martes, 10 de enero de 2012

El corralito

En 2001 el gobierno argentino limitó a sus ciudadanos la retirada de dinero de los bancos. Aquélla fue una de las muchas medidas impopulares contra la crisis.


Fernando de la Rúa
Hace diez años, el 20 de diciembre de 2001, el presidente argentino Fernando de la Rúa abandonó la Casa Rosada "en helicóptero y entre lágrimas", según detalló la prensa local, minutos después de firmar su renuncia. Tan solo tres horas antes se había dirigido a la nación en un mensaje televisado asegurando que no dejaría su puesto, llamando a la unidad y convocando a un diálogo abierto a la oposición, que rechazó la propuesta por tardía. Mientras el helicóptero se elevaba, abajo podía verse una muchedumbre en la plaza de Mayo, frente a la sede del gobierno, y a la policía a caballo que cargaba contra ella debido al estado de sitio decretado por el presidente la noche antes. La gente vociferaba entre sirenas y balazos: "¡Que se vayan todos!". Su indignación con la clase política obedecía a una debacle económica que se remontaba a mucho antes de De la Rúa. Pero había estallado ese diciembre, cuando millones de ciudadanos se encontraron con que no podían retirar su dinero del banco debido al "corralito", una restricción que marcó el climax de "la peor crisis financiera en la historia argentina", de 1998 a 2002, como la calificaron los medios.

El respiro del 1 a 1

Carlos Menem
Sus orígenes, paradójicamente, pueden situarse en el respiro que supuso una ley de 1991. Con ella, Domingo Cavallo, ministro de Economía del entonces flamante presidente peronista Carlos Menem, fijó la paridad cambiaría entre la moneda nacional y el dólar en una relación estable de 1 a 1. De este modo, detuvo la hiperinflación que había aquejado al país durante el mandato de Raúl Alfonsín, de la Unión Cívica Radical (UCR), el partido de De la Rúa, y devolvió la confianza en la divisa local. La convertibilidad fue vista como un milagro por una sociedad resignada a oscilaciones incesantes. De repente, se podía ahorrar e invertir en pesos, poner dinero a plazo fijo sin esperar devaluaciones, viajar al exterior gracias al conveniente tipo de cambio o adquirir artículos importados antes prohibitivos. Pero la paridad escondía una cara amarga. 

Para seguir engrasada, necesitaba un flujo permanente de dinero hacia el país. Esto se consiguió atrayendo grandes capitales extranjeros mediante la privatización de los deficitarios servicios públicos y liberalizando el comercio internacional. La entrada de capital también se buscó formando el mercado común del Mercosur con Brasil, Uruguay y Paraguay y acudiendo a préstamos y moratorias del Fondo Monetario Internacional (FMI). Sin embargo, serían soluciones nefastas. Aunque el producto interior bruto (PIB) creció al año un 8% (la cuarta tasa más alta del mundo entre 1991 y 1994), la deuda externa se duplicó. Además, parte de los ingresos de las privatizaciones fue a parar a los bolsillos de funcionarios corruptos. Por su parte, los principales socios comerciales latinoamericanos desaceleraron las transacciones, debido a sus propias crisis económicas. Y el cambio fijo con la moneda de Estados Unidos supuso un mazazo para la industria nacional, incapaz de competir sin protección estatal con las importaciones, que, además, produjeron una salida masiva de dólares al exterior.

Una herencia desastrosa

Este panorama comenzó a hacerse visible en la segunda legislatura de Menem, a mediados de los noventa. En aquel entonces regresaron viejos fantasmas como el desempleo y la consecuente pobreza, o una economía en negro rampante ante la deriva de la oficial, también lastrada por crisis globales como la del Efecto Tequila mexicano o la asiática. De ahí que, en 1998, comenzase una recesión tras casi una década de prosperidad aparente. Al año siguiente hubo elecciones, y la desilusión con el modelo neoliberal de Menem otorgó la victoria a Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación, formada por la UCR de De la Rúa y una confederación de diversos partidos, el Frepaso. El nuevo gobierno heredó una situación calamitosa, marcada por el paro, un elevado déficit público, la contracción del comercio internacional y una abultada deuda exterior.

Temeroso de abolir el 1 a 1 del peso con el dólar, De la Rúa intentó reducir las perdidas públicas aumentando los impuestos a las clases acomodadas. Quiso también oxigenar las finanzas estatales negociando con el FMI el llamado "Blindaje", una moratoria por unos cuarenta mil millones de dólares. No obstante, la primera medida asfixió una tímida reactivación del sector privado y la segunda incrementó la deuda externa.

