miércoles, 21 de diciembre de 2011

Los últimos en llegar a los tesoros egipcios

Tras el Egipto de los faraones se intensificaron los saqueos y la venta ilegal de hallazgos. La arqueología no iba a encontrar demasiadas tumbas intactas.


La Gran Esfinge con la pirámide de Keops al fondo,
la mayor del conjubto de Giza.
Con el ocaso de la civilización faraónica, Egipto pasó a formar parte del reducido grupo de culturas en que el mito es más fuerte que la historia. Un mito alimentado por innumerables relatos sobre sus maravillas escondidas. El fenómeno de la egiptomanía, un gusto desbordado por todo lo procedente del valle del Nilo, comenzó a gestarse muy pronto. Los relatos de los viajeros grecorromanos se confunden con las primeras páginas de la historia de Egipto, y los obeliscos traídos por los emperadores romanos a Europa se cuentan entre los primeros casos de expolio. Siendo una tierra virgen para aventureros y cazatesoros, el patrimonio egipcio comenzó a dispersarse silenciosa y lentamente fuera de sus fronteras. La búsqueda de tumbas intactas se convirtió en un oficio, y la venta de los objetos robados, en un negocio no demasiado clandestino. Se tardará siglos en regularizar el pasado material de los faraones.

Si los propios egipcios llegaron a considerar útil el reciclaje de sus riquezas en forma de un saqueo paulatino, la desaparición del último faraón dio el pistoletazo de salida a una actividad lucrativa al alcance de la mano. Con la llegada del cristianismo y, sobre todo, la larga ocupación árabe, la búsqueda de tesoros nunca cesó, a pesar del desdén mostrado hacia el pasado faraónico. La literatura árabe desarrolló una imaginería desbordante sobre este tema, alimentada por la creencia popular de que los monumentos antiguos estaban protegidos por genios. En los cuentos de Las mil y una noches se menciona una pirámide que contiene "cámaras llenas de piedras preciosas y de valiosos tesoros, de imágenes raras y armas costosísimas ungidas con óleos mágicos". Esta quimera impulsó, por ejemplo, al califa de Bagdad Al-Mamun a principios del siglo IX a abrir una entrada y acceder al interior de la célebre pirámide de Keops, aprovechando las galerías que ya habían excavado los ladrones de la Antigüedad. 

Fruto de este interés general son unos curiosos libros escritos a la manera de verdaderos mapas del tesoro. Aportaban información sobre la localización exacta de tumbas, las herramientas necesarias para derribar los obstáculos, las fórmulas mágicas para neutralizar a los guardias o transformar los metales... Estas lecturas tuvieron numerosos adeptos incluso entre los aventureros del siglo XVIII. Su éxito alentó un pillaje indiscriminado, que afectó sobre todo a gran parte de las pirámides de la región de Menfis.

De entre estos manuscritos, el más divulgado fue el que lleva por título Libro de las perlas enterradas y del preciado misterio referente a las indicaciones de los escondrijos de hallazgos y tesoros, fechado en el siglo XV. En sus páginas se hace referencia a todo tipo de monumentos de Egipto y de todas las épocas. En relación con la gran pirámide de Giza, explica al ávido lector: "Diríjase hacia la esfinge y mida a partir de su cara, en la dirección sudeste, doce codos [...]; descubrirá una trampilla [...]. Despéjela de la arena que la cubre y levántela para avanzar hacia la puerta [...]. Verá [...] montones de plata, rubís, perlas finas, estatuas e ídolos de oro y plata [...]. Tome lo que quiera". Esta obra fue traducida y publicada en 1907 por orden del Servicio de Antigüedades egipcio. En el prólogo, su autor denuncia tristemente que "ha arruinado más monumentos que las guerras o los siglos", y con su divulgación se espera desalentar a ingenuos cazatesoros. El objetivo de la publicación era que no se viese como un libro de revelaciones secretas, sino como lo que era, un puñado de leyendas.

