, y nunca más se unieron los musulmanes de la península en torno a un único poder. Se entraba en un nuevo período de reinos de taifas, el tercero y último, que debilitaría Al-Ándalus progresivamente. Es cierto que el islam aún permaneció casi trescientos años en la península, pero los musulmanes nunca recobraron la iniciativa y quedaron siempre a la defensiva, pagando cuantiosos tributos a los reinos cristianos. Solo las rencillas internas que iban a atenazar a Castilla en el futuro impidieron una pronta conquista de lo que quedaba de Al-Ándalus.


Cómo dar trascendencia divina a la suerte de un combate

DESTINADOS A TRIUNFAR

La victoria se vio en el bando cristiano como un acto de predestinación divina. No podía haber éxito cristiano sin que algún enviado celestial, sobre todo Santiago Matamoros, apareciese bendiciendo a los vencedores y, de paso, enfervorizando a los guerreros en su misión. Para escenificar dicha intervención fue perfecto el episodio del pastor que guió a los cruzados al otro lado de la sierra. Al parecer, lo hizo ante el noble catalán Dalmau de Creixell, al que dio su nombre, Martín Halaja. Cuando la victoria se consumó al cabo de dos días, el bueno del pastor se había convertido en la mismísima encarnación de San Isidro Labrador o de un arcángel enviado por Dios.

LA BATALLA ESTRELLA        

Alfonso VIIILa noticia del triunfo corrió por toda Europa. Los monarcas del continente enviaron entusiastas felicitaciones al rey de Castilla, Alfonso VIII (en la imagen). No era para menos. No solo se estaba reconquistando Tierra Santa, sino que también en el sur de la península ibérica se ponía freno al islam. Desde luego, la batalla había sido decisiva, y si otros choques ya habían sido mitificados, éste lo sería con más motivo. Las dimensiones del enfrentamiento y el número de los combatientes se exageraron. Se convirtió en la confrontación más célebre de toda la Reconquista, por encima de Covadonga e incluso de la misma toma de Granada. Su eco se ha mantenido hasta la actualidad. En el monasterio de Las Huelgas de Burgos, cada año se saca en procesión el estandarte del Miramamolín. Y en julio de 2009 se inauguró en Santa Elena, Jaén, un museo que recrea la batalla.