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viernes, 27 de enero de 2012

¿Qué le dijo Sueárez a Tejero el 23-F?

Alfonso Guerra desvela el contenido de la valiente conversación que mantuvo el entonces presidente del Gobierno con el militar golpista en un salón del Congreso de los Diputados

El diputado Alfonso Guerra ha desvelado este viernes, en el acto dehomenaje al expresidente Adolfo Suárez, organizado por la Universidad Europea de Madrid y la Asociación para la Defensa de la Transición, el tenso diálogo que mantuvo el entonces presidente del Gobierno con el teniente general Antonio Tejero la noche del golpe de Estado del 23-F.

Suárez corre hacia Gutierrez Mellado, que es zarandeado por los
golpistas bajo la mirada de Tejero. 
La conversación, que se produjo a iniciativa de Suárez para intentar que Tejero parase el golpe, tuvo lugar en una salita del Palacio del Congreso adonde les condujo un ujier, que escuchó el enfrentamiento hasta que el Tejero le ordenó salir. El ujier tomó inmediatamente nota de lo que llegó a escuchar. Pasados los años, este empleado del Congreso le entregó a Alfonso Guerra una transcripción literal de la conversación, que textualmente fue la siguiente:

-Suárez: "Explique qué locura es esta!"

-Tejero: "¡Por España, todo por España!"

-Suárez: "¡Qué vergüenza para España!. ¿Quién hay detrás de esto?, ¿Con quién puedo hablar?"

-Tejero: "No hay nada de que hablar. Sólo debe salir"

-Suárez: "¿Pero quién es el responsable?"

-Tejero: "Todos. Estamos todos".

-Suárez: "Como presidente le ordeno que deponga su actitud."

-Tejero: "Usted ya no es el presidente de nadie".

-Suárez: "Le ordeno"

-Tejero: "Yo sólo recibo órdenes de mi general."

-Suárez: "¿Qué general?"

-Tejero: "No tengo nada más que hablar."

-Suárez: "Le insisto, soy el presidente".

-Tejero: "No me provoque".

-Suárez: "Pare esto antes de que ocurra alguna tragedia. ¡Se lo ordeno!"

-Tejero: "Usted se calla. Todo por España."

-Suárez: "Le ordeno"

-Tejero: "Callase, siéntese. Y usted -al ujier- fuera".

martes, 17 de enero de 2012

El cura subersivo contra Franco

José María Cirarda, testigo del bombardeo de Gernika, fue prelado en Bilbao y Pamplona en tiempos del franquismo. Sus memorias, publicadas tres años después de su muerte, recogen conflictos con el dictador y cómo el régimen estuvo cerca de romper relaciones con el Vaticano

"Bien. Si puedo algo, saldrán". Con este laconismo despachó el general Francisco Franco la petición del obispo José María Cirarda Lachiondo para que sacara de la cárcel de Zamora a tres curas condenados por encubrir el asesinato de un taxista a manos de ETA. Los sacerdotes se habían negado a declarar apelando al secreto de confesión o por haber conocido del asunto en función de su oficio pastoral. Lo cierto es que estaban presos en la cárcel que la dictadura había habilitado en Zamora como prisión para eclesiásticos. El Vaticano trinaba, los obispos, en su mayoría franquistas, estaban desorientados, y Franco tensaba la situación, siempre en poder de la última palabra.

Casimiro Morcillo
Fue el arzobispo de Madrid y primer presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), el muy conservador Casimiro Morcillo, quien le dijo lo que tenía que hacer. "Tienes que hablar con Franco para que cambie su juicio sobre ti".

Lo mismo le pidió el ministro de Justicia Antonio M. de Oriol. Cirarda se sorprendió. ¿Qué tiene que ver lo que piense Franco sobre mí con la situación de mis sacerdotes? Pero se fue a ver a Franco. Lo hizo en septiembre de 1969, un día que no anotó en la agenda. Lo que sí recuerda es que aquel fue el año más conflictivo" de su pontificado en Bilbao, como administrador apostólico de la diócesis.

