viernes, 9 de diciembre de 2011

Héroes de Hispania

Nuestro pasado tiene legiones de admiradores que se transforman en ávidos lectores de novelas históricas o en telespectadores que se pegan a la pequeña pantalla para seguir la conquista romana del territorio peninsular en Hispania, una ocasión excepcional para recordar, con el relato de María Laviano, de las figuras de algunos de esos héroes  legendarios que defendieron su tierra y su modo de vida frente a la llegada de la gran potencia de la Antigüedad

Cuando Roma, en el siglo III a.C., llegó a Hispania lo hizo para quedarse. Lo que en principio iba a ser el escenario efímero de su lucha con Cartago, la otra gran potencia del Mediterráneo, en el marco de la segunda guerra púnica, acabó convirtiéndose en objeto de deseo tras descubrir las riquezas y el potencial agrícola, ganadero y metalúrgico que se escondía en el extremo occidental del mundo conocido.

No sería tarea fácil someter a la población de Iberia, como la conocían los griegos, pues a decir de los historiadores se trataba de unas tribus belicosas que no iban a regalar fácilmente su independencia. Y por si fuera poca tampoco los romanos venían con un plan establecido de conquista.

La población de Hispania, como la llamarían los romanos, no era homogénea, y no tenía, hasta la llegada de estos, conciencia de pertenecer a ninguna nación. Al sur, de entre las diferentes tribus, destacaba la de los turdetanos, descendientes de la mítica Tartessos y más evolucionados que las tribus norteñas. Al este, las tribus de ilergetes e ilergavones, entre otras muchas. En el interior de la península destacan cuatro tribus celtíberas: arévacos, lusones, titos y belos. Y al oeste, los lusitanos. Finalmente, al norte, parapetados tras las montañas, astures, cántabros y vascones.

La cultura de los iberos ofrecía muchos contrastes. Los turdetanos poseían tesoros de plata y de cobre, que habían atraído ya a micénicos, fenicios y griegos. La costa este también logró un cierto desarrollo cultural. Claro ejemplo es la dama de Elche, o el tesoro de Jávea. Los habitantes de la mitad meridional de la meseta, carpetanos y oretanos, conocían la agricultura, el cultivo de la vid y el olivo, mientras que la mitad septentrional, arévacos y vacceos, se limitaban al cultivo del trigo, aunque tenían también minas de plata y hierro. Los pobladores del norte (gallaeci, astures y cántabros) vivían, según el historiador Estrabón, en estado semisalvaje.

La península ibérica era ya pues conocida por fenicios y griegos. Los primeros habían fundado una pequeña factoría en Gadir, actual Cádiz, y también otras pequeñas colonias en el sur. Los griegos, por su parte, se habían establecido más al norte, en Rodhe y en Emporion, hoy Rosas y Ampurias.

En el resto de la península las diferentes tribus, más o menos organizadas, vivían de la agricultura, el pastoreo, o del saqueo y el pillaje de las propiedades de sus vecinos cuando las posibilidades de su suelo no les permitían otra cosa.

Tal era el estado de las cosas cuando, en su lucha por el poder sobre el Mediterráneo, y sobre el mundo, la península se convirtió en el escenario de una guerra, la segunda guerra púnica, librada por Roma y Cartago entre los años 218 y 201 a.C. Roma resultaría vencedora, comenzando así un proceso de conquista y asimilación que duraría prácticamente 200 años.

Como decíamos, ni Roma lo había planeado, ni los hispanos estaban dispuestos a regalar su independencia ni su libertad a cualquier precio.

Estatua de Indibil y Mandonio en LLeida.
Indíbil y Mandonio
Roma conseguiría doblegar a la península por la fuerza de las armas, y de los impuestos. Para financiar la costosa guerra contra los cartagineses se llevaron a cabo auténticos expolios sobre tas tribus y pueblos indígenas, lo que incrementaría aún más su espíritu de rebeldía. Los pueblos sometidos fueron obligados a pagar un tributo anual, ya fuera en especie o en metálico: el stipendium.

Bajo la influencia de Escipión, de la familia de los Escipiones, grandes artífices de la conquista, queda Hispania dividida en dos provincias: Citerior, la más cercana a Roma, y Ulterior, la más alejada. Dos generales, nombrados anualmente, gobernarían cada una de las provincias. Las ansias de poder y la búsqueda de honores y homenajes en Roma harían que a lo largo de los años las actuaciones de muchos de estos generales fueran realmente abusivas.