El primer ministro de Economía del gobierno dimitió y, tras el breve paso de otro por la cartera, llegó el tercero, el artífice de la convertibilidad peso-dólar. Cavallo asumió el cargo en marzo de 2001, un mes después de desatarse una fuga al extranjero de fondos bancarios. Pese a ello, fue recibido con esperanza por su pasada hazaña contra la hiperinflación. Trató de recuperar la confianza solicitando otra ayuda al FMI (el "Megacanje", por unos treinta mil millones de dólares) e inspirando leyes como la del "Déficit cero", que limitaba el gasto público, y la "Intangibilidad de los depósitos", que protegía la inversión privada.

Sin dinero en circulación

Domingo Cavallo
Pero estas medidas cayeron en saco roto ante señales tan elocuentes de la envergadura de la crisis como casi cinco millones de parados (en torno al 13,5% de la población), 132.000 millones de dólares de deuda pública o 20.000 millones de dólares menos en los bancos, todas cifras récord. La tendencia se agravó a finales de noviembre, cuando grandes capitales y pequeños ahorradores corrieron a retirar sus fondos de las entidades. Desesperado ante un probable colapso del sistema financiero, Cavallo anunció el 2 de diciembre la instauración por decreto de un remedio extremo, el corralito. De la noche a la mañana, los argentinos se encontraron con que no podían sacar del banco más de doscientos cincuenta pesos en efectivo a la semana. Podían pagar con cheques o tarjetas de crédito, pero el líquido estaba encerrado bajo llave en las arcas de las entidades. Todo ello sucedió en un país con una dosis importante de economía sumergida, necesitada de billetes, y que aguardaba de un momento a otro la ruptura de la paridad con el dólar, una devaluación. La bancarización obligatoria de las operaciones logró su propósito de evitar el pánico financiero. Pero esta "violación del principio de propiedad privada", como la definió un especialista, motivó un rechazo social sin precedentes.

Cacerolas a la calle

La clase media, tradicionalmente pasiva, manifestó su malestar con caceroladas multitudinarias a diario. No tardó en haber incidentes en las sucursales bancarias y las sedes de multinacionales, que debieron blindar sus fachadas por las agresiones. A mediados de mes habían proliferado los saqueos de supermercados y tiendas en las zonas deprimidas del cinturón de Buenos Aires. El presidente De la Rúa, desbordado, impuso el estado de sitio el día 19. Sin embargo, la represión policial, transmitida en directo por televisión, agrió aún más las protestas. Con epicentro en la plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, una muchedumbre exigió el cese inmediato del gobierno el 20 de diciembre. Otro tanto sucedía en diversos puntos de la capital, sus alrededores y las provincias. La ciudadanía supo que había hecho valer su voz cuando vio elevarse el helicóptero presidencial a las 19.52 h. Más tarde, sin embargo, sabría que las dos jornadas del estallido se habían cobrado la vida de 39 personas, incluidos nueve menores de edad. 


UNA POTENCIA A LA DERIVA

Las oscilaciones económicas previas a la crisis del corralito.

  • LA EDAD DE ORO  La economía argentina se expandió a una media del 5% anual entre finales del siglo XIX y principios del XX. Este aumento exponencial hizo del país el más próspero del hemisferio sur y el sexto del mundo por su PIB. Los ingresos per cápita eran similares a los de Alemania o Francia.
  • COMIENZAN LOS PROBLEMAS Pese a esta riqueza, la república experimentó serios vaivenes a partir del primer golpe de Estado militar en 1930. Desde entonces se alternaron débiles gobiernos democráticos y autocracias castrenses que marcaron rumbos económicos muchas veces contradictorios. Estos, a su vez, quedaron lastrados por la inflación tras la Segunda Guerra Mundial.
  • LOS NEGROS AÑOS SETENTA En los setenta se agravó la situación. La inflación alcanzó los tres dígitos y hubo una fuerte devaluación durante el caótico mandato de Isabel Perón, Tras él, la cruenta dictadura de Videla aplicó un programa neoliberal que promovió la especulación financiera, desmanteló el tejido productivo (cerraron unas cuatrocientas mil empresas] y sextuplicó la deuda externa (de unos siete mil novecientos millones de dólares en 1975 a más de cuarenta y cinco mil millones en 1983).
  • INFLACIONES RÉCORD Las cosas no mejoraron con la restauración democrática. El presidente Alfonsín intentó estabilizar ía economía con los planes Austral y Primavera, avalados por el FMI. Pero ambos fracasaron: en 1989, el último año de este gobierno, hubo una hiperinflación del 3.080%.
  • UN CABALLO DE TROYA  La crisis crónica elevó el paro a los dos dígitos y redujo los sueldos a casi la mitad. La falta de confianza en la economía local derivó en una fuga masiva de capitales e intensificó el papel del dólar como tabla de salvación. Este panorama desolador se neutralizó en los noventa con la política cambiaría del 1 a 1, un auténtico caballo de Troya que contribuyó a la recesión de 1998 y, finalmente, al "corralito".

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