Stop a los saqueos

Brazalete de la la reina Ahhotep, en oro y
lapislázuri, con imágenes de dioses s.XVI a.C.
La preservación del patrimonio egipcio era tarea compleja. El virrey Mohammed Ali (1769-1849) seguía considerándolo una moneda de cambio con que satisfacer la curiosidad de los europeos y obtener las ayudas económicas que financiaran su proceso de modernización del país. No existían normas ni un centro regulador, y aunque toda excavación debía contar con el firman (permiso) del pachá, los objetos acababan en manos de coleccionistas, turistas y viajeros. Los museos de Europa y Estados Unidos se convirtieron en verdaderos impulsores del mercado negro, pues parte de sus colecciones se compraban a locales aun conociendo su origen ilícito. Con el objetivo de detener los continuos robos, se aprobó en 1835 un decreto por el cual quedaba prohibida la exportación de cualquier tipo de antigüedad procedente de todo Egipto, y se sentaban las bases para la creación de un lugar donde reunirlas. Pero habría que esperar a la creación del Servicio de Conservación de Antigüedades en 1857 para ver las primeras acciones contundentes contra el pillaje. Su primer director fue Auguste Mariette, que a partir de entonces se volcó en la recuperación del patrimonio y la vigilancia de las excavaciones clandestinas. Cambiar la mentalidad de la época no iba a ser fácil. En 1859, cuando se descubrió la tumba tebana de la reina Ahhotep con un impresionante ajuar, el francés tuvo que intervenir de urgencia para que las joyas no partieran rumbo a El Cairo como regalo al visir Said Pacha. Los primeros pasos de este organismo se encaminaron también hacia la creación de un museo -origen de la actual pinacoteca-, que abrió finalmente sus puertas en 1863. Mariette escogió un emplazamiento en el puerto de Bulaq: las oficinas abandonadas de una compañía naviera. Se quería imponer una nueva política de reparto por la que las excavaciones debían presentar al museo todos los objetos encontrados. Éste decidiría cuáles de ellos engrosarían sus fondos, mientras que el resto podría ser comercializado. Las ganancias con estas ventas controladas debían servir para la financiación de nuevas excavaciones. La sombra proyectada por el servicio, siempre en manos francesas, comenzó a dar sus frutos. En 1883 se estableció que los museos como el de Bulaq, con colecciones de piezas anteriores a la conquista árabe, pasaban a formar parte del dominio público egipcio. Más tarde, con el decreto del 12 de agosto de 1897, se dispusieron incluso penas de prisión para los expoliadores. Estos primeros logros fueron el origen de la actual ley, que data de 1983. En ella se penaliza duramente el tráfico de antigüedades.

Gurna y sus secretos

Todavía a finales del siglo XIX, la suerte de encontrar un tesoro escondido era tanta como difícil guardar el secreto. Es lo que ocurrió con uno de los hallazgos más sorprendentes de los últimos tiempos: el descubrimiento del escondrijo de momias de Deir el Bahari. La alarma saltó en 1874, cuando un gran número de piezas nuevas entraron en circulación en el mercado negro. A tenor de las informaciones, eran objetos procedentes de una tumba de la dinastía XXI abierta clandestinamente. Cuando Gastón Maspero, sucesor de Mariette como director del Servicio de Antigüedades, tuvo conocimiento de los hechos, emprendió una investigación contra reloj sin resultados. Durante varios años, el hermetismo se cernió sobre la identidad de los ladrones y la localización de la sepultura. En 1881, gracias a la intervención del coleccionista americano Charles Wilbour, que llegó a Luxor en ayuda de Maspero, empezó a arrojarse luz sobre el origen de las piezas. Las pistas condujeron a una familia bien conocida en estos menesteres: los Abd el Rassul. Vivían en Gurna, aldea que se había construido sobre las antiguas tumbas de los nobles en la orilla occidental de Tebas. Los cabecillas eran tres hermanos. Ahmed, el más joven, fue interrogado y, a falta de pruebas, puesto en libertad. Una vez en casa pidió la mitad del botín en compensación por su estancia en la cárcel. Tras una pelea entre los hermanos y presionado por la familia, el mayor, Mohammed, confesó el delito el 25 de junio de ese año. Explicó cómo descubrieron la tumba un decenio antes. Un día, mientras pastaba su ganado, fueron a buscar una de las cabras, que se había alejado y caído en un pozo. Durante años fueron extrayendo objetos del enterramiento como si de una cuenta bancaria se tratara. 