Para hacer frente a los gastos de la guerra, el poder romano aumentó la recaudación de tributos. Las tribus de la Citerior, antes aliadas en la lucha contra el cartaginés, se rebelaron. El jefe de los ilergetes, Indíbil, apoyado por su hermano Mandonio, levantó un ejército que según Tito Livio constaba de 30.000 infantes y 4.000 jinetes. Reunió a este ejército al sur del Ebro, cerca de Zaragoza, y allí se enfrentó a los romanos, perdiendo la batalla y la vida. Los romanos, como castigo, impusieron el pago de un tributo que era el doble del normal, y la obligación de mantener y vestir al ejército romano durante seis meses. Treinta pueblos, dice Tito Livio, tuvieron que aceptar estas condiciones. Los promotores de la revuelta, entre ellos Mandonio, fueron apresados y ejecutados.

El siglo II a.C. supone para Hispania una época de depredación económica y humana. El avance romano es ya imparable y se ha ampliado con creces el territorio conquistado. Si bien las tierras e industrias del Ebro, el Levante y la Bética suponían una fuente inagotable de riquezas para el erario romano, la pobreza de las tierras de los celtíberos y la dureza de sus gentes hacían que su conquista fuera encaminada sobre todo a defender los bordes de la meseta de sus incursiones en busca de sustento. Este habia sido desde siempre el mayor problema de celtiberos y lusitanos, y por ello se habían visto obligados en numerosas ocasiones a venderse como mercenarios o a realizar periódicos saqueos en las tierras vecinas. La presencia de Roma incrementó aún más su tradicional pobreza, además de herir sus intereses y su orgullo.

Será a mediados de siglo cuando de nuevo estallen los conflictos entre las dos provincias hispanas y Roma. El historiador Polibio, testigo presencial de  los hechos (estuvo en Numancia acompañando a  Escipión Emiliano) será uno de los narradores principales de esta conflictiva etapa, la de las guerras contra celtíberos y lusitanos.

Estatua de Viriato en Zamora.
Viriato

Sin duda, de entre los guerreros legendarios hispanos, destaca la figura del lusitano Viriato. No se sabe gran cosa acerca de sus orígenes. Unos dicen que se trataba de un humilde pastor. Otros, que era cazador. Y también hay quien dice que era simplemente un bandolero, si bien para los romanos todos los hispanos que luchaban contra ellos eran bandoleros, o como ellos los llamaban, bandidos.

El lugar de nacimiento de Viriato lo sitúan los historiadores en la sierra Viriato de la Estrella, en algún punto entre Zamora y Portugal. La pobreza de estos territorios impulsaba a muchos de sus pobladores al saqueo, que perpetraban bandas de guerreros asaltando de cuando en cuando el sur peninsular. La presencia romana dificultaba aún más la supervivencia de estas gentes, y por ello las insurgencias y levantamientos eran cada vez más frecuentes.

En el año 151 a.C. es nombrado pretor de la Ulterior Severo Sulpicio Galva, quien pronto daría muestras de una crueldad considerable. Con el propósito de acabar con la oposición lusitana, les convence de que a cambio de que le entreguen sus armas (hay que recordar que, según el historiador Justino, los iberos en general amaban a sus armas por encima de todas las cosas) les repartirá lotes de tierra en los que trabajar y vivir en paz. Crédulos, hacen lo que Galva les pide y son sitiados en el momento de la entrega, muriendo por cientos no sólo hombres, sino también mujeres y niños. Viriato logra escapar y es a partir de entonces cuando se convierte en la pesadilla romana, a lo largo de prácticamente ocho años. Su método, nacido en nuestro suelo, es la guerra de guerrillas ("Guerra de terreno", asi lo definía Estrabón): atacar al enemigo desde mil puntos diferentes y de modo sorpresivo; y su victoria, lograr aglutinar a diferentes tribus en un solo cuerpo y con un mismo empeño común, derrotar al enemigo.

Pero Roma ya había acabado con Cartago y disponía de todas sus fuerzas para operar en suelo hispano. Y al final vence. Quinto Servilio Cepión cercó las posesiones lusitanas y los nativos se vieron obligados a firmar la paz. Una embajada enviada por Viriato para tal fin vende a su jefe a cambio de oro y tierras, y le degüellan mientras duerme en su tienda. La leyenda dice que, al ir a cobrar su botín, el general romano les increpó: "Roma no paga a traidores".

