lunes, 21 de noviembre de 2011

La frustración de Mussolini

La publicación de la primera parte del diario de la amante de Mussolini ha causado gran revuelo en Italia y ha convertido a Claretta Petacci en el centro de atención al desvelar secretos sobre el dictador fascista



Benito Mussolini.
La figura de Claretta Petacci, hija de un médico papal, no aparece más que marginalmente en la historia de la dictadura fascista de Mussolini durante el período de entreguerras en Italia. Se sabe que, a partir de 1936, fue la "última amante" del Duce y que, en abril de 1945, falleció a su lado. Tal lealtad puede que no deba pasársenos inadvertida, pero, según la mayoría de las versiones, Claretta pertenecía a esa burguesía romana superficial y destructiva que presenta Alberto Moravia en su novela Los indiferentes (1929). No obstante, en Italia últimamente solo se habla de la publicación del primer volumen de un extenso y obsesivo diario que Petacci escribió cada día durante su relación con el dictador. Como devota secretaria-amante, nos presenta un retrato intencionadamente completo e involuntariamente devastador de Mussolini.

El diario fue confiscado por la policía italiana en 1950, la cual impuso un período de 70 años antes de permitir que nadie tuviera acceso a su contenido. Hasta 2015 no podrán publicarse las otras miles de páginas que Claretta escribió sobre los años 1939-1945, pero la información contenida en esta primera parte resulta lo suficientemente significativa como para cuestionar el famoso diario de Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini, como fuente principal sobre la dictadura.

En el diario se dedican muchas páginas al amor o, de hecho, al sexo. Aquellos a los que les interesa la libido del actual primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, tal vez vean una cierta tradición nacional cuando sepan de las prácticas amatorias del Duce. El Día de Navidad de 1937, por ejemplo, presa del aburrimiento, el dictador, que odiaba las vacaciones en familia, llamó a Petacci como hacía doce veces al día para reafirmarle la pasión que sentía por ella, utilizando una curiosa mezcla de eufemismos y picanterías. 

Había veces que Mussolini mordía a su amante en el hombro o le besaba los pies, garantizándole que la abnegación que mostraba era prueba de que era a ella a quien más amaba. De vez en cuando, le parecía un ser débil y cansado, un anciano que roncaba y que caía dormido entre coito y coito. Otras veces el Duce se sentía como un adolescente de nuevo y le preguntaba si pensaba que el suyo era el cuerpo más hermoso de Italia. Al respecto, nunca pudo olvidar los comentarios de Margherita Sarfatti, la intelectual judía que había sido su amante y mecenas (era mayor y más rica que él y, cuando empezó su relación, tenía muchos más contactos que el dictador), la cual le dijo que sus piernas eran cortas, gordas y feas.

En 1937-1938, afectado por la ola de antisemitismo de la época, Mussolini aseguró haber sentido repulsión ante el olor corporal de Sarfatti. No obstante, ha de notarse que dado que las tres estancias de su grandiosa oficina en el Palazzo Yenezia, donde Petacci residía, tenían bidé pero no bañera y que Mussolini prefería lavarse con agua de colonia antes que con jabón, lo más seguro es que los amantes también olieran. Mussolini añadiría insensiblemente que tan solo falló al conseguir una erección en tres ocasiones: la primera vez que hizo el amor con Sarfatti; cuando la princesa María José al parecer intentó seducirle; y en una tercera ocasión de la que no proporciona datos.

Un amante frustrado

Junto a estas controversias se encontraban también las más predecibles para un hombre en la cincuentena. Aseguraba que no disfrutaba del sexo con su esposa Rachele, la cual, además, había tenido su propio amante fuera del matrimonio. Asimismo, según él, su mujer nunca había conseguido darse cuenta de lo trascendental que él era históricamente y nunca leía libros importantes. Lo más probable es que en el fondo Mussolini estuviera también dispuesto a admitir que Claretta tampoco tenía mucho de intelectual, pero lo cierto es que lo adoraba. En palabras de la misma Petacci: "Te adoro desde que era niña. Hoy y para siempre, tú eres la razón de mi vida". Como recompensa, el dictador le dijo que había abandonado su costumbre de mantener 14 amantes simultáneamente y, durante 1938-1939, tan solo "le fue infiel" con dos mujeres que ya conocía de antes, ambas mayores que ella. Mussolini cronometró una de sus actividades sexuales en 12 minutos desde que entró en el apartamento hasta que lo abandonó, aunque Claretta se quejó malhumorada de que en realidad habían sido 24.

Claretta Petacci.
En resumen, la historia de Benito y Claretta no es la gran historia de amor de Romeo y Julieta, sino que las relaciones sexuales con el dictador eran desagradables, poco delicadas y breves. Después de todo, Mussolini siempre solía alardear de ser un "animal", "un salvaje".