Ante la ausencia de Maspero, en ese momento en Francia, fue su ayudante Emile Brugsch quien tuvo el honor de entrar en la tumba. Un pozo vertical conducía a una galería de 70 metros de longitud, que desembocaba en una cámara. Ante él apareció una visión increíble: numerosos ataúdes esparcidos en el suelo, pertenecientes a faraones del Reino Nuevo y a sacerdotes de la XXI dinastía y sus familias. Entre el 5 y el 11 de julio hizo vaciar apresuradamente la sepultura, sin apenas tomar notas, y trasladó todo su contenido al Museo de Bulaq. Maspero relató después que los egipcios presenciaban solemnemente el paso del barco en estado de duelo. Sin embargo, el escriba de la oficina de registro que debía aplicar el impuesto sobre los productos, confuso ante tan peculiar mercancía, decidió atribuirle la modesta tasa del pescado seco.

La revancha de Tutankhamón

En Deir el Bahari se encontró otro escondrijo con momias de sacerdotes. Paradójicamente, Mohammed Abd el Rassul, recién nombrado guardián de la necrópolis tebana, era quien estaba al frente de su vigilancia. Poco después, en marzo de 1898, el egiptólogo Victor Loret descubrió un segundo escondrijo en el Valle de los Reyes. Era la tumba destinada a Amenhotep II, que sirvió como almacén para otro gran grupo de momias reales. En 1901 acabó saqueada de nuevo, y el inspector general de los monumentos del Alto Egipto, por entonces Howard Cárter, se encargó de las investigaciones. 

Fue casualmente el célebre inglés, con su descubrimiento de la tumba de Tutankhamón en 1922, quien desencadenó el debate sobre los derechos de propiedad de los que excavan y de los mecenas que los financian. El hallazgo del tesoro del joven faraón destapó las diferencias con Pierre Lacau, el nuevo director del Servicio de Antigüedades y sucesor de Maspero. Con la ley de antigüedades vigente de 1912, solo se aceptaban proyectos avalados por una entidad cultural. La ley otorgaba al Estado egipcio la libertad de conceder el 50% de las piezas a los descubridores, reservándose el derecho a retener todo aquello que considerase oportuno. Pero la decisión de Lacau de no ceder ninguno de los objetos de la tumba de Tutankhamón desató la ira del inglés y el descontento de muchos occidentales, que contaban también con hacer negocio. La subida al poder del partido nacionalista dio el respaldo necesario a la decisión de Lacau de no exportar o trasladar objetos egipcios dentro o fuera del país sin el consentimiento del todopoderoso Servicio de Antigüedades. La muerte de lord Carnarvon (mecenas de Cárter) en 1923 encendió la imaginación occidental en torno a las maldiciones sobre los que profanasen tumbas. En realidad, en 10 años solo murieron seis de las 26 personas que presenciaron la apertura de la tumba de Tutankhamón. Quizá "la venganza del faraón" era otra: el fin de la búsqueda de la tumba intacta y del tesoro fácil. Se iniciaba una nueva época en la arqueología de Egipto. 

Howard Carter
Howard Carter examina el sarcófago de
Tutankhamón. Fotografía coloreada, 1922.
Según las creencias egipcias, la tumba era el lugar donde se hacía vivir una parte esencial del ser humano: el nombre. Su olvido suponía la verdadera muerte. Miles de años después, objetos y cuerpos cuidadosamente protegidos del tiempo quedaron expuestos a la mirada de aventureros y arqueólogos. Queda al menos el consuelo de saber que sus nombres continúan siendo recordados. Una inscripción fechada en el Reino Nuevo reza: "He erigido para mí una tumba excelente en mi ciudad de la eternidad. He adornado muy bien mi enterramiento en la roca, en el desierto de la eternidad. Que dure mi nombre entre los vivos, sea bueno el recuerdo que guarden de mí los hombres tras los años que vendrán".