La opinión de Franco sobre Cirarda la recoge el primo del dictador, el general Francisco Franco Salgado-Araujo, jefe mucho tiempo de la llamada Casa Militar del Generalísimo. Un día vio en el despacho de su primo un informe del dirigente ultraderechista Blas Piñar sobre la diócesis de Santander, donde era obispo Cirarda. Impresionado por lo que se decía del prelado, preguntó al caudillo que cómo había sido posible ese nombramiento. Franco tenía derecho de veto y la prerrogativa de escoger obispos entre una terna que le presentaba en cada caso el Vaticano. No consta la disculpa de Franco sobre la promoción episcopal de Cirarda, pero sí la opinión que le merecía el prelado. "Subversivo". Textualmente, Cirarda estaba considerado como "subversivo, incluso por autoridades eclesiásticas de superior rango".

"Conocer este texto me desconcertó", escribió Cirarda en sus memorias, publicadas por la editorial PPC a los tres años de su muerte. "¿Qué diría de mí el informe de Blas Piñar sobre Santander? Espero poder aclararlo al llegar al cielo, si tales quisicosas tienen algún interés en la casa del Padre Dios".

Volviendo a los curas presos, Cirarda relata cómo el ministro de Justicia y el capitán general de Burgos le hacían "bailar como una pelota de tenis, diciendo el uno y el otro que la solución del caso no les atañía". Así que pidió ver a Franco: "Estaba decidido a hacer cuanto pudiera para destensar las relaciones Iglesia-Estado, muy tirantes por mi culpa". Pero Franco estaba de vacaciones en San Sebastián y "no recibía más visitas que las protocolarias", le contestó el jefe de su Casa Civil, el conde de Casaloja.

La entrevista sería en septiembre, en Madrid, "un día de muchísimas audiencias". Entre los que esperaban estaba la alcaldesa de Bilbao, Pilar Careaga, afín a Blas Piñar. No hubo muchas palabras porque Cirarda pasó el primero al despacho del Caudillo. La conversación se prolongó hora y cuarto. "A la salida, el conde de Casaloja me recriminó por haberse alargado tanto. Le dije que no me tocaba terminarla, menos cuando insinué al caudillo dos veces que había mucha gente en la sala de espera y me había replicado con su voz queda: "En este momento no tengo nada más que hacer que atenderle a su excelencia".

Cardenal Vicente Enrique y Tarancón
Ha contado el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, líder del catolicismo español durante la Transición, que cuando los obispos se reunían con Franco, el dictador les hablaba de religión y los prelados hablaban de política. Cirarda, ya arzobispo de Pamplona, fue el segundo de Tarancón entre 1978 y 1981, como vicepresidente de la CEE, y vivió la experiencia por primera vez aquel día de septiembre de 1969.

En un momento, el caudillo le preguntó cuántos sacerdotes había en la diócesis de Bilbao. Contestó que 700. "Excesivos", replicó el dictador. Cuando el obispo le puso sobre la mesa el problema de los curas presos, su argumento fue religioso. Sabía que era la mejor manera de convencer a Franco. "Si siguen en esa prisión, perderán la vocación. Quiero que cumplan la condena en una casa de religiosos", le explicó. "Bien. Si puedo algo, saldrán", fue la respuesta.

La entrevista no fue un camino de rosas, ni para Cirarda ni para Franco, cuando el obispo puso sobre la mesa la política. "Empecé diciéndole que había gran irritación en buena parte del pueblo, porque era voz general que se torturaba a los detenidos". Franco interrumpió, airado: "Es una calumnia propalada por los enemigos del régimen. No entiendo que se haga eco de ella".

Cirarda contestó con calma: "Quienes dicen que la policía tortura a todos los detenidos, mienten. Pero mienten también los que dicen a vuestra excelencia que no se aplica tortura a nadie. Muchos sacerdotes vizcaínos han pasado por las comisarías. No me consta que haya sido torturado más que uno. También han pasado por ellas tres padres jesuitas y solo dos fueron torturados".

José María Cicarda
Metido en faena, el obispo le hizo un ofrecimiento. "Si desea vuestra excelencia, puedo explicarle algunas de las torturas que se aplican con cierta frecuencia". Franco le pidió que se las describiera. Y ahí pasaron minutos el jerarca católico y el dictador fascista, ilustrándose sobre torturas menores, como la del "quirófano" (el preso, desnudo sobre una mesa, y la policía, azotándole la planta de los pies), o la "tortura del gusano" (el preso, obligado a caminar en cuclillas, desnudo, con las manos unidas bajo los muslos; cuando se cae lo pegan hasta que vuelve a la posición). Franco se limitó a decir que pediría "información". "Si hay algo de verdad en lo que me ha contado, ordenaré que no vuelva a suceder".