Había veces, no obstante, en que un dictador, como jefe de Estado de una nación, también tenía que trabajar. En dichas ocasiones Claretta siempre estaba a su lado, o si no él la llamaba para contarle lo que había estado haciendo. La rapidez parecía ser también clave a la hora de gobernar. Mussolini hojeaba los periódicos con gran velocidad y comentó en una ocasión a su amante, haciendo gala de un optimismo ingenuo y provinciano, que al hacerlo estaba dando la vuelta al mundo. Más a menudo su célere lectura de las noticias le producía arrebatos de ira, especialmente cuando no recibía suficientes halagos en la prensa francesa. Los papeles del gobierno también los estudiaba con igual premura, quejándose de los años que les llevaba a los burócratas preparar unas notas que su aguda mente podía considerar en "cinco minutos o menos".

Mussolini con su mujer Rachele en 1927.
Mussolini, antes de convertirse en dictador, había trabajado una década como periodista y a menudo hacía simplificaciones perentorias sobre lo que sucedía en el mundo a la manera del actual periodismo más sensacionalista. Los ingleses, según él, eran "una manada de cerdos" que únicamente pensaban "con el culo". Caletta, decorosa, escribió "c.o." como abreviatura de "culo". Según Mussolini, extrapolando la cuestión al terreno personal, los ingleses "detestan por principio a cualquier persona que se alce y se imponga, a cualquier persona excepcional". Para él, la única figura importante en la historia de Gran Bretaña era Disraeli, el amante italiano de la reina Victoria. Los españoles eran igualmente inútiles, indolentes e inertes, como es de esperar de un pueblo infectado de sangre árabe. Su líder, Franco, era un "idiota" que continuaba complicando lo que debería haber sido una victoria fácil en su guerra civil.

Los franceses eran aún peores, advertía Mussolini. Eran corruptos y degenerados, plagados de sífilis y maldecidos por la existencia de una prensa libre. No se merecían a Napoleón (que "en realidad" era también italiano, naturalmente). La figura del emperador siempre hacía sombra sobre Mussolini, que se preguntaba si ya había conseguido, o si de hecho algún día lograría, ser tan grande como él. Claro que ya eres más grande, respondía solicita Claretta.

Impresionando a Hitler

¿Y qué opinaba de los alemanes? Italia, en los últimos meses, había estado aún más ligada al Eje, pero en marzo de 1938 Hitler completó la anexión de Austria, echando así por los suelos la victoria estratégica de Italia en la Primera Guerra Mundial. Mussolini admitía que el Führer tenía que gobernar sobre todos, "como yo lo hago. Todos están bajo mis órdenes y yo lo hago todo en este país", declaró, de nuevo adaptando la política al campo personal. ¿Pero acaso no eran los alemanes "formidables, peligrosos", "todos ellos, los 100 millones"? no cabe duda de que sabían que Italia los había derrotado en la Primera Guerra Mundial y de que admitían que "nadie va a la guerra para complacer a otro, sin únicamente por su propio interés, esperando hacerse con algún botín". Incluso aunque al final llegara a haber "800 millones" de alemanes, siempre supieron que los italianos les ganarían el pulso. No obstante, a Mussolini le preocupaba no haber hecho todo lo que estaba en su mano para prevenir la anexión de Austria. Claro que no, se decía, ya que "odiamos a los austríacos tanto como ellos nos odian a nosotros". En contraposición, a los prusianos les gustaba trabajar con los italianos y el régimen nazi era símbolo precisamente de esa tradición. De todas formas, tras recibir la visita de Estado de Hitler en mayo de 1938, aseguró que el Führer tenía auténtico sentido del humor y que "se sentía siempre un poco impresionado por mi figura", mostrándose en todo momento "respetuoso".

Como era de esperar, los comentarios iniciales que suscitó la publicación de los diarios prestan gran atención al antisemitismo, tema de actualidad cuando la dictadura italiana estaba intentando que se aprobase una atroz serie de leyes racistas. Así, en 1937, Mussolini le dijo a Claretta que Sarfatti mostraba "inteligencia judía" y que tendría que aceptar que su amante mantuviera relaciones sexuales con una mujer italo-judía delante de ella. Beethoven, compositor favorito de Mussolini según declarara una vez, fue ahora tachado de "judio" (el Duce y Petacci solían escuchar música clásica, especialmente ópera, después de hacer el amor). El lunes de Pascua de 1938, el dictador se quejó de que "estos cerdos judíos [son] un pueblo que ha de ser descuartizado". Los judíos eran "traidores" por naturaleza que únicamente podían traicionar a aquellos entre los que vivían. "¡Puaj, cómo los detesto!".