GURUNA REFUGIO DE LADRONES

La trayectoria del pueblo construido sobre la necrópolis tebana.

  • UN OFICIO LOCAL La aldea de Gurna (Al-Gurna), en la orilla occidental de Tebas, tenía sus días contados. Sus habitantes fueron construyendo precariamente sus casas sobre las tumbas de antiguos nobles, llegando incluso a instalarse dentro de algunas cámaras. Hoy en día es el hogar de muchos guías, guardas de monumentos o artesanos del alabastro. De hecho, la aldea es en sí un reclamo turístico, no solo por sus fachadas pintadas con originales motivos y llamativos colores , sino por la leyenda negra forjada sobre saqueadores de tumbas. Desde el siglo XIX, los arqueólogos no fueron los únicos en peinar los parajes de la región tebana en busca de tesoros. La sombra del tráfico de antigüedades empaña la historia del lugar.
  • LA ALDEA FANTASMA Sin embargo, el tener tan cerca las riquezas de sus antepasados ha sido también su perdición. Las autoridades egipcias tomaron la decisión de desalojar la aldea para evitar más pillajes y excavar la necrópolis al completo. Entre 1945 y 1949 se construyó en las cercanías Nueva Gurna. Un proyecto novedoso del arquitecto Hassan Fathy que, con materiales autóctonos de bajo coste como el adobe y aplicando técnicas locales, rediseñaba la vida de toda una comunidad (con mezquita, escuelas, mercados...). Como era de esperar, no se llegó a finalizar, y pocas familias estuvieron dispuestas a abandonar sus antiguas formas de vida. Finalmente, en 2006 se procedió, no sin polémica, al desalojo de los cerca de veinte mil habitantes que quedaban en Gurna.
EL PROVEEDOR DEL LOUVRE

Auguste Mariette y su sueño de convertirse en arqueólogo

 Auguste Mariette
  • AUTODIDACTA CON SUERTE  Hombre polifacético e intrépido, Auguste Mariette fue una de las grandes figuras de la egiptología. Profesor en una pequeña localidad francesa, acabó por dedicar su vida a la arqueología egipcia. Se inició con los trabajos de su primo, dibujante de Champollion (el descifrador de los jeroglíficos), y después se labró una brillante carrera autodidacta. A finales de 1850, poco después de llegar a Egipto, la fortuna le sonrió en Saqqara, en forma de avenida de esfinges ocultas bajo la arena. Su excavación dio con uno de los hallazgos más importantes del antiguo Egipto: el Serapeum, la impresionante tumba subterránea donde reposan los sarcófagos de los toros sagrados de Apis. Convertido en una celebridad, y con ayuda de sus numerosos contactos, continuó excavando, al tiempo que nutría la colección del Louvre o la del príncipe Napoleón, primo del emperador francés Napoleón III.
  • LUCHAR CONTRA EL PILLAJE  Pero su principal aliado fue el virrey Said Pacha, que puso a disposición de Mariette los medios necesarios para llevar a cabo su verdadero sueño: proteger los monumentos de Egipto más allá de los intereses políticos y luchar contra las excavaciones clandestinas. Como director del Servicio de Antigüedades, ejerció labores de arqueólogo y diplomático, que le llevaron a participar en trabajos tan insólitos como la organización de la ópera Aída, concebida para celebrar la inauguración del canal de Suez. Fue el responsable del argumento, la escenografía y el original vestuario. A su muerte fue enterrado en el jardín del Museo de Bulaq, en una hermosa tumba de mármol. Como él mismo dijo en referencia a los jeroglíficos: "El pato egipcio es un animal peligroso: un picotazo, te inocula el veneno y eres egiptólogo de por vida".

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno todo.!

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