Como Franco podía "algo", los curas encarcelados salieron de la prisión inmediatamente. Cirarda pagaría cara la pequeña victoria. El capitán general de Burgos, Manuel Cabanas, se tomó la revancha meses más tarde encarcelando "por faltas leves" a otros nueve sacerdotes, sin ningún conocimiento previo de la autoridad diocesana. "Fue una lamentable rabieta, si vale decirlo así".

Uno de los fenómenos más extravagantes del franquismo fue el anticlericalismo de derechas. "Tarancón, al paredón", "Fuera obispos rojos", "Muera Cirarda" eran gritos de guerra de los falangistas y de los Guerrilleros de Cristo Rey. A Cirarda le acosaron especialmente, hasta el punto de que un buen amigo le habilitó un "piso franco" en Madrid para guarecerse.

Cirarda vivió esas zozobras en Bilbao, pero también en las muy católicas Cantabria y Navarra. "Fue como un herpes espiritual que me escoció durante 15 años. Sus protagonistas eran personas piadosas con unas ideas religiosas muy conservadoras, gran lealtad a Franco y una apasionada añoranza del Estado confesional católico".

Juan XXIII
La revuelta de un pequeño sector del catolicismo contra una dictadura elevada al poder bajo palio y en nombre de una cruzada cristiana que fue en realidad una guerra criminal, se inició en el concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965. Cirarda lo vivió intensamente en el ala más progresista. Gran parte del episcopado español llegó a la cita en la inopia, según ha reconocido el propio Tarancón. "Nos costó Dios y ayuda coger el ritmo de los debates conciliares", confirma Cirarda. Él era una de las excepciones. Además, confiaba sin tapujos en Juan XXIII, el Papa del concilio ("un Papa que creía en Dios", escribe con ironía), y seguía todos sus documentos. Por eso fue elegido por el Vaticano para elaborar los resúmenes en español para la prensa al término de cada sesión conciliar.

También Franco estaba alerta. Avisado de la ola renovadora que se avecinaba, hizo venir a Madrid a los prelados más fieles para aleccionarles contra la proclamación de la libertad de conciencia como un derecho fundamental. Si sale adelante "ese disparate", les dijo, es el fin del régimen (nacionalcatólico) que proclamaba religión oficial a la Iglesia romana, definida en el BOE en 1953 como "sociedad perfecta". La revuelta llegó tan lejos que el propio Franco se planteó en 1973 romper con el Vaticano, expulsar de Madrid al nuncio del Papa y denunciar el Concordato de 1953.

Cuenta Cirarda que cuando los conciliares entraban en la basílica de San Pedro para votar se encontró al obispo de Canarias, Antonio Pildain y Zapiain. Estaba pálido. Rezaba "para que Dios intervenga para impedir la aprobación de dicha declaración". ¿Cómo podrá hacer Dios tal cosa? Pildain contestó a Cirarda: "Utinam ruat cuppula Santi Petri super nos", haciendo caer sobre los presentes la cúpula de San Pedro. Eran tiempos en los que los obispos sabían latín.

Las memorias de Cirarda abarcan medio siglo del catolicismo español. ¿Fue un obispo rojo y subversivo, como dicen sus enemigos? Él se declara "lejano de toda opción partidista y en un moderado aperturismo socialmente izquierdista". Le había impresionado lo que le dijo, aún jóvenes, Joaquín Ruiz Jiménez, que fue ministro de Franco y embajador ante el Vaticano: "El Evangelio me obliga a trabajar por una mayor justicia social. Por eso no soy izquierdista, a pesar de ser cristiano. Lo soy por ser cristiano".

Cirarda apunta en las primeras páginas de sus memorias una tragedia que marcó el rumbo de su apostolado. Siendo estudiante de Teología en la Pontificia de Comillas (Cantabria), fue testigo del bombardeo de Gernika por los aviones de Hitler, el 25 de abril de 1937. El joven seminarista estaba de vacaciones y había ido de excursión a Katillotxu, un monte entre Mundaka y Gernika. Desde allí vio "con espanto" cómo llegaron los aviones descargando bombas, "primero, uno; después, tres; luego, siete, y por fin, veintiuno".