Y ese fue el fin de Viriato, y del sueño lusitano. El camino hacia Gallaecia, y hacia el norte de Hispania, quedaba ahora despejado.

Estatua de Corocotta en Santander.
Corocotta

El siglo I a.C. fue para Hispania el de la guerra civil romana. Guerra que se libró en parte en suelo hispano, y que enfrentaría a los partidarios de Pompeyo, de un lado, y de Julio César, por otro. Hispania fue además el escenario elegido por Julio César para realizar su cursus honorum, una carrera fulgurante que le llevaría a ser uno de los grandes hombres de Roma.

La asimilación de la cultura romana por parte de los nativos estaba siendo progresiva, aunque no era ni mucho menos homogénea y se puede hablar de diferentes grados de romanización según las zonas. Sólo dos poblaciones del norte, astures y cántabros, seguían resistiéndose al poder romano, en parte gracias a su aislamiento.

Estrabón definió a estas gentes prácticamente como semibestias. Gente que se alimentaba de pan hecho con bellotas, que no conocía ni el vino ni el aceite, y que ante el enemigo prefería morir y dar muerte a sus propios hijos, que rendirse.

En el año 29 a.C. comienzan las guerras astur-cántabras, que durarían diez años. El propio Augusto, sobrino de Julio César y primer emperador de Roma, se personó en la península para supervisar una guerra que parecía no acabar nunca, estableciendo su cuartel en Segisamo, y más tarde en Tarraco. Por tres frentes distintos se llevó a cabo el asedio a una población que bajaba de las montañas para asestar golpes mortales a las legiones, y luego desaparecía por donde había venido.

La figura del guerrero Corocotta es bastante misteriosa. Dión Casio, principal narrador de esta etapa, le dedica apenas tres lineas. Sabemos casi con toda seguridad que era cántabro, no astur, y que conoció personalmente a Augusto, en torno al 25 a.C. Este había pedido su cabeza, por la que se ofrecían 250.000 denarios. El propio Corocotta fue a entregarse, para cobrarse él mismo la recompensa. El valor del guerrero cántabro impresionó al emperador de Roma, que le perdonó la vida dejándole marchar.

Los jefes de las tribus iberas, pero especialmente cántabras, estaban unidos a sus guerreros por la devotio, de tal manera que si el iefe caía en la batalla, sus soldados abandonaban la lucha. Estos soldurios, que acompañaban incluso hasta la muerte a su señor, fueron muy afamados y los romanos les contrataban en ocasiones como guardia personal.

El 21 a.C. tiene lugar la penúltima de estas guerras. Es casi el golpe definitivo, y muchos cántabros son hechos esclavos y vendidos en la Galia. Pero matan a sus dueños y logran escapar, para librar la última batalla en el 19 a.C.

El general enviado entonces por Roma es Agripa. Un general que sabe cómo someter a las legiones, en ocasiones desobedientes, y que, esta vez si, desmantela montes y valles hasta acabar con la oposición cántabra. Los cronistas describen escenas horripilantes: madres que asesinaban a sus hijos antes de que los capturasen, hombres crucificados que, pese a todo, entonaban cánticos de triunfo, y, en definitiva, una población diezmada y abatida para siempre. Los que quedaron fueron obligados a bajar de las montañas, cediéndoles Augusto su campamento, Asturica (Astorga), para que organizasen allí su capital. En tiempos de Tiberio, tres legiones vigilarían aún para que no se sublevaran, aunque afirma Estrabón que ya toleraban la cultura romana.

Augusto, que anticipadamente había cerrado el templo de Jano, símbolo de que en el imperio no se libraba batalla alguna, inauguraba por fin la pax romana que tanto deseaba. Tito Livio ensalza en su obra la gloria de Hispania por los 200 años que duró su conquista, ya que fue la primera provincia que se atacó, y la última en ser dominada.

Los motivos de este hecho son desde luego variados y complejos. No se debe sólo al valor de unas cuantas tribus que no toleraban la conquista, pues en diferentes lugares del mundo entonces conocido (la Galia, Germania) se había dado batalla a los romanos.

Pero es innegable que el amor a la libertad, a la independencia, y un carácter especialmente apto para la guerra influyó en que fuera Hispania la provincia que el imperio romano más tardó en dominar.

Muchos héroes quedan para la Historia, además de Viriato, Corocotta, Indíbil y Mandonio: Caro, Megaravico, Retógenes... nombres que el tiempo y las olvidadizas crónicas romanas no han logrado borrar del todo de la memoria.

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