lunes, 10 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 7)

Cannas fue la gran oportunidad de Aníbal. Después, pese sus nuevas victorias, iría debilitándose y perdiendo aliados; Roma, por el contrario, levantó mayores ejércitos y mantuvo su cohesión interna


Era un díaa de agosto  del año 216,  en la llanura de Cannas, a orillas del Aufido, y acababa de tener lugar una gran batalla. La fama volandera llevaba la noticia a las poblaciones vecinas de Apulia, como Canusio y Venusia, y desde ellas iba llegando hasta la Urbe, a donde conducían todas las calzadas. En medio de los muertos y heridos, apilados por millares, grupos de oficiales y soldados se agolpaban en torno al caudillo cartaginés que, a sus treinta años, había sido el verdadero artífice del triunfo.

En el frenesí de la victoria, númidas, iberos, galos, baleares cruzaban felicitaciones en todas las lenguas y estrechaban sus manos blondas o aceitunadas, se diría que a salvo de odios africanos o de terrores interétnicos. Baal Haddad frente a Marte: el dios púnico de la guerra daba otra vez prueba incontestable de su fuerza, como si quisiera resarcir a sus devotos de pasadas humillaciones, por no hablar de las mil penalidades que aquel mismo ejército había debido soportar durante las últimas campañas, de los Pirineos a los Alpes, del caudaloso Ródano a las ciénagas del alto Arno.

¿No había hecho el hijo de Amílcar un viaje ex profeso a Gadir para renovar sus votos a Melkart en vísperas de esta segunda guerra contra los romanos? Raro sería que algunos no dieran en pensar que Tyché, la voluble diosa de la que tanto hablaban los griegos, se había encaprichado con la causa de los Bárquidas. ¿Acaso no acababa de soplar de cara al enemigo el viento volturno -el siroco-,  privándole de la visibilidad durante la batalla?  

La voz de Maharbal, que era la voz victoriosa de la caballería, se atrevió a proponer un movimiento rápido y resolutivo para aquella partida que se estaba jugando en Italia: "Sigúeme, yo iré delante con la caballería -dijo a su jefe-, y dentro de cinco días celebrarás la victoria con un banquete en el Capitolio".

La escena aparece en Tito Livio (22,51), uno de esos escritores augústeos que no ahorraba tintes épicos o novelescos a su narración con tal de engrandecer el pasado de Roma. Si el estudioso moderno puede albergar dudas sobre la veracidad de muchas de sus historias, en esta ocasión, sin embargo, no hay por qué poner en tela de juicio su relación de los hechos: la magnitud y el dramatismo de esta Segunda Guerra Púnica fueron tales que realmente resultaban superfluos los efectos especiales.

Si acaso, se hacía inevitable aliviar el trauma de la derrota desacreditando moralmente al jefe cartaginés que, cosa nunca vista, había humillado por cuarta vez consecutiva a las legiones de Roma: en el Tesino y en el Trebia (218), en el lago Trasimeno (217) y, ahora, en Cannas. Haciendo además recaer la responsabilidad del desastre sobre uno de los dos cónsules se ponía a salvo el honor de la república: Cayo Terencio Varrón, el magistrado plebeyo que aceptó el desafío en aquel día nefasto para el calendario romano, fue presentado ante la posteridad como el hombre impulsivo que llevó al desastre del año 216 a cerca de cuarenta mil hombres, entre romanos, latinos y aliados itálicos. Por contra, su colega patricio, Lucio Emilio Paulo, muerto en combate, quedó idealizado en la analística senatorial como exemplum de valor, patriotismo y mesura.

Odio eterno a los romanos

Cualquier lector que haya cursado el antiguo bachillerato reconocerá sin mayores dificultades el nombre implícito en todo este relato. Se trata de Aníbal, claro es, el enemigo número uno de Roma. El lector sabrá también, o al menos le sonará, aquello del "odio eterno a los romanos", el famoso juramento que Amílcar Barca habría hecho pronunciar a su hijo de nueve años sobre el altar de Baal, antes de embarcar hacia Hispania: iurare iussit numquam me ¡n amicitia cum Romanis fore. En el colegio oímos un día al profesor de Clásicas el texto de Nepote (23,2), como también el retrato de Aníbal en Livio (21,4), y sus tonos vibrantes nos parecieron un alivio y un estímulo en la lucha particular que cada cual libraba con las declinaciones, como si el latín pudiese convertirse por un instante en la lengua vehicular de nuestros sueños medio infantiles todavía.

La verdad es que todo en aquella historia parecía invitar a la fantasía. Para empezar, la presentación del general era como un redoble de tambor que anunciaba el comienzo de un gran paseo militar: Hannibal, Hamilcaris filius, Karthaginensis... Apenas repuestos de la primera impresión, nos sentíamos arrastrados por el torrente de los acontecimientos, un encadenamiento inaudito de hazañas bélicas, y nuestras simpatías hacia el cartaginés iban en aumento a medida que sus ardides y proezas superaban las mil y una dificultades sobrevenidas en su aventura de invadir Italia.

Si a orillas del Tesino era una carga imprevista de los jinetes númidas por la retaguardia del ejército romano, frente al Trebia decidía un oportuno desayuno ingerido antes de entrar en combate, nada en realidad si se comparaba con la emboscada desplegada en la ribera del lago Trasimeno, en una mañana de niebla traicionera. Aníbal acertaba siempre con el paraje o la táctica más a propósito para tal linaje de asechanzas, esas que sus enemigos consideraban típicamente fenicias.

Para hacer aún más completa nuestra felicidad, los libros de texto compensaban los arcanos gramaticales de Livio con ilustraciones marginales, en las que inesperadamente aparecían los elefantes, avanzando en columna al borde del precipio, sobre un paisaje de crestas nevadas, "pues se acercaba el ocaso de las Pléyades" (Polibio 3,54). Y comoquiera que aún no vivíamos demasiado preocupados por la ecología, estábamos por supuesto encantados con el proyecto anibálico de movilizar una hueste completa de paquidermos, felices de que el cartaginés se las ingeniase para hacerlos pasar en pontones o almadías por el Ródano, y hasta indignados con cierta tribu de montañeses que tantos sufrimientos y pérdidas provocaba a la fuerza expedicionaria. ¿Quién no sentía simpatías por aquel africano que, desafiando a la geografía y a la historia, recorría victorioso Italia a lomos del único elefante superviviente, que luego de improvisar una estratagema nocturna para escapar de Fabio Máximo impartía una lección de estrategia que se haría digna de estudio en las academias militares de toda Europa?

Había algo insólito y frustrante, sin embargo, en la aventura del Bárquida. Aníbal ganaba todas las batallas (después del 216: Casilino, Petelia, Herdónea), pero al final perdía la guerra, la victoria se le escapaba de las manos. Los griegos representaban alada a Nike, porque sabían que no tenía dueño, y de ahí que los atenienses consagrasen en la Acrópolis un templo a Nike Aptera, a la Victoria sin Alas, para que no pudiese volar a otra ciudad. Como recordaba Alvaro D'Ors (Tres temas de la guerra antigua, Madrid, 1947), de Numidia precisamente es un antiguo vaso de cristal que lleva esta leyenda: "la Victoria, cógela". El vencedor de Cannas no pudo ganar la guerra, pero conquistó las simpatías de los lectores modernos, llegando incluso a ganar una batalla postuma ante la propia Roma en tiempos de los Severos, aquellos emperadores africanos que reivindicaron la memoria del cartaginés en el siglo III de nuestra era.




No hay comentarios:

Publicar un comentario