Isidro Gomá
Le desazonó, además, la declaración del cardenal Isidro Gomá, primado de Toledo y amigo de Franco, apuntalando las tesis de los militares golpistas sobre aquella matanza. También se declara horrorizado por la Carta colectiva del episcopado español sobre la guerra como cruzada y en defensa de la legitimidad del golpe. Todo eso, más el asesinato de 16 sacerdotes vascos "por predicar en euskera", convirtió a Cirarda en un "hombre equidistante y en la soledad del corredor de fondo". Lo fue cuando se declaró partidario de pedir perdón, todos los prelados, "por no haber sabido ser pastores de paz" en aquella terrible guerra civil, que el episcopado de la época bendijo como una cruzada católica acaudillada por Franco. Aún se espera esa declaración de culpa. 

domingo, 18 de diciembre de 2011

El atentado contra Prim


Dramático, aparatoso, enterrado en leyendas y nunca resuelto. El asesinato del general Prim empeoró la ya de por sí turbulenta vida política española de finales del siglo XIX. Los sospechosos en nómina abundan.

Juan Prim y Prats.
El general Prim, junto al también general Serrano y el almirante Topete, formó el trío protagonista de la Revolución de septiembre de 1868, la Gloriosa. Su objetivo era destronar a Isabel II. Al grito de "¡Abajo los Borbones!", se reunió en aquella empresa a gentes que militaban en posiciones políticas muy diferentes (demócratas, progresistas, unionistas o republicanos). Muchos solo tenían en común su rechazo a la Reina. Conseguida su meta, las diferencias afloraron entre los compañeros de revolución. El almirante Topete era un monárquico antiisabelino, pero un decidido partidario de que el duque de Montpensier, casado con la hermana de la Soberana, la infanta Luisa Fernanda, se convirtiera en rey. Montpensier había financiado generosamente el destronamiento de su cuñada y esperaba recoger los beneficios de su inversión. Prim, por el contrario, era un monárquico antidinástico, y rechazaba que un Borbón volviera a ostentar la Corona. El general Serrano, que ejerció de regente mientras se buscaba candidato para el trono vacante, consideró la posibilidad de coronarse. Por su parte, los republicanos esperaban que con Isabel II también cayera la monarquía y se proclamase la república.

A favor de una nueva dinastía

En semejante entorno, la pretensión de Prim, que había asumido la presidencia del gobierno, de entronizar una nueva dinastía era una empresa complicada. A los problemas internos se sumaban las presiones internacionales, sobre todo las de Napoleón III. El emperador de los franceses rechazaba de plano que Montpensier (hijo de Luis Felipe de Orleans, derrocado por la Revolución de 1848) ciñese la Corona española. También se opuso a la candidatura de un Hohenzollern, por entender que la casa prusiana no podía reinar a ambos lados de Francia. Después de no pocas dificultades, el empeño de Prim se concretó en Amadeo de Saboya, a quien las Cortes, en una sesión tormentosa celebrada el 16 de noviembre de 1870, eligieron rey. Fue con 191 votos, frente a los 64 que obtuvo la opción republicana y los 27 de Montpensier. Serrano, consciente de sus escasas posibilidades, no presentó su candidatura. Sin embargo, la elección de Amadeo de Saboya no calmó las agitadas aguas de la política española. Tanto desde los periódicos republicanos como desde la prensa montpensierista se atacó a Prim con una dureza inusitada y se vilipendió la figura del monarca escogido. Por Madrid empezaron a extenderse rumores acerca de un atentado contra la vida de Prim. En noviembre, antes de la elección del Rey, ya se había descubierto una trama para asesinarlo y se detuvo a algunos de sus integrantes. El 27 de diciembre, después de una sesión en que las Cortes aprobaron los gastos de la nueva casa real, Prim subió a su coche. Acompañado por sus ayudantes, salió del Congreso por la calle de Floridablanca. El recorrido habitual le llevaba después por la del Sordo (en la actualidad Zorrilla) hasta la del Turco (hoy Marqués de Cubas), con el propósito de cruzar Alcalá para llegar al palacio de Buenavista, donde residía el general con su familia.