¿Qué conclusión puede sacarse de tales prejuicios? ¿Son verdaderamente prueba de que el régimen se volvió "inevitablemente" racista y de que Mussolini siempre se había mostrado inclinado a eliminar a los judíos? Para obtener la respuesta, hemos de tener en cuenta dos cuestiones contextuales. Petacci anotó los arrebatos racistas de su amante, aunque a menudo parecen bravuconerías soltadas en la barra de un bar más que el plan de acción detallado de un jefe de Estado fundamentalista. Así, de los "árabes", según el concepto orientalista de Mussolini, no se podría nunca esperar nada positivo. Los rumanos constituían un pueblo impredecible, debido a la mezcla de sangre de legionarios romanos y "putas eslavas". Según él, los italianos, de la misma manera, airado ante la oposición a la legislación racial y al Eje, estaban divididos en dos grupos: los que representaban el positivo legado patricio y la influencia negativa que suponían los descendientes de los esclavos y esclavos liberados, hombres que no estaban preparados para restaurar un imperio romano fascista.

Margherita Sarfatti, amante de Mussolini.
Incluso cuando hacia gala de este racismo tan sensacionalista, a Mussolini le preocupaba la posteridad, ya que se preguntaba cómo había utilizado su poder y qué pensaría la historia de él. Su madre había fallecido a los 46 años de edad y su padre duró diez años más. Como comentaría a Claretta pocos días antes de cumplir los 55, el 29 de julio de 1938, ella era mucho más joven que él. Tarde o temprano, seguro que "le era infiel". Puede que no le quedara mucho por vivir, tal vez uno o dos años. ¿No habían muerto Julio César y Napoleón relativamente jóvenes?

Tomemos como ejemplo a Edda, su hija favorita, quien, a pesar de que su padre se había encargado de su educación, llevaba la vida de una burguesa ligera de cascos que no cesaba de cotillear, de jugar al bridge y de ignorar sus responsabilidades como madre. Si Edda no le obedecía, ¿por qué habría de hacerlo el resto? Como exclamaría asqueado en mayo de 1938: "No soy un dictador; soy un esclavo. Ni siquiera soy amo de mi propia casa... Estoy harto de todo, harto de mi casa, harto de todo el mundo. Necesito un mundo nuevo que yo mismo pueda crear".

Las frustraciones que acarreaba pueden interpretarse de diferentes maneras: pueden ser señal de que, a finales de la década de los treinta, Mussolini estaba totalmente decidido a radicalizar su dictadura y a hacerla más totalitaria; o puede que simplemente sean señal de de su comprensión parcial de los límites del poder dictatorial.

El héroe del momento en Múnich

Al tratar los días posteriores a la Conferencia de Múnich de 1938, los diarios de Petacci revelan de manera cruda dilemas similares. Mussolini regresó a los brazos de su amante totalmente eufórico. La recepción había sido "fantástica". Hitler, que era en realidad un trozo de pan (un sentimentalone), lo había recibido con lágrimas de emoción. De manera ingenua, Mussolini remarcó: "le gusto muchísimo". Las negociaciones sobre el tratado habían ido bien. Daladier era "un hombre agradable"; Chamberlain verdaderamente "digno de admiración", con casi 70 años, y aún así trabajando con devoción hasta altas horas de la noche. Naturalmente, necesitaron la ayuda del dictador italiano para las cuestiones de importancia. "Yo lo tenía todo preparado; sin mi no hubieran sabido ni por dónde empezar", fanfarroneaba. Únicamente él podía hablar los idiomas extranjeros requeridos para la ocasión, por lo que resultaba apropiado que Chamberlain y Daladier si dirigieran a él como el Duce durante las negociaciones. Es cierto que Hitler podía llegar a enfurecerse de manera peligrosamente amenazadora, pero siempre dejaba que Mussolini lo calmara. Así fue como consiguieron una paz y una victoria nazi-fascistas.

Según él: "A partir de ahora las democracias tendrán que ceder el paso a las dictaduras. Constituíamos una fuerza única, significábamos algo, representábamos una idea y a un pueblo, él con su camisa marrón y yo con la mía negra. Las democracias quedaban humilladas y solas". Si tan solo la joven Claretta pudiera haberlo presenciado todo, se lamentaba Mussolini. De hecho, durante las reuniones, a menudo venían a su mente imágenes de su amante, o eso comentó posteriormente con tacto el Duce.

Mussolini admitió con recelo que Alemania constituía ahora la mayor potencia, resultado de los errores cometidos en el tratado de Versalles, pero "no tenemos nada que temer. Además, siempre es mejor tener a los alemanes como amigos, ya que, de todas formas, somos mejores que el resto y más leales". Después de todo, concluyó el Duce haciendo referencia como siempre al plano personal, tanto Hitler como su pueblo lo adoraban y lo admiraban. Él, Benito Mussolini, era, en suma, "el auténtico conciliador".

Lamentablemente, no tendría que pasar ni un día desde que así se autoelogiara antes de que la contradicción que suponía el papel de Italia en todo el asunto se hiciera evidente. No se había conseguido llegar a un acuerdo de paz y el tratado de Múnich no había logrado resolver la crisis europea. Poco sorprende, entonces, que, en un abrir y cerrar de ojos, el placer que sentía Mussolini se tornara ira.

Problemas domésticos

El primero en despertar la ira del Duce fue el rey de Italia Víctor Manuel III, monarcacon el que, según había dicho a Claretta meses antes, siempre había llevado una relación excelente. No obstante, ahora el rey recibió las noticias de su triunfo "de manera fría". Los alemanes, recordó Mussolini en una suerte de venganza rebelde, habían eliminado de un plumazo en 1919 22 dinastías principescas de los diferentes estados del Segundo Reich. Llegado el momento, no tendría ningún problema en poner él fin a la italiana.

El Papa Pio XI
El papa Pío XI, quien, según explicó Mussolini a su amante, había conseguido perder al pueblo alemán, tampoco gozaba del beneplácito del dictador. En julio, Mussolini se había quejado de los ataques alemanes hacia Cristo acusándolo de judío, tachándolos de "asquerosos, verdaderamente asquerosos". Ahora, no obstante, el Papa era una "calamidad": con sus ridiculas muestras de simpatía por los negros y los judíos, era la cabeza visible de una religión que estaba "muriéndose". De ser necesario, Mussolini no dudaría en romper todos los tratos con los "miserables hipócritas" del Vaticano.

Mientras contemplaba el desagradecido mundo que lo rodeaba, su racismo se hacía cada vez más profundo. El 9 de octubre alardeó: "Estos judíos... los destruiré a todos". Hasta entonces los había tratado bien, pero ahora, sin embargo, juraba "acabar con todos y cada uno de ellos". Dos días después aseguró que los iba a "masacrar, como hicieron los turcos". Según él, "si envié a la cárcel a 70.000 árabes [en el brutal proceso de pacificación de Libia, a principios de la década de 1930], también puedo mandar a prisión a 50.000 judíos".

Lleno de ira, a Mussolini continuaba entusiasmándole la tiranía, el asesinato y la guerra. Los franceses, afirmó de nuevo, estaban "completamente acabados", resultaban "simplemente nauseabundos como pueblo". Él, y no ellos, era el verdadero hijo de Napoleón, ya que, después de todo, ambos preferían comer vegetales y dormir sin que ni un ápice de luz se colara por entre las persianas bajadas.

Italianos contaminados

¿Pero qué opinión le causaban los italianos? También ellos constituían un problema. El 11 de octubre, el Duce volvió a retomar el tema de la degeneración racial a través de la historia. La mala sangre se había preservado en más de "50 generaciones" y había contaminado a "cuatro millones" de italianos. Con el tiempo, "los destruirá a todos, los exterminará". Tal vez recordando un poco su formación marxista y la "locomotora de la historia", exclamó: "soy como un motor, una vez encendido, nadie puede pararme".

¿Constituyen estas afirmaciones una declaración de guerra y el Holocausto? Tal vez. De hecho, estos diarios son una prueba, si alguien la necesitara, que puede ser utilizada para combatir la nostalgia por el dictador de entreguerras que la Italia de Berlusconi a menudo abandera. El Mussolini que amaba tan apasionadamente Claretta era un violento asesino fascista. No obstante, todavía queda establecer si estas amenazas deben ser interpretadas de manera literal. Lo más seguro es que no, cualquiera que pudiera haber sido la intención o creencias inmediatas de Mussolini al pronunciarlas. Nos encontramos, después de todo, ante un régimen que dependía de la existencia de políticos carismáticos.

¿Cómo sería puesta en acción la voluntad del dictador? Resulta complicado de determinar. Puede que dijera a Claretta que había ordenado a su jefe de policía, Arturo Bocchini, preparar una lista con aquellos oponentes que pensaba matar en un momento dado, pero no se sabe qué momento era ese, ni quiénes integraban esa lista. ¿Podemos confiar en Bocchini, quien no dudó en pinchar el teléfono del dictador? Ni siquiera el Duce estaba en posesión de tales respuestas. A pesar de todo el supuesto totalitarismo, el régimen nunca obtuvo una estructura clara en cuanto a la toma de decisiones. Mussolini se vio a la vez con el poder y, de manera frustrante, sin él. No sorprende pues que dedicara tanto tiempo a su amante, aun si ella tampoco conseguía satisfacerlo.

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