Se perpetra el magnicidio

Había anochecido y caía sobre Madrid una copiosa nevada. Las calles estaban solitarias, y la del Turco no era una excepción. Cuando el carruaje estaba ya cerca del cruce con Alcalá, el cochero se encontró con dos vehículos que obstaculizaban el paso. En ese momento un grupo de entre ocho y diez hombres se acercó al vehículo. El más próximo iba armado con un trabuco e hizo añicos el cristal disparando a bocajarro. Al parecer, ese disparo no alcanzó a Prim. Tras un momento de vacilación, sonó una voz desde el grupo que se había aproximado por la derecha, ordenando disparar a los indecisos: "¡Fuego, puñeta, fuego!". Quien daba esa orden creía que Prim, muy rutinario en sus costumbres, ocupaba el asiento de ese lado. Sin embargo, aquel día se había desplazado en el asiento, porque Sagasta había subido un momento al carruaje para comentar un asunto con el presidente. Cuando el ministro abandonó el vehículo, su lugar lo ocupó uno de los ayudantes de Prim. Los asesinos abrieron fuego y la misma voz ordenó a los de la izquierda: "¡Ahora vosotros!". Una nueva lluvia de proyectiles cayó sobre Prim y sus acompañantes. En ese momento el cochero logró salvar el obstáculo que le cerraba el paso, esquivar una carretela aparcada en la esquina de Alcalá y llegar al palacio.

Éstos son los hechos recogidos en el sumario abierto con motivo del atentado. Se trata fundamentalmente de la versión dada por los ayudantes del general. En el momento del atentado, la calle del Turco estaba casi desierta: solo había una señora -luego se supo que era la mujer de un médico- cruzando la calle de Alcalá, que llevaba a su hijo de la mano, y una castañera en la esquina de Alcalá. Pudo también ser testigo el dueño de la taberna que había en aquella misma esquina. Sin embargo, tanto la castañera como este último declararon que no habían visto nada, con la excusa de que era de noche y estaba nevando. Tampoco aportó nada la mujer del médico. Algo más explícitos fueron los conserjes de la Escuela de Ingenieros, en el número 5 de la calle del Turco. Afirmaron que los asesinos huyeron por la calle de la Greda (hoy de los Madrazo) hacia el paseo del Prado. Prim fue alcanzado por cinco disparos (uno en la mano, otro en el codo y tres en el hombro). Perdió mucha sangre y se consideró que una de las heridas revestía gravedad, pero que ninguna era mortal. Sin embargo, una inadecuada atención médica acabó con su vida. Prim fallecía el 30 de diciembre, el mismo día en que Amadeo de Saboya llegaba a Cartagena a bordo de la fragata Numancia. Allí se enteró de la muerte de quien había sido su principal valedor para acceder al trono. Viajó sin detención hasta Madrid y su primera visita fue a la basílica de Atocha, donde se velaba el cadáver del general. Según sus ayudantes, Prim identificó la voz de quien mandaba a los asesinos como la del diputado republicano Paúl y Angulo, que desde las páginas de El Combate, periódico que dirigía, había lanzado durísimas acusaciones contra el presidente. Llegó a escribir que había que matarlo en la calle, como a un perro. El Combate, que tuvo una vida efímera (se publicó del 1 de noviembre al 25 de diciembre de 1870), afirmaba en su último número que sus autores cambiaban la pluma por el fusil. Sin embargo, Prim también indicó en el lecho de muerte que no lo mataban los republicanos. Sabemos que un cualificado diputado republicano, Miguel Morayta (compañero de logia masónica del presidente), trató de convencerlo, antes de salir del Congreso, para que lo acompañara a una cena con la que los masones iban a celebrar el llamado San Juan de Invierno. Al parecer, Morayta quería evitar su recorrido habitual desde las Cortes hasta el palacio de Buenavista. También es cierto que, en vísperas del atentado, el director del diario republicano La Discusión acudió al secretario de Prim y le proporcionó una lista con los nombres de los integrantes de la trama para asesinarlo. La lista se entregó al gobernador civil de Madrid, Rojo Arias, pero el día del atentado solo se había detenido a uno de dichos individuos. La negligencia del gobernador civil fue tan grave como la falta de protección que había en torno a Prim. Esta segunda circunstancia era consecuencia de la propia actitud del general, que rechazaba cualquier tipo de seguridad. Llegó al extremo de prohibir a sus ayudantes que llevasen armas cuando lo acompañaban.

Fábulas en torno al crimen

Desde el mismo momento del atentado la especulación se entretejió con lo ocurrido. Muy pronto se difundió y aceptó como real la existencia del denominado telegrama fosfórico. Los asesinos habrían situado a lo largo del trayecto a una serie de individuos que prendían fósforos como si fueran a encender cigarros, alertando sobre el paso del carruaje. Los fósforos encendidos en la oscuridad funcionarían como un telegrama que advertía a los asesinos sobre la presencia de Prim. Fue un diputado republicano, Roque Barcia, el primero en emplear esa denominación, que hizo fortuna. Se conoce el porqué de esta leyenda. Con anterioridad, un inculpado de integrar una trama frustrada para atentar contra Prim, previa a la elección del rey por las Cortes, había declarado que tenían previsto comunicarse el paso del carruaje del general por ese procedimiento. Sin embargo, se propagó que los fósforos se habían utilizado el día del atentado fatal. Circuló otra leyenda según la cual Prim utilizaba dos itinerarios para ir de las Cortes a Buenavista. Hacía saber el camino elegido a los hombres de su escolta (en ningún momento esa escolta apareció por la calle del Turco) en función de cómo empuñara su bastón, si con la mano derecha o con la izquierda. Se dice que Prim, enfrascado en la conversación con Sagasta, cambió el bastón varias veces de mano, lo que desconcertó a la escolta. La historia del bastón la recogió el conde de Romanones en su biografía sobre Sagasta a principios de la década de 1930. Al parecer, tiene su origen en un folletín publicado, mucho después del asesinato, por el diario francés Le Fígaro. Una tercera leyenda surgió de la versión de los hechos dada por un marinero norteamericano y recogida en una publicación británica. Según señalaba ésta, "había llegado a Londres procedente de Italia", e, increíblemente, sus palabras se tomaron como verdaderas. Hay que suponer que el marinero en cuestión estaba en Madrid en la fecha del asesinato, aunque, para ir de Italia a Inglaterra, España no era lugar de paso. Según el marinero, se pensaba llevar el cadáver de Prim a la plaza de la Cebada e iniciar allí un levantamiento. Lo más grave fue que el juez que instruía el caso tomó en consideración estas afirmaciones e hizo interrogar a los taberneros del lugar. Más aún, como el marinero señaló que el principal promotor de la rebelión era un individuo "alto, rubio y tuerto", quienes reunían tales características se convirtieron en sospechosos. Uno de ellos, asustado, huyó de Madrid a un pueblo de Toledo, buscando el amparo de un hermano que era sacerdote. El alcalde del lugar sospechó del recién llegado y lo denunció ante el juez local, quien acudió a tomarle declaración. El hombre recibió tal impresión que falleció de forma instantánea. Según el testimonio de los ayudantes de Prim, es falso que el autor del primer disparo, antes de hacerlo, golpeara con su trabuco el cristal de la ventanilla y exclamase: "Prepárate, porque vas a morir". Tampoco es cierto, como recogen numerosos grabados de la época, que el cochero la emprendiera a latigazos con los asesinos. Su obsesión fue salvar el obstáculo que le impedía huir a toda prisa.

El sospechoso republicano

José Paúl y Angulo
José Paúl y Angulo, el diputado republicano cuya voz fue identificada por Prim como la de quien impartía las órdenes a los asesinos, estuvo en la Revolución de septiembre de 1868. De hecho, acompañó a Prim en el barco que lo trasladó de Gibraltar a Cádiz para iniciar el levantamiento. Era republicano federal, y albergaba la esperanza de que el destronamiento de Isabel II trajera consigo la república. Poco a poco se alejó de Prim y acabó abominándolo. Según la declaración de un barbero recogida en el sumario, la víspera del atentado alteró su apariencia para no ser reconocido. Tras el atentado se marchó al extranjero. Siempre afirmó que lo hizo por estar en el punto de mira de la justicia, que le había abierto dos docenas de causas por insultos, injurias y calumnias lanzadas desde las páginas de su periódico. Nunca regresó a España, ni siquiera cuando sus correligionarios proclamaron en 1873 la I República. Muchos de ellos, como Castelar o Pi i Margall, que ya habían marcado distancias antes del atentado, jamás quisieron saber de él. Paúl y Angulo, sin embargo, siempre defendió su inocencia. Incluso escribió un opúsculo en 1886, titulado Los asesinos del general Prim y la política de España, en el que señalaba como culpable al general Serrano. Sin embargo, nunca respondió a una pregunta elemental que le formularon desde la prensa: ¿dónde estaba la tarde del 27 de diciembre de 1870? Todo apunta a que Paúl y Angulo, que murió en París en 1892, pudo ser el brazo ejecutor de una trama con raíces mucho más profundas.

La mano del regente

Francisco Serrano y Dominguez
Serrano también levanta sospechas. No tanto porque lo señalara como tal el dedo acusador de Paúl y Angulo, sino porque la muerte de Prim alentaba sus expectativas. Serrano, que desempeñó un importante papel en la Gloriosa, ocupó la regencia de forma interina, mientras se buscaba monarca. Se trataba de un cargo poco más que honorífico, pero rodeado de oropeles que encajaban con su perfil. Era amigo de lujos y disfrutaba con la representación. Dejó caer sus deseos de aspirar al trono, aunque era consciente de que Prim se oponía a sus pretensiones. Los planes del regente pasaban por eliminar a éste, cuando menos políticamente. Trató de hacerlo en el verano de 1870, cuando convocó un consejo de ministros en La Granja para pedirle su dimisión como presidente del gobierno. Advertido de las intenciones de Serrano, Prim acudió a La Granja, según confesó a un íntimo, dispuesto a arrojar al regente por una ventana si planteaba la dimisión.

Amadeo I de Saboya
Al ver la actitud desafiante de Prim, Serrano no se atrevió a formularla. Después de la elección del Rey, Serrano intrigó para que Amadeo rechazase la Corona. Envió al monarca italiano, Víctor Manuel II, una carta en la que señalaba las inconveniencias de que su hijo Amadeo aceptara el trono, dados los pocos apoyos políticos con que contaba. La llegada del Saboya suponía el final de su regencia y sus prebendas. Prefería mantener la explosiva situación de la política española y que un nuevo fracaso de Prim en su búsqueda de un rey lo llevara a su caída política. Sus expectativas se desvanecieron cuando Víctor Manuel II decidió aceptar la propuesta para su hijo. Ni sus deseos ni sus maniobras permiten lanzar sobre Serrano acusaciones sólidas. Pero hay un dato que levanta mayores sospechas: la imputación de José María Pastor como inculpado en el asesinato de Prim. Era el jefe de la escolta del regente, y el juez vio suficientes indicios de su implicación en la trama como para mandarlo a prisión. Pastor solo actuaba por indicación de Serrano, y más aún en un asunto tan complejo. La acusación señalaba que había mantenido tratos con otros de los detenidos, unos tratos que a Pastor le resultaba muy difícil explicar. Por último, hay una anécdota que tiene el valor de quienes la protagonizaron y del momento en que se produjo. Amadeo de Saboya se encontró en la basílica de Atocha, donde se velaba el cadáver de Prim, con la viuda del general, doña Isabel Agüero. El italiano le prometió no descansar hasta encontrar a los asesinos. La respuesta de la dama fue muy explícita: "En ese caso, Vuestra Majestad no tendrá que buscar muy lejos". Quien acompañaba al Monarca era Serrano.

El arribista traicionado

Duque de Montpensier
El tercer sospechoso es el duque de Montpensier. Vino a España en 1846 con el propósito de convertirse en rey, para lo que contrajo matrimonio con la menor de las hijas de Fernando VII, la infanta Luisa Fernanda. La boda se celebró el mismo día en que la hermana de ésta, la reina Isabel II, se casaba con el infante don Francisco de Asís, a quien sus contemporáneos apodaron con el injurioso mote de Paquito Natillas. Un informe médico señalaba que Isabel II padecía una grave enfermedad que la llevaría al sepulcro en poco tiempo, lo que dejaría libre a su hermana el acceso al trono. Las expectativas de Montpensier no se cumplieron: Isabel gozó de excelente salud. Muy pronto comenzaron las tensiones familiares. El cuñado de la Reina intrigaba en la corte y mantenía contactos con sus más caracterizados enemigos, por lo que Montpensier y su esposa fueron "invitados" a trasladar su residencia a Sevilla. Pero las intrigas no cesaron, y en el verano de 1868 recibieron órdenes tajantes de dejar España. El gobierno tenía pruebas de que Montpensier financiaba a quienes conspiraban contra Isabel II, cuya cabeza visible era el general Prim, exiliado en Londres. La Gloriosa alentó las esperanzas del duque. Pensaba que la revolución era contra la Reina, pero se sintió defraudado cuando Prim lanzó su grito de guerra contra los Borbones. Montpensier, sin embargo, no cejó en su empeño. Subvencionó periódicos para crearse una brillante imagen pública y lanzó durísimas campañas de desprestigio contra los candidatos propuestos por Prim. Elegido Amadeo de Saboya, la prensa montpensierista atacó al general con saña. Las sospechas de su implicación en el atentado se fundan en sus relaciones con un grupo de malhechores que integraban una sociedad bautizada como La Internacional, cuyo propósito era conseguir que Montpensier accediera al trono. No importaba el método si se alcanzaba la meta. El ayudante del duque, Solís y Campuzano, mantuvo contactos con los bandidos y fue detenido por orden judicial. El propio Montpensier tuvo que prestar declaración, cosa que hizo en un juzgado francés, al haberse marchado de España tras el asesinato de Prim. 


LOS CLAROSCUROS DEL GENERAL
Juan Prim y las manifestaciones de una personalidad compleja en un difícil momento de la política española.


  • PROGRESISTA SIN MANUAL La recia personalidad de Prim  es una sucesión de luces y sombras. Ligado al liberalismo progresista, combatió a los carlistas, enemigos de Isabel II. Pero acabó enfrentado con Espartero, máximo representante del progresismo, por las medidas económicas de éste, que perjudicaban gravemente a la industria textil catalana. Atraído por la política, Prim desempeñó numerosos cargos públicos, con actuaciones controvertidas, y conspiró contra diferentes gobiernos, lo que le llevó en varias ocasiones a prisión o al exilio.
  • EN BUSCA DE AIRES NUEVOS Isabel II reconoció sus méritos y le otorgó los títulos de conde de Reus y marqués de los Castillejos, pero esa relación se quebró a partir de la noche de San Daniel, una protesta estudiantil que fue ahogada en sangre por las fuerzas del orden. Prim buscó el final de una dinastía que no asumía los planteamientos progresistas de soberanía nacional y sufragio universal masculino. Después de fracasado el alzamiento de Villarejo -su intentona golpista- en 1866, tuvo que exiliarse. Desde el extranjero actuó como pieza principal en el destronamiento de Isabel II. Monárquico de convicción, se enfrentó a los republicanos, pero también a los partidarios de la hermana de la destronada, la infanta Luisa Fernanda, y de su esposo, el duque de Montpensier. Prim apoyaba la entronización de una dinastía completamente nueva.

AQUELLO NO PODÍA SALIR BIEN
Las enormes consecuencias políticas del magnicidio

Amadeo de Saboya en el entierro de Prim.
  • LA MUERTE de Prim tuvo importantes efectos políticos. El principal fue que, con su desaparición, Amadeo I perdió su principal apoyo para mantenerse en el trono. Sin raíces y con un grave desconocimiento de la realidad política española, el Saboya tuvo que hacer frente a numerosos enemigos (carlistas, borbónicos y republicanos), así como a la inestabilidad política. Sin el apoyo del general asesinado, la suya era una aventura condenada al fracaso. Aquella muerte supuso un obstáculo insalvable para que, en la España que encaraba el último tercio del siglo XIX, se asentara una monarquía basada en los principios políticos del liberalismo progresista.
  • LA SOLEDAD POLÍTICA en que lo dejó el asesinato de Prim, artífice de su entronización, fue insuperable para Amadeo de Saboya. El italiano era un monarca escrupulosamente constitucional, con actitudes muy diferentes a las veleidades políticas y los cabildeos que protagonizaron Isabel II y, años después, con la Restauración, el nieto de ésta, Alfonso